samedi 6 avril 2024

HUMANISTA, EDITOR Y POLÍGRAFO

 Por Eduardo García Aguilar

La trayectoria vital, intelectual y literaria del escritor y editor santandereano Efer Arocha se ha desarrollado en gran parte en el exilio en París, a donde llegó como tantos otros colombianos de su generación obligado por las circunstancias de la represión y la persecución que en el siglo XX se aplicó en Colombia a quienes luchaban por un país con más justicia social. Varias generaciones de colombianos que tuvieron suerte y sobrevivieron, pudieron refugiarse en diversos países del mundo que los acogieron y donde ejercieron en paz sus profesiones y desarrollaron sus vocaciones, como es el caso de Efer Arocha y miles de nuestros ciudadanos en Francia.

Como humanista, Efer Arocha ha sido multifacético y polígrafo. Primero como docente en diversas instituciones educativas francesas donde enseñó a los jóvenes literatura, ciencias humanas y políticas, luego como promotor cultural y editor, al mando de la revista bilingüe Vericuetos, que a lo a lo largo de cuatro décadas ha difundido la literatura colombiana y latinoamericana en Europa, y finalmente con la publicación de una obra miscelánea compuesta por novelas experimentales, relatos variados y ensayos sobre diversas temáticas humanísticas. Uno de sus aciertos editoriales fue la publicación en 1996 del primer libro del Premio Rómulo Gallegos colombiano, Pablo Montoya, "Cuentos de Niquía", en la colección Escargot au galop, que él dirige.

La característica fundamental que ha animado sus actividades humanísticas ha sido la generosidad y el gran amor por Colombia, por lo que en estas cuatro décadas de exilio ha animado innumerables actividades públicas, festivales, ferias, coloquios, presentaciones de libros, para promover a los autores y autoras colombianas de las distintas regiones del país o luchar por el cambio en el país hacia una vida más justa y humana en el marco de la paz. 

En esas actividades ha compartido la acción con otras figuras latinoamericanas del exilio como el escritor hispano-uruguayo Fernando Aínsa, quien fue director literario de las publicaciones de la UNESCO, el académico uruguayo Olver de León, el poeta y editor chileno Luis del Río Donoso o el hispanista francés Claude Couffon, entre otros muchos.  

Efer se inscribe pues en la tradición de colombianos y latinoamericanos que a través de los siglos han vivido aquí atraídos por la cultura, el mundo editorial y la mezcla de pueblos y viajeros. En los viejos tiempos estuvo Bolívar, que vivió la coronación de Napoleón, y su rival Santander, quien dejó un diario de su periplo, y después estuvieron los hermanos Cuervo, Ezequiel Uricochea, José María Vargas Vila y Cornelio Hispano, quienes publicaban sus libros aquí. Y en el siglo XX Eduardo Santos trajinó París en los años de entreguerras, así como Luis Vidales, el autor de Suenan timbres, antes de que llegaran Eduardo Caballero Calderón, quien escribió la novela parisina El buen salvaje, y García Márquez, que varado al cierre del diario El Espectador, redactó en 1957 en una pensión del barrio latino El coronel no tiene quien le escriba.  Después residió en estas tierras el escritor afrodescendiente Arnoldo Palacios, autor de Las estrellas son negras, objeto ahora de homenajes por su centenario, a quien siguió Óscar Collazos, originario de Bahía Solano, que presenció los acontecimientos de mayo del 68. 

En la actualidad hay un sólido grupo de escritores y humanistas latinoamericanos que continúan con la tradición de esas generaciones literarias presentes a lo largo de los siglos. Hay peruanos, mexicanos, chilenos, argentinos, colombianos, uruguayos, brasileños, que aunque no tan famosos como los del boom, viven su vida literaria con pasión, cuando América Latina ha pasado de moda en Francia. En este siglo han vivido aquí escritores colombianos como Julio Olaciregui, Pablo Montoya, Jorge Torres, Myrian Montoya, Luisa Ballesteros, Camilo Bogoya y Carolina Bustos, entre otros.

Rodeado de libros como un eremita, Efer Arocha, mestizo hijo de padre blanco y madre indígena, es un erudito que explora ampliamente los diversos temas de las ciencias humanas y la historia, anclándose en las letras clásicas y los saberes ancestrales del campo y las selvas colombianas, que él frecuentó en sus años juveniles y utópicos luchando por el cambio del país. 

Su obra literaria es de tipo experimental, como ocurre en sus novelas "Quitándole el punto a la i" y "Un pingo envainado" y en sus múltiples historias, crónicas y relatos breves, que buscan el juego y la ironía, lejos de la prosa comercial y cerca del espíritu lúdico del movimiento OULIPO (Taller de literatura potencial), animado  en Francia en los años 60 del siglo pasado por Raymond Queneau y Georges Perec, entre otros. También ha publicado, entre otros, los libros de ensayo "Los escritores en la comuna de París" y "El ciudadano, la horizontalidad de la sociedad y el Estado", escritos con gran rigor académico.

 

samedi 16 mars 2024

TRES AUTORES TRÁGICOS EN TIEMPOS PANDÉMICOS

Por Luis Acebedo


Estos días de confinamiento han servido para volver a abrir esas puertas existenciales desde donde uno se hace preguntas fundamentales sobre la vida y el devenir individual y colectivo. Me hacen evocar aquellos tiempos de adolescencia caracterizados por la rebeldía, la incertidumbre, la fragilidad y el riesgo, donde la peste de las injusticias y el autoritarismo pululaban en cada rincón de nuestros campos y ciudades. Esas pestes que cegaron la vida de tantos jóvenes entusiastas buscando espacios para dignificar su espíritu con experiencias políticas solidarias y significativas en grupos cristianos, partidos políticos, sindicatos, universidades, fábricas o teatros.

