vendredi 4 décembre 2015

EL VUELO DE EDUARDO GARCÍA AGUILAR: ANIMAL SIN TIEMPO

Por Hernán Lavín Cerda
 ¿Quién es Eduardo García Aguilar? Ni él mismo lo sabe, por fortuna. Si lo supiera en su Colombia de los orígenes, en México o en Francia, la Francia de Voltaire, Charles Baudelaire y Arthur Rimbaud, donde respira y sueña desde hace ya varios años, dejaría de ser lo que es, lo que fue y lo que ha llegado a ser: un poeta, un taumaturgo, un aprendiz de brujo cuya escritura pertenece al reino de las visiones pulsionales y compulsivas, allí donde la monarquía plebeya y absoluta reside únicamente en el Arte de la Palabra que no se agota en la superficie o en el fondo del tiempo, porque ni el tiempo ni el fondo existen. Sólo es real la inquietud o más bien la perspicacia de esa palabra que investiga y va explorando en las profundidades del ser.

    Creo que García Aguilar pertenece a la estirpe volteriana: es un animal de rebeldía quijotesca. Se instala y se desinstala. Puede darse el lujo de ser extranjero hasta del tiempo en el que vive, pero no se exilia de sí mismo porque lleva su identidad a cuestas, y dicha identidad es la leche materna del lenguaje de Hispanoamérica. Errante y forastero que va y viene por este mundo tan equívoco, tan bello, tan cruel y tan esquivo, este poeta no habita en el espacio de la extranjería absoluta. Desde el milagro del idioma común, reconoce a sus abuelos, sus padres y sus hermanos. Instalado en las alturas de su departamento, muy cerca de la Place d’Italie, Eduardo aparece junto a la entrañable Maricruz: cuánta simpatía, amistad y grandeza humana. Lo mismo pienso de Oriana, sí, de Orianita, su hija, a la que vimos crecer en México, y que hoy es una muy buena estudiante en la Universidad de La Sorbonne. Nuestro querido poeta, novelista, ensayista y periodista, deambula por París como a través de los bulevares que cruzan la palma de su mano, esa mano del corazón. Y aquel París real e imaginario es también Manizales, arriba, en su Colombia natal, y sin duda es México.

    Desde la dimensión del estilo a lo largo de su escritura, alcanzo a percibir, al menos, tres huellas. La de su prosa de ficción, equilibrada pero asimismo exuberante, y muy expresiva. Dionisos palpita desde abajo, gradualmente, hasta tocar la orilla de una intensidad casi grotesca y perturbadora. Pienso en algunos pasajes de su novela Tequila Coxis, editada en el 2003. Es el mundo nocturno y amenazante de la ciudad de México, no muy lejos del centro histórico, allí donde todo puede suceder: el alcohol del delirio que va transfigurándose, paso a paso, en un orden sintáctico de índole expresionista. El color y el espíritu sinuoso del vino se mezclan con el espíritu y el color no menos sinuoso de la sangre. Entonces aparecen los cronistas vespertinos, más bien nocturnos, y aquellos personajes de dudosa condición moral que se protegen bajo la sombra indomable de sus guaruras. Escribo estas líneas mientras descubro en la bioquímica de la memoria esas imágenes grotescas de Otto Dix, aquel inolvidable artista plástico nacido en Untermhaus, cerca de Gera, en Turingia, a principios de diciembre de 1891.

    La segunda huella estilística es más mesurada, pero sin que desaparezcan la temperatura y el brillo. Basta con leer cuidadosamente su biografía Voltaire. El festín de la inteligencia (Panamericana Editorial, Bogotá, 2005). En “La estatua viviente”, primer capítulo del libro, Eduardo García Aguilar escribe: “A unos metros del río Sena, en una pequeña y añeja encrucijada que abre la calle del mismo nombre, junto a la Academia Francesa, se ve la estatua de cuerpo entero de Francois Marie Arouet, Voltaire, rodeada por diez semicírculos floridos, en un modesto jardín que pasa inadvertido al transeúnte. Voltaire se contempla allí esquelético, como siempre, con el brazo alargado y un libro asido en la mano, trajeado con una clámide griega, con peluca y pícaro rostro demacrado de eterno enfermo que duró ochenta y cuatro años, de 1694 a 1778. El propio Voltaire bromeaba sobre su escuálida contextura y reía ante la posibilidad de que el escultor Pigalle fuese a plasmarlo en la piedra, cuando ya no había carnes que esculpir. Según él mismo decía, sólo quedaba de él una patética piel resquebrajada que se adosaba a sus huesos adoloridos. Hasta el final, en su nutrida correspondencia, Voltaire jugueteó con sus males y se describía como un moribundo con un pie en la tierra y otro en el catafalco. Incluso se autocalificaba de momia”.