La pandemia actual me ha permitido dedicar más tiempo a las lecturas aplazadas. De mi biblioteca están emergiendo libros que esperaban estos tiempos, otros han llegado sin buscarlos para engrosar mis anaqueles. He priorizado las lecturas de algunas novelas que me remueven esos bajos instintos vividos en las décadas de los años 70 y 80 donde los jóvenes inquietos intelectualmente, inconformes con el país y el mundo que vivíamos, decidimos dejar la estabilidad de nuestros hogares y lanzarnos a las “Aventuras Marxistas” como las llamara Marshall Berman (2016), para conquistar el mundo que soñábamos. Fueron tiempos de rupturas que nos ayudaron a formar la personalidad y a sentar las bases de una ética política que, al menos en mi caso, conservo como un gran tesoro.

Algunos amigos de aquellos años maravillosos suelen decir que fue una generación derrotada, o quizás varias, porque no logramos aniquilar los viejos poderes anclados en una sociedad rural de patriarcas y obispos. La “democracia dictatorial” que vivimos, enceguecida por las disputas bipartidistas de mediados del siglo XX, no quiso reconocerle a aquellos jóvenes otros espacios de participación política que se estaban abriendo para romper los diques de las viejas guerras protagonizadas por sus mayores, y prefirió bañar en sangre cada rincón de la patria cortando las alas insurrectas, el deseo de cambio, el pensamiento libre. Cuando esas voces se debilitaron o entraron en el silencio amedrentado, se abrió una pequeña puerta reformista para dejar atrás la constitución política del siglo XIX.

“Manizalados”, una novela escrita por el Flaco Jiménez, es una de esas piezas literarias recientes que expresa la tragedia de aquellos jóvenes que hicieron ruptura con la sociedad conservadora de las frías montañas cafeteras. Su título anticipa la trágica historia que cuenta las ganas de muchachos universitarios por vincularse a las luchas obreras de una de las principales fábricas textileras del país y de la ciudad de Manizales. Hacer sindicalismo ya era subversivo en un país que vivió varias décadas en Estado de Excepción, de tal suerte que quienes se atrevían a solidarizarse con esas causas ya reconocidas como derechos en la comunidad internacional desde mediados del siglo XX, ponían en riesgo sus vidas.

El Flaco Jiménez cuenta desde los sentimientos más íntimos, la manera como un joven entusiasta podría arruinar su vida, con solo ser partícipe de una huelga obrera que termina con la vida de uno de sus líderes. Vivir huyendo de los fantasmas de un Estado totalitario y de los propios que se apoderaron de su mente hasta perder la cabeza, son expresiones de una trama desgarradora e inverosímil en donde realidad y ficción se entremezclan y confunden. Solo el tiempo y la distancia lograron dar fortaleza al personaje para contar su historia a través de la novela, porque aún no parecen estar creadas las condiciones para sincerarse y hablar de aquellas experiencias cargadas de miedos, frustraciones, amenazas, persecuciones y muertes sin sentido.

Hay algunos hitos y personajes de esta novela del 2018 que se entrecruzan con “Las rutas de Ifigenia”, una novela de Eduardo García Aguilar publicada en 2019 por Uniediciones. Manizales es nuevamente protagonista de historias urbanas donde se mezclan todas las tramas, amores y tragedias. Aquí los personajes establecen un vínculo de amistad que se abre con el despertar de la sexualidad y de las ideas político-poéticas; encuentran en la revolución cubana, china o soviética, una inspiración para salir del mundo parroquial, religioso y conservador manizalita, y se sintonizan con ideas de libertad, héroes proletarios y barbudos insurrectos de otros mundos posibles.

Una nueva tragedia de amor, pasiones desbordadas y crímenes de estado, cierran el círculo de aquellos jovenes bachilleres y universitarios de clase media que se alimentaban de literatura, teatro y política. Algunos optaron por ingresar a las guerrillas marxistas, otros a los partidos clandestinos de izquierda y quizás los menos, encontraron en la cultura y las artes, otros medios para rebelarse contra la sociedad patriarcal y decimonónica que pesaba tanto en las mentes brillantes de las nuevas generaciones.

Pero para equilibrar las miradas, apareció recientemente la novela de León Valencia “La sombre del presidente”, editada por Planeta (2020). Lo interesante de esta novela, escrita por un hombre que fue protagonista de aquellas guerrillas que agotaron sus fuerzas en la soledad de la vida rural y prefirieron la negociación al bombardeo de sus campamentos, es que su trama discurre entre los círculos del poder, entrelazados con el narcotráfico y el paramilitarismo, con una mirada igualmente íntima y familiar de la vida de quienes promovieron las alianzas más perversas y criminales para perpetuarse en los salones del Capitolio. También aquí la ficción y la realidad se funden en historias de violencias de alcance internacional que Hollywood nunca podría imaginar, pero en Colombia hacen parte de la vida cotidiana.

Estas lecturas recientes, me llevan a pensar que los “derrotados” de los años 70 y 80 están empezando a escribir sobre una realidad silenciada por otras guerras y otros conflictos. Son tramas que tienen como protagonista la ciudad y la vida urbana, porque allí germinaron los primeros ideales en los cafés, bares o universidades, en una manifestación callejera dispersada por los gases lacrimógenos, en una huelga aplastada, en una obra de teatro censurada, en una y mil frustraciones contenidas por poderes acorazados en sus privilegios. Son hechos reales que aún no pueden escribirse como historias, sino como novelas ficcionales, porque las verdades, desafortunadamente, siguen cobrando vidas, exilios y censuras.

Aun hay muchas novelas que escribir. Cada uno de los que vivimos, sufrimos y sobrevivimos a esos años turbulentos, podríamos escribir nuevos capítulos antes que la peste del olvido nos condene a otros cien años de soledad como lo vaticinó García Márquez.

Referencias Bibliográficas:

García A. Eduardo. (2019). Las rutas de Ifigenia. Uniediciones, Ladrones del Tiempo. Bogotá.

Berman, Marshall. (2016). Aventuras marxistas. Todo lo sólido se desvanece en el aire. Siglo XXI Editores, España.

Jiménez G. Manuel Fernando. (2018). Manizalados. Matiz Taller-Editorial. Manizales, Colombia

Valencia, León. (2020). La sombra del presidente. Editorial Planeta. Bogotá.

 

[1] Arquitecto, Doctor en Urbanismo. Profesor de la Universidad Nacional de Colombia
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vendredi 9 février 2024

¿QUO VADIS GARCÍA AGUILAR, ESFUMADO DEL DISTRITO FEDERAL HACIA EL PARÍS DE NUEVO SIGLO de?

 

POR CARLOS FRANCISCO ELÍAS
In Memoriam: Teresa Velo, alumna del Centro de Capacitación Cinematográfica, Distrito Federal, México. Clase 80 – 81.

SECUENCIA PRIMERA: DISTRITO FEDERAL,  MEXICO, EXTERIOR REVENTON…

En los años que el Distrito Federal dicen era habitable, dicen los nostálgicos de México en los años 80, cuando la mugre y el humo de ciudad se hacía todo una pasta que se alojaba dulcemente en los hoyuelos de nariz limpia de todo polvo maligno y resacón, había una escuela de cine situada entre General Anaya y Río Nazas, bambúes erguidos y todo eso, era el CCC (para los alumnos más nihilistas, la primera C era de dónde la espalda pierde su anatómico nombre, la segunda de Cara por lo costosa y la tercera C era la primera letra del diccionario mexicano popular por excelencia “Chingue su madre Guey”)…

La descripción anterior podría ayudarnos a detectar la mezcla de alumnos y alumnas que esa escuela de cine tenía, siendo en su tiempo la más sofisticada y pequeño burguesa de todo México.

Allí en el Centro de Capacitación Cinematográfica, allí mismo en el bullicio de “Qué hondón Ramón”, en la fuerza de la rebeldía de la inteligencia y la sed de saber, allí, repito, donde el cielo tenía que pedirle permiso al ollín, para dar un poco de azul, estaba con todos nosotros Eduardo García Aguilar, colombiano nacido en Manizales, que hacia esos tiempos ya había estado en París y habíamos coincidido en México iniciando aquella década en que Peggy Sue, o Kathleen Turner, llenaba las pantallas con gringas y bellas pantorrillas de rosi, rosi sin bom bá, y el resto era una sonrisa de muchacha a lo Fitzgerald, sanota y de ojos grandes como la tierra, Peggy Sue se quería casar…

Eduardo García escribía en el Excelsior, tenía una de esas columnas matutinas cada dos días, que en América Latina suelen alegrar la mañana, porque a decir del resto de las noticias, como siempre, eran tragedias diarias ya imaginadas en las calles entre tacos callejeros y voces infantiles al sonsonete de “señor deme para mi camión”, que no era otra cosa que eso que nosotros llamamos la guagua, que en ese rico laberinto de la lengua latinoamericana, para los chilenos es el transporte de la mujer grávida…

Él siempre tuvo la disposición de ser un buen escritor, aún recuerdo las agradables conversaciones entre quien iba a ser uno de los narradores jóvenes de México (Héctor Perea, entonces en el CCC con nosotros) y Eduardo García Aguilar: las conversaciones eran de arcas perdidas, de sueños no negociados, de añoranzas fílmicas y literarias entertenecidas, de vocación y lirismo en pleno VIP del Patio de la antigua Cineteca Nacional de México, aspiraciones sobraban y rebeldía había de sobra.

Porque todo aquello era una transición latinoamericana, vivida junto a las ideas de grandezas de López Portillo,  con su política sobre el Caribe, Castañeda padre obliga, que hizo llegar a nuestras costas el único Padre Montesinos Rastafarian, que bien alguna vez conmoviera a Antonio Zaglul.

Aquel México que ya no existe más donde bien podías encontrarte en una casa de los viejos generales o emparentados de la Revolución, troncos apellidos, reventón obligaba también: eran los tiempos de Campestre Churubusco, la fiesta todos los días, lunes, martes,  miércoles y jueves habían perdido nombre, se llamaban viernes y sábado y la vida del mundo exterior transcurría desde los cielos de México en rebeldía por ser visto y parir colores.

En la escuela, entre argentinos (uno de Cordoba y  otro de Buenos Aires) colombianos, salvadoreños, brasileños, dominicanos y mexicanos, el CCC buscaba un nivel insólito que generó un gran viraje en aquella escuela modocita hasta que nosotros llegamos, todos, y la pusimos patas hacia arriba (Pepito de la Colina, español, mala leche y profesor no muy querido aun debe recordarse de quienes le curaron aquella amargura manchega que el aula no tenía por qué pagar) para que pudiera respirar de los tabúes y estrecheces, para que fuera Scola libera, entonces nadie puro parar todo aquello: galope de manzanas a trote en plena pendiente, desborde de curiosidad y fascinantes discusiones, nombres en claves que no necesitaban ser descritos, utopías latinoamericanas, en fin, mientras Reagan regaba lo único que sabía: hambre, miedo y luchadores de libertades americanas en toda Centro América, obviamente en este tema estábamos divididos: porque algunos si bien rechazabamos la dictadura de la dinastia Somoza, el cuento Sandinista del poder y su transformación, era una cosa, aunque respetábamos lo que había significado la guerra de liberación contra la dictadura.