    La tercera huella escritural se hace visible en su poesía bajo el título de Animal sin tiempo, publicado recientemente por Editorial Praxis, ese refugio que mantiene contra viento y marea el poeta y profesor de la UNAM Carlos López, en medio de un ámbito donde a menudo se busca la venta rápida con cualquier tipo de libro. Sin desprenderse del todo de la estética romántico-modernista, García Aguilar escribe sus tercetos, cuartetos o sextetos de verso semilibre y acentuaciones muy sonoras. De pronto puede interrumpir la puntuación en beneficio de la presencia rítmica: es una escritura adjetival, asonántica a veces, y con un vigor aliterante. Un ejemplo del texto “Papeles del loco” es elocuente: “En la humedad de estaciones heladas de esquí/ o en la primaveral cristalinidad perlática del riachuelo/ fluyen estados de ánimo en superficies de flor y lodo/ y con palabras incrustadas en cuevas paulatinas/ se oye el sonido de las imprecaciones acuosas/ la goteante liturgia de la lluvia y su poema”. Un tono semejante se observa en “Máscaras”, que compone la tercera sección del volumen. Aquí el “crisol metafórico”, tal como se dice en el poema “Herrera y Reisig se arroja al Tequendama”, se extiende por todos los textos. Transcribo el segundo y tercero de los tercetos en alejandrinos: “Fantasmales pegasos en extrañas galaxias/ saludarán la eterna sinalefa poética/ y una palabra más convocará quimeras// La inquieta esfera sideral taciturna/ bajo efecto de alcohol ardiente como nieve/ te llevará al centrípeto crisol metafórico”.

    En otras composiciones, el tono es contemporáneo o posterior a la vanguardia. Aparecen textos reveladores y ya sin ataduras. La historia o microhistoria se desarrolla, anecdóticamente, a través de la sustancia del idioma, y el poema se encarna en esencia y existencia desde el fondo. He aquí algunas líneas en verso libre del texto “Regreso a Trocadéro con Boltansky”, sí, Christian Boltansky, ese artista de las instalaciones que vino al mundo en 1944, cuando aún no terminaba la Segunda Guerra Mundial. El poeta escribe: “Es 13 de septiembre de 1998/ 475 días antes del año 2000/ Trocadéro está nublado y frío esta tarde/ tras de la exposición/ ¿explosión?/ de Boltansky/ Escalofriantes fotos de adolescentes suizos/ muertos hace tiempo/ adosadas a puertas de sarcófagos uniformes de metal/ Camas cubiertas de sábanas blancas como sudarios/ bajo el neón de la anestesia/ lechos enfermos catres gélidos/ Ropas viejas con olor a tiempo ido/ a sudor fiebre muerte/ Objetos perdidos cascos sombrillas radios zapatos/ paraguas llaveros bacinicas carteras/ botas relojes bastones radios/ paquetes envueltos en celofán/ Cámaras fotográficas muñecas abrigos para niñas/ autos de juguete bolsas de dulces corazones perdidos/ vidas perdidas tiempo perdido/ Es domingo y en lo alto de la Torre Eiffel/ parpadea la gigantesca cuenta regresiva/ 475 días antes del año 2000”. Quisiera transcribir por completo el poema “Western Hotel”, que me parece, como varios a lo largo del volumen, de alta temperatura y digno de aparecer en alguna película de los hermanos Ethan y Joel Coen, pero me muerdo la lengua porque el tiempo es implacable.