El resto de la historia, nos daría la razón a algunos, lamentablemente…

Pero era un tiempo de mucho tránsito por México, su ubicación geográfica, su frontera con Guatemala y los vientos que soplaban le obligaban a ser una discreta frontera de tolerancia, porque Guatemala era una sola nota de desaparecidos.

De ese México habrá siempre un nombre memorable: Alaíde Foppa, la campaña por su aparición viva, la movilización por aquella mujer brillante, excelente poeta, dulce en sus añoranzas silenciada por el servicio secreto del ejercito de Guatemala; se perdía en las tinieblas del oscurantismo militarista una voz, esa Alaíde era la misma que tenía un excelente programa en Radio Educación llamado Foro de Mujeres, Susan Sontag, por cierto por esas ondas había pasado, haciendo dúo de voz con Alaíde Foppa con una ironía en las ideas que solo la gran agudeza puede mostrar sin banalidad…

Mientras todo esto pasaba, en el corazón de los años 80, Eduardo García Aguilar mostraba una peculiar sensibilidad para mirar todo lo que como grupo vivíamos, indiferencia no había, pero tampoco existía aquel aferramiento a esas revoluciones de boquitas pintadas y café, de tedio en mesa y bostezo dorado de no compromisos.

Entonces cuando el chauvinismo mexicano afloraba, enfermizo y letal el arma del desarme era no ponernos nacionalistas y todo se neutralizaba de inmediato, en este punto Eduardo García Aguilar era clave, para hacer entender que los nacionalismos necios no tenían razón de ser, en más de una ocasión fue su tema polémico y la conclusión era la misma: que valorabamos y queríamos a México porque su historia permitía reunirnos en aquella tierra hermosa y sufrida, noble y digna, como su gran pueblo, el fantasma del artículo 22 se alejaba de inmediato, que creo era el de la expulsión con el cual hacíamos bromas todos los días y todas las noches en los inmensos y maratónicos reventones de “ciudad grande me he perdido, trágame, estrújame, tiéndeme y avísame cuando llegue el lunes”…

De ahí el título de este apartado: Exterior Reventón, o lo que es lo mismo fiesta ciega latinoamericana contra la guitarra de las 10 de la noche, que suele sacar en todo buen mexicano el amargue a lo Jorge Mistral. Exterior Reventón, cuando la calle se hacía grande el viernes en la escuela, cuando las luces del cine se apagaban en historia del Guión en el Cine mudo, el profesor Pérez Turren, sabía que algo pasaba, porque el exceso de ginebra en la oscuridad impedía pronunciar el nombre de F. W. Marnau correctamente, el Exterior Reventón, nombre en clave mexicana de la fiestas, apenas se iniciaban allí, aquello era…

Y en el espíritu de toda aquella gente interesante, de humor y profundidad cuando era necesario, de fascinación por libros y películas, de adivinadores de claves en cintas y libros complicados, de polémicas amistosas, el Exterior Reventón era la clave de una bohemia fértil, el futuro así lo demostraría.

Porque era imposible vivir el Distrito Federal sin aquellas convocatorias, sin mirar el mito popular del Santo luchando contra las Momias de Guanajuato y las mil operaciones en los ojos de Rigo Tovar a ritmo de música cachaca, ritmo retozón muy lejano de los corridos de polka norteño, mientras Elena Poniatowska, sonrojada nos contaba cómo había conocido a Gaby Brimmer, eso que luego fue reducido a: Gaby a True Story.

Sabíamos que era demasiado, se vivía más de lo que suponíamos y entre ficción y realidad, entre la inmensidad de librerías fabulosas, entre análisis de marxismo transnochado, Bartra y sus cruces, interpretaciones agrarias y agrias aparte, los penkos cuerpos de las chicas de Ghandi y Polanco, una especie de Gazcue en sus albores, Exterior Reventón, possssssí, no había de otra, estudiar el cuete, cuete, que era como decir cohete, definición atinada y espacial mexicana, lo que para los domicanos es el jumazo glorioso, que suponemos en este caso muy tricolor…

Aquel México ya no existe más, en el sortilegio que es siempre volver a México, designio piramidal aún sin descrifar, espacio poseído de una historia invisible todavía no narrada, irrupción de un deseo que se convierte tortuoso e inevitable, hasta que se cumple, para comprender que hay un solo México y cada uno de nosotros lo lleva tatuado por dentro, porque aquel México ya no existe más, fue un momento, un tempo de nuestras vidas, atesoramiento en la ilusion en la que el sueño del maguey gigante que te persigue se detiene cuando el avión vuelve y aterriza en el Distrito Federal, ahí fue la útima vez que vi a Eduardo García Aguilar…

SEGUNDA SECUENCIA (Y ULTIMA):
PARIS EN LE DANTON 2004. EXTERIOR
QUARTIER LATIN…

Mortecino el año 2004 no prometía grandes cosas en un París repasado y recorrido, con un frío nada habitual.

En el mismo mes de diciembre en la Habana había preguntado a unos mexicanos por Eduardo García Aguilar, alguien lo recordó y acotó que no vivía ya en México…

Al llegar a París para el fin de año, había pasado por allí en el 2000, no podía evitar cruzar por Odeon, por el Barrio Latino, entrar a Le Danton y de repente observar una cara conocida, a discresión.

Si esta secuencia se ubica como Exterior Quartier Latin, es porque allí sin buscarnos, nos encontramos con Eduardo García Aguilar y repasamos en París todos los sueños mexicanos, los mismos que casi están narrados más arriba.

Luego de una larga conversación de café, paseo por Luxemburgo, maravillados de nuevo por esa forma de arte público más que centenario, Eduardo se confesó devoto de París a morir, yo no pude compartir aquella idea, me reservé el entusiasmo, pero tampoco le hice sentir mal, lo importante era que esta ciudad nos había reunido y que eé estaba contento con autografiarme su novela “Tequila Coxis”, donde nuestro grupo del CCC de México era protagonista de espíritu, rebeldía y estampa.

Eduardo García Aguilar ha sido la sorpresa que diciembre guardaba, descubriendo desde el lugar de los mundos perdidos (allí donde un ángel guardián todo lo mira y lo guarda) aquel encuentro entrañable esculpido desde el alma misma de una ciudad fría, angustiosa, que se inquietaba en su frenesí de espera al año nuevo que fue el 2005.


samedi 3 février 2024

EL VIAJE LITERARIO DE SALAZAR PATIÑO

Por Eduardo García Aguilar

Poco antes de la pandemia el polígrafo y polemista manizalita Hernando Salazar Patiño vino a París en el marco de una larga gira por varias ciudades europeas, que lo llevó a Roma, Viena y Madrid, entre otras capitales. Instalado en un apartamento cerca de la famosa plaza de la Bastille, donde estuvo preso el Marqués de Sade, vino para quedarse solo unos días, pero al final extendió su estadía, pues sin duda esta ciudad lo estaba esperando desde hace tiempos y quería atraparlo con sus redes misteriosas.

La prueba es que cuando fuimos al cementerio Père Lachaise ocurrió algo que parecía surgido de la novela fantástica de Michel Bulgákov El maestro y Margarita. Apenas ingresamos, llegamos de frente y por azar a la tumba de su admirada escritora Colette y a su alrededor un grupo de teatro ataviado como en la época representaba aspectos de su vida y obra.
 
Salazar Patiño, quien además tiene talento de actor, interactuaba con los comediantes, asombrados de verlo tan emocionado en medio de las tumbas de las grandes celebridades que pueblan la ciudadela de los poetas muertos donde reposan Molière, Proust, Oscar Wilde, Balzac, Miguel Angel Asturias, Rufino J. Cuervo, Alain Kardec y Jim Morrison, entre otros.

Seguimos al grupo teatral, que se detuvo después en la tumba de Proust para escenificar aspectos de su vasta obra En busca del tiempo perdido y así saltamos como saltimbanquis de una tumba a otra siguiendo a los actores y a su selecto público, como si estuviésemos en un sueño literario o embrujados por el gato misterioso de Bulgákov. He ido decenas de veces al Père Lachaise con amigos, pero solo con Salazar Patiño podía sucederme algo tan fantástico, digno del teatro del absurdo de Eugène Ionesco. 

E igual me ocurrió con él cuando paseábamos por la famosa calle de Lappe, cerca de la Bastille, sitio malevo famoso a comienzos de siglo XX y escenario de filmes, poblado por decenas de bares como el famoso dancing Club Balajó, además de otros antros de música caribeña o de rock. Ahí también la simpatía y elocuencia del escritor manizalita cautivó a los dueños de uno de los bares icónicos de rock, Le Bastide, que desapareció tras la pandemia, manejado por unos viejos ex hippies y donde se escuchaban en discos de vinilo todos los clásicos del género. Ellos querían homenajearlo y cerraron expreso el bar para eso, pero había tanto humo adentro que nuestro autor no pudo resistir e hizo mutis.   

La primera vez que vi al autor de Herejías (1983) y otros libros fue cuando para promocionar la revista cultural Siglo XX, en compañía de otros estudiantes de la Universidad de Caldas pasó por los salones del Instituto Universitario, donde yo cursaba, antes de que me expulsaran, el tercero de bachillerato. Después coincidimos en el legendario recital de Pablo Nerurda en el Teatro Fundadores, como lo atestigua la foto icónica de Carlos Sarmiento, y más tarde, a lo largo de las décadas, nos encontramos en ferias del libro, fiestas, conferencias y coloquios, pero nada como esta afortunada visita suya a la ciudad luz, llena de milagros.
 
París sabía que Salazar Patiño ha sido uno de los más fieles lectores y conocedores de la literatura francesa en Colombia. Por sus manos han pasado los grandes autores de este país, antiguos y modernos y además de Baudelaire, Rimbaud, Colette, François Mauriac, André Malraux, Simone de Beauvoir, Jean Paul Sartre y Albert Camus, él conoce otros escritores secretos.

Por eso la ciudad de Santa Genoveva y Baudelaire lo recibió con sorpresas y guiños teatrales en cada esquina para agradecerle su fiel viaje de más de medio siglo por las letras francesas. Y no solo su viaje por las letras de la tierra de Montaigne y Rabelais, sino su pasión por la literatura de todas las lenguas y épocas y en especial la de su propia tierra, Manizales, a la que ha dedicado libros y minuciosas investigaciones sin fin, a veces muy polémicas. 

Durante su visita hablamos mientras caminábamos hacia el Père Lachaise o Bastille de sus grandes amigos manizaleños de su generación Hector Juan Jaramillo y Jaime Echeverri, quien fue su vecino en la adolescencia, y evocamos figuras inolvidables de la cultura de Manizales como Fernando Mejía Méjía, José Vélez Sáenz, Dominga Palacios, Edgardo Salazar Santacoloma, Jorge Santander Arias, Beatriz Zuluaga, entre otros muchos.  