    A pesar de la mordedura, aquí va el texto: “En cada cuarto sudores y alegrías lágrimas y hastío/ ¿Cuántos murieron allí poco a poco en noches de exilio/ esperando mensajes transatlánticos o nombramientos?/ Agitados tal vez por la huida después de un crimen/ o por el llanto del desamor con el cuerpo herido de abandono/ Uno a uno miles tomaron la llave y subieron por escalinatas/ sin oír el crujido de las maderas viejas y polvorientas/ hambrientos o hastiados de hamburguesas baratas/ mientras afuera en la calle Leavenworth zumbaba el viento/ Arriba ellos a través de cortinajes amarillentos/ con cigarrillo y dedos untados de nicotina/ miraron el techo cegados por la bujía o la desnuda coreana/ Recién llegados de un país lejano/ casi siempre de Oriente o Europa o Sudamérica/ o de alguna ciudad estadounidense con asesino múltiple/ tiraron sus cuerpos sobre colchones fríos/ como sudarios a la hora del amanecer y gritaron sin gritar/ al preguntar por la razón de este incesante viaje/ Ebrios o bajo el efecto de la yerba/ pulidos marchitos hastiados de amor o deseantes/ escucharon el rugir de la calle/ y el ágil taconeo de los atracadores/ En la esquina de los chinos alguien comió chop suey/ y pagó tres dólares cincuenta con monedas/ y más allá un negro vendió la última dosis/ Pero también en el 507/ dos alemanas bellas trenzaron sus cuerpos/ en el 403 Phil y Michael mordieron sus cuellos sin condones/ en el 201 la gorda suspiró por un camionero sucio/ en el 101 Gina y Luis celebraron la adolescencia marchita/ con tequila y sexo agitados lamiéndose sin percibir el hielo/ Raúl se vino solo y gimió en éxtasis hambriento/ El viejo solitario del 313 tosió y tosió hasta la muerte/ mientras Georges el dueño seducía en la recepción/ al efebo pirómano con palabras de huérfano griego/ Cada día distinto e igual con su ir y venir de maletas/ lavamanos goteantes duchas oxidadas sillas cojas/ Frank Sinatra cantaba desde algún radio viejo/ Humphrey Bogart y Lauren Bacall discutían/ desde la pantalla chica/ Cada noche en espera del nuevo aventurero/ o del estafador húngaro de 38 años con su blues a cuestas/ Desamados y amados y vueltos a amar y a desamar/ en tránsito hacia la nada desde la nada y por nada/ mientras sonaba la sirena de la ambulancia/ con un nuevo cadáver hacia la morgue/ o un pederasta recién acuchillado/ entraba a la patrulla en Castro Street/ Van Ness Leavenworth Market Mission Strawberry Hill/ Tenderloin luces intermitentes en rascacielos/ Bruma desde el Golden State y una luna gigantesca/ Todo al unísono en el delirio del drogadicto del 707/ una noche cualquiera de abril”.

    Escritura desde la médula, convulsa y fuertemente expresiva: cercana a la prosa de atmósfera. Se suspende la puntuación y cada vocablo se comunica con el anterior o el posterior a través del roce. Escritura de roce material, sí, de combustión cada vez más matérica. Sólo diré que vislumbro a Enrique Lihn allí adentro, con su libro A partir de Manhattan; pienso también en aquel tono de Roberto Bolaño que aparece en su volumen Los perros románticos, o aun descubro mi sombra en aquella serie “Visiones de Nueva York”, dentro de mi antología poética en verso y prosa Música de fin de siglo. Cuánta energía en “Western Hotel”. Sin duda que sus líneas no son caramelos envueltos en celofán. La temperatura es aquí muy distinta. Naufraga la visión grecolatinizante del equilibrio clásico, aunque Aristófanes me desmienta, parcialmente, y con razón y temperamento festivo y hasta sarcástico.