Éramos dos manizaleños perdidos en estas calles lejanas, pero cercanos a nuestra tierra y su literatura, porque al final uno es de donde nació y estudió la primaria y el bachillerato. En esos segmentos de la vida inicial uno ya es el que será y el "ingenio inagotable" de Salazar Patino, como dice su amigo Jaime Echeverri, siempre se ha manifiestado en la plaza de un viejo pueblo caldense como Salamina, Riosucio o Anserma o en Viena, Roma o París.     
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Publicado en La Patria, Manizales. Colombia. Domingo 4 de febrero de 2024.

lundi 29 mai 2023

LOS MANIZALADOS DE FERNANDO JIMENEZ

Por Eduardo García Aguilar
En la novela Manizalados Fernando Jiménez cuenta la vida de un joven que a la edad de Cristo regresa fracasado a Manizales con una depresión alcohólica y los sueños rotos para ingresar al manicomio de San Cancio, donde en un mes vivirá en una sucesión infernal las dos tragedias mayores vividas por el país en noviembre de 1985 y además buscará esclarecer con un psiquiatra, que es sacerdote, y con una teurapeuta sexy las vicisitudes de su vida en una ezquizofrénica época de conflictos donde las mentes luchaban entre sacrificarse por la lucha revolucionaria o dedicarse a los mandatos del deseo.
En un muy efectivo encadenamiento de acontecimientos, el protagonista, un muchacho de clase media crecido en una familia tradicional y conservadora marcada por la impronta castrante de la madre, revisa su participación en una histórica huelga en la fábrica de texiles Unica que se enfrentó al poder y fracasó, razón por la cual huye hacia Bogotá para ocultarse durante una década encabalgada entre los años 70 y 80 dedicado a la rumba y el vicio en los legendarios sitios de baile La Teja Corrida y El Goce Pagano, donde se hunde en el alcoholismo, la droga y el fracaso de su generación perdida.
Miguel de Cervantes Zuluaga quería ser escritor cuando adolescente y tenía el talento para ello, pero jugó su corazón al azar y se lo ganó la revolución, que estaba de moda entre las juventudes de la época, atraída por las diferentes sectas izquierdistas de todo pelambre, prosoviéticas, maoístas, trotskistas, albanesas, norcoreanas, guevaristas y castristas que reclutaban a jóvenes pobres u obreros o a clademedieros y niños bien para su causa, involucrándolos como carne de cañón en peligrosas aventuras armadas o en delitos que recibían los peores castigos desde la cárcel y la tortura hasta la desaparición.
De esa generación malograda en Colombia muchos fueron abatidos en combate o fusilados por sus propios compañeros de la guerrilla, otros se suicidaron o enloquecieron, y los que sobrevivieron por milagro tuvieron destinos diversos como entrar al redil siguiendo las leyes del sistema o sumirse en el vicio, la vagancia o la delincuencia. 
Zuluaga se hunde, pero en el manicomio a donde lo lleva su autoritaria madre de la mano no solo descubre el misterio de la muerte del líder de la trágica huelga en la que se vio inmiscuido una década antes, sino que reencuentra poco a poco su vocación literaria, que se alterna con el delirio, porque literatura, arte y delirio van siempre de la mano. Muchas veces la demencia es conjurada por la válvula de escape de la creación, ya sea en los escenarios, como ha sido el caso de Fernando Jiménez, también conocido en las tablas como El Flaco Jiménez, o en las artes plásticas, la música o la escritura.

El protagonista tiene como contrapunto narrativo a un amigo de adolescencia, Eduardo, otro muchacho de la ciudad que escapó al destino trágico de su generación y se fue aun imberbe a vivir a París, donde se dedica a la literatura y a estudiar y desde donde incita a su amigo a olvidarse de la quimérica revolución imposible "que es un remedio peor que el mal" y a dedicarse al arte y a la vida, por medio de cartas, sarcásticos mensajes esporádicos y llamadas telefónicas donde lo cuestiona desde el otro lado del océano y lo invita a seguir sus pasos.

La estructura de la novela gira en torno al internamiento psiquiátrico del protagonista y en ese mes trágico para él y su país, hay referencias a la toma del Palacio de Justicia por el M-19 y la apocalíptica explosión del volcán del Ruiz que condujo a la destrucción de Armero con saldo de decenas de miles de muertos arrastrados y sepultados por el barro. También se cuentan los dramas de la juventud de la época atraída por los sueños revolucionarios y los deseos de cambio en un país injusto, cuyas taras llegan a su culmen en la sociedad de Manizales donde nace Miguel. Los fantasmas del pasado chocan con las rupturas explosivas de la época del rock, la droga y la libertad sexual que dinamitan de manera violenta las tradiciones y las inercias que parecían inamovibles desde los tiempos de la Colonia hispana.  

El líder Bernardo, que tiene los contactos con la lejana subversión, su novia Cristina, obreros y sindicalistas turbios como Patiño, militares como Camacho, la madre, el padre y el clero omnipresente, las familias de los huelguistas y los amigos generacionales son personajes de esta obra urbana escrita con energía, lucidez y mucho sentido del humor, que describe desde distintos ángulos a la ciudad y a su gente. El morro de san Cancio y su manicomio, Chipre, la Plaza de Bolívar y su gigantesca Catedral Primada, los barrios periféricos como Cervantes y La Avanzada, las cumbres nevadas y la vegetación desbordante, los antros de vicio, desfilan en esta acelerada película de Manizales.

La novela también está irrigada por las pulsiones y contradicciones  sexuales del protagonista y es una antena que capta los sucesos culturales de la época a través de ideologías, fanatismos, músicas, reflexiones psicoanalíticas y sociopolíticas, incursiones sexuales que desde afuera disuelven la autoritaria tradición conservadora de la ciudad y la transforman para siempre. Miguel al fin se reconcilia con la vida y descubre que no puede solucionar los problemas del mundo y recupera su máquina de escribir para plasmar la novela deseada y resolver los enigmas del pasado.   

Esta novela no solo enriquece a la literatura colombiana de su generación, a la que pertenecen Andrés Caicedo, Sonia Truque, Eugenia Sánchez Nieto, Evelio Rosero y William Ospina, entre otros, sino que a la vez constituye un nuevo aporte a la literatura inspirada por la muy reciente ciudad de Manizales y su corto siglo y medio de historia. En 227 páginas cerradas y explosivas, Fernando Jiménez ratifica su talento y nos hace desternillar de risa en cada uno de sus episodios. 

Así como García Márquez construyó su obra en la cantera de su pueblo nativo Aracataca, Fernando Jiménez hunde sus manos en el barro de su ciudad natal, Manizales, situada junto a los volcanes, para exorcizarla, cuestionarla y hacerla vivir en la ficción. Por eso Manizalados es una novela inteligente, ágil, veloz, muy bien escrita, que confirma la gran pericia de un autor que ya antes se ha destacado por décadas como humorista y por ser uno de los mejores contadores de cuentos de Colombia.         


 

  


EL CENTENARIO DE MANUEL MEJÍA VALLEJO

 Por Eduardo García Aguilar

El 23 de abril, día del Idioma, se celebró el centenario del natalicio de Manuel Mejía Vallejo (1923-1998), escritor antioqueño ganador de los premios Nadal y Rómulo Gallegos y una de las figuras más importantes de la literatura colombiana de la segunda mitad del siglo XX. En esta oportunidad no voy a hablar de su obra, sino de los momentos en que tuve la oportunidad de compartir con él en Guadalajara y Medellín.

Debo decir que la literatura colombiana en aquellos momentos tenía un carácter más humano, convivial y menos competitivo y comercial de lo que ocurre en este primer cuarto del siglo XXI, donde la mayoría de los autores, hombres y mujeres, viven una avorazada carrera por el éxito y la fama y producen como conejos obras a destajo para estar presentes en el panorama efímero de las ferias y las librerías.

Por eso no es extraño que a los de nuestra generación, la Generación Sin cuenta, como se le suele llamar, hubiésemos tenido la oportunidad de compartir con los grandes maestros del aquel tiempo, pero no como vasallos o intimidados discípulos, sino como amigos y compañeros de mesa y ebriedad.

El gran escritor contemporáneo Juan José Hoyos ha escrito hace poco una magnifica crónica de como conoció a los 20 años a Manuel en su casa de Medellín, a donde había ido para entrevistarlo, pero que el final se convirtió en otro partícipe de esas charlas humanas donde el escritor, antes de posar, vivía y contaba la vida y la literatura al calor de los rones y el cántico de los pájaros, el ladrido de los perros y el treno crepuscular de los grillos. 

Juan José Hoyos hace un retrato magistral de Mejía Vallejo como un ser humano antes que todo, escritor que según él sería regional en el mejor sentido de la palabra regional, como lo fueron en su tiempo Tomás Carrasquilla y tantos otros de la humanidad como las hermanas Bronte, Benito Pérez Galdós, León Tolstoi, Mark Twain y William Faulkner. Sus palabras me han conmovido porque igual que él, quien es de mi generación, tuve también la fortuna de conocerlo de cerca.

Primero durante una visita a Medellín cuando vivía en México y acababa de publicar mis primeras novelas Tierras de leones y Bulevar de los héroes en la capital mexicana y llegué allí a participar en el famoso taller que él impartía en la Biblioteca Piloto de Medellín.

Como suele ser para todo escritor que publica sus primeras novelas cuando está en la flor de sus treinta años, siempre los mayores te reciben con el afecto hacia lo que ellos consideran escritores promisorios que les recuerdan los tiempos en que ellos lo fueron y por eso les abren las puertas y la amistad con la generosidad del tiempo ido. Así era también su contemporáneo y amigo Alvaro Mutis, que antes que autor era un amigo para quien la vida contaba antes que cualquier vanagloria. Y también así fueron Manuel Zapata Olivella y Fernando Charry Lara.

Manuel Mejía Vallejo me recibió en un salón aledaño al escenario desde donde impartía el taller. Como siempre vestía de traje y tenía esa figura de bigote y cejas pobladas que caracteriza a nuestros ancestros de las tierras antioqueñas crecidos con la frente despejada, un pie en las montañas y otro en los valles y las ciudades crecientes, nutridos de naturaleza, viajes a caballo, excursiones por ríos y quebradas, trochas y precipcios, y sesiones de guitarra y alcohol en fondas a la vera del camino, como en el famoso poema de León de Greiff, cuando dice que "en el alto de Otramina, pasando ya para el Cauca, me encontré con Toño Vélez en qué semejante rasca".

De esa misma estirpe era el maestro Fernando González, autor del bello libro Viaje a pie, donde cuenta sus aventuras de viaje acompañado del padre de Estanislao Zuleta a través de la cordillerra central, por donde llega a Manizales desde el norte cuando nuestra urbe estaba en plena reconstrucción tras los devastadores incendios y emergía la gigantesca catedral que entonces era para él un inmenso molar de cemento abierto en la cumbre.

Una hora antes de la salida al esenario, Manuel sacó una botella de Ron Antioqueño y empezó a servirme las mismas dosis que él bebía, de modo que al iniciarse el acto estaba prendidísimo y mucho más que él, veterano en esas lides. No sé lo que dije aquella tarde, pero sin duda los efectos del ron debieron sacar del fondo del alma de un escritor en formación los secretos más profundos. Vi por esos días en Medellín a otros dos grandes narradores amigos, Darío Ruiz Gómez y Fernando Vallejo, que son de la misma estirpe que Carrasquilla, González y Mejía Vallejo y con todos ellos compartí en la capital antioqueña horas inolvidables.

Otra vez volví a verme con Manuel en la Feria Internacional del libro de Guadalajara, que estaba dedicada a Colombia. Como era una feria aun naciente, cuando Manuel llegó a la capital de Jalisco no había habitación ni para él ni Fernando Cruz Kronfly, por lo que tuve que mover cielo y tierra con los mexicanos para solucionar el problema y evitar que durmieran ambos en los sofás del lobby del hotel. Fue una anécdota divertidísima. Después todos caminabamos felices por las soleadas calles de Guadalajara al calor del tequila y Manuel siempre estaba allí comandándonos  a todos con el aura marvillosa que aun tiene desde el más allá a cien años de su nacimiento.


  



EL ETERNO VERANO DE MARVEL MORENO

 Por Eduardo García Aguilar

Conocí a Marvel Moreno (1939-1995) gracias al hispanista francés Jacques Gilard, a quien vi por primera en un gran encuentro de literatura hispanoamericana en la Universidad de Toulouse donde estuvieron presentes Julio Cortázar, Augusto Roa Bastos, Juan José Saer, Flor Romero de Nohra, Alba Lucía Ángel, entre otros. En ese entonces estudiaba en la rebelde Universidad de Vincennes y nos invitaron a realizar una exposición del Centro de Información para América Latina que animábamos allí y a donde acudían muchos de los exiliados latinoamericanos. 

Con Jacques nos hicimos amigos porque encontré su billetera con papeles y dinero que él había perdido en el auditorio y lo busqué por toda la universidad sin conocerlo para entregársela. Me hizo una fiesta por ese gesto y empezó así una larga relación literaria. Él era un brillante y joven académico que estaba en ese entonces dedicado de lleno a la literatura colombiana, recopilando la obra periodística de Gabriel García Márquez y los escritos de Alvaro Cepeda Samudio y por supuesto era muy amigo de Marvel, la admiraba y ya sabía de su obra en marcha.

Yo era un muchacho y aunque ya había escrito y publicado en revistas y suplementos desde la adolescencia, hacía mis primeros intentos de escribir una novela larga y un día que él vino a París me la presentó al frente de su casa en la rue Croulebarbe y le pidió a ella que leyera mis textos y nos viéramos para hablar de literatura. Marvel también estaba enfrascada en la redacción de sus cuentos y novelas.
 
Después de ese primer encuentro Marvel me invitó a su casa para que charláramos. Ella no había publicado aun ningún libro, aunque sí cuentos en revistas. Gilard la admiraba mucho, pues había pasado temporadas en Barranquilla y se sentía barranquillero adoptivo, costeño esencial. Él fue el primero en percibir con claridad, antes de que ella publicara sus obras más importantes, Algo tan feo en la vida de una señora bien (1980) y En Diciembre llegaban las brisas (1987), la magnitud literaria y las posibilidades de Marvel.
 
El feminismo estaba entonces muy en boga en Francia a través del Movimiento de Liberación Femenina (MLF), a cuyas manifestaciones acudíamos los estudiantes con nuestras amigas o novias feministas. Esos años fueron importantes, pues en Francia se acababa de votar la autorización del aborto, promovida por la ministra Simone Veil, y el MLF era un movimiento muy activo al que éramos muy sensibles los estudiantes.
 
Cuando ella llegó a vivir a París y decidió quedarse la literatura feminista circulaba mucho entre los jóvenes, especialmente a través de la editorial Femmes, que publicó poco después en francés a Marvel Moreno. También circulaban traducciones de feministas norteamericanas como Betty Friedan, Kate Millet y Erica Jong. Ella estaba muy conectada con esa atmósfera de liberación feminista cultural y sexual generalizadas de los años 60 y 70, en tiempos posteriores a mayo del 68.  

El día muy soleado de mayo cuando la conocí hacía mucho calor y me impresionó su frescura y belleza. Era una mujer alta, moderna, con una larga cabellera y gestos de gacela, piernas largas. Llevaba jeans y una blusa blanca vaporosa. Tenía 39 años y había nacido en septiembre como yo, o sea que compartíamos el hecho de pertenecer al signo Virgo. Gilard estaba feliz, muy excitado esa tarde y bromeaba mucho con ella. Veo esa tarde espléndida en mi memoria como si hubiera sido ayer. Por los azares de la vida, he vivido todo este siglo XXI en la Place D'Italie, a unas cuadras de la rue Croulebarbe, veo su edificio desde mi apartamento y cada vez que paso por ahí me acuerdo de ella. 

Marvel le dio una estocada al mundo patriarcal de las élites de Barranquilla y lo plasmó para siempre sin miramientos. Un mundo de patriarcas vulgares y poderosos que pervive intacto en la actualidad. Después de ser la reina del Carnaval, y compartir con la Miss Universo Luz Marina Zuluaga, que asistió a su coronación, dejó atrás todo eso y se convirtió en un mito insumiso de la ciudad, la mujer que se rebela contra su destino, problemática, que cuenta todo, la mujer conflictiva que adopta la causa de las insumisas.

Fue una luchadora contra la dominación patriarcal en la Costa Atlántica, que también se extiende a los territorios interiores y capitalinos de Colombia, cuestionados por Helena Araújo en sus novelas Fiesta en Teusaquillo y Las cuitas de Carlota. Machismo y falocratismo que se extiende a todo el continente y al mundo y domina desde hace milenios. De hecho, su último libro salió gracias a que un movimiento de jóvenes estudiantes barranquilleras rebeldes cuestionaron con un performance durante una mesa redonda sobre Marvel la censura familiar y exigieron la publicación de El tiempo de las amazonas (2020), que es un libro muy subversivo aun para hoy.

Barranquilla siempre vivirá en su obra, la de una reina de belleza que estudia, lee y se rebela como una estrella de rock de los maravillosos años 60 y 70 y la cuestiona desde diversos ángulos con la fuerza de Susan Sontag, Angela Davis y Patti Smith. Su primera y más conocida novela En diciembre llegaban las brisas, publicada por Plaza y Janés, está marcada por el decidido carácter antipatriarcal de su obra, centrada en su ciudad natal y las tradiciones y taras sociales, culturales y de género que tuvo que padecer en aquel ambiente del que huyó para siempre y al que no volvió. Ella se atrevió a enfrentar ese mundo y alejarse de él en un barco que va sin retorno con las velas abiertas.