    “Ten cuidado y no te metas entre las patas de los caballos de Aristófanes”, me dijo alguna vez Nicanor Parra en su casa de La Reina, allá en Santiago de Chile, mientras se reía con su cara de monje taoísta o tal vez de loco. Saludo desde México al poeta, novelista y ensayista  Eduardo García Aguilar, y lo felicito por lo que imagina, escribe, siente y sueña. Nos veremos al menor descuido en aquel París de ayer y de siempre, con Nora del Carmen, ¿casi Nora de aquel fantasma de Joyce?, y Maricruz y Oriana y los amigos, y ese clavel todavía húmedo sobre la tumba de Julio Cortázar, nuestro Julio inolvidable, sin duda. D’accord?








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El vuelo de Eduardo García Aguilar: Animal sin tiempo.
Por Hernán Lavín Cerda




samedi 6 juin 2015

AGUDELO TENORIO Y SU VORÁGINE DE MAR




Por Eduardo García Aguilar
Uno de los autores más notables en estos momentos en Colombia es Felipe Agudelo Tenorio, quien se coloca en la atalaya del ejercicio narrativo frente a un abismo, golpeado por la ventisca, sin contemplaciones, lejos de quimeras de gloria y éxito en tiempos de velocidad mercantil y olvido. Escribe ficciones por el camino más arduo, al acercarse a la realidad contemporánea exigiendo de su palabra rastros, huellas de verdad y lucidez, savias extraídas luego de una larga y dolorosa maceración vital, como en su segunda novela, El vuelo negro del pelícano, publicada en excelente edición y con bella portada por Sílaba editores de Medellín, en 2015.
Autor de la novela Las raíces de los cielos, de varios libros de relatos, entre ellos Cosecha de verdugos y otros de poesía, el bogotano vivió durante varias décadas fuera de Colombia, en México, antes de regresar a su país, perturbado como siempre por un vendaval siniestro de muerte y asfixia, donde enfrenta, además del sanguinario contexto nacional, el fin de una época personal desde donde observa, ya decantadas, las temáticas de la existencia, el deseo, la carne, el vicio y la muerte.
El personaje y narrador central de su novela es el médico cincuentón Fabian Martel, quien, sobreviviente de todos los vendavales y desastres, opta por transcurrir como ave rara y solitaria en innombrables bares, habitáculos de lujo donde bailarines y bebedores, jóvenes hembras magníficas y musculados varones metrosexuales bailan, hablan y se divierten sin cesar porque “viven apabullados por el miedo” sabiéndolo y sin saberlo.
Martel, quien ha decidido por opción filosófica personal “no destruir”, a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos colombianos, está cubierto por una gruesa coraza de quelonio dentro de la cual conviven en turbulencia las más profundas fragilidades y vive su deriva en el bar, “destino central” del hombre, sitio fundamental donde desde el silencio hace un diagnóstico de la realidad, con tan buenos resultados “que cuando le pasan la cuenta no le gusta pensar que se está gastando su dinero sino que acaba de invertirlo”
En el bar decide vivir la realidad y la diseca y analiza viajando en el tiempo, convocando el fantasma de la misteriosa y ausente Alicia, y “como es un impostor muy curtido, nadie nota el fraude en sus maneras de avenirse a cualquier topografía y sumarse a la multitud, a pesar de que son mayúsculos los esfuerzos con que intenta no levantar sospechas de excesiva diferencia haciendo, como bien puede, la mejor imitación de si mismo”.
El bar de El vuelo negro del pelícano está “emplazado con costoso esmero comercial sobre el lomo de una pequeña colina que sirve de mirador hacia un viejo puerto caribeño, justo a orillas de una bahía tersa y parcialmene iluminada, desde cuyas terrazas es posible, si así lo desea, contemplar el cansino trajinar nocturno de los estibadores y las grúas sobre los barcos de carga, el zarpe hermético de buques de guerra (...) y la sedante navegación de los transatlánticos de lujo” que fluyen por el mar como incendios flotantes, dice Agudelo Tenorio haciendo uso de su pertinente voz poética.
Hay una mujer fundamental que se ha ido y cuya ausencia y cruel lucidez lo rondan, Alicia, pero aparece al instante en la pista una joven hembra magnífica, una morenaza de abundante cabellera, que miente tanto como él finge y danza solitaria lanzando al aire las feromonas del deseo. Se inicia entonces un intercambio entre seres a la deriva, la del maduro experto y la bella gacela venal, que le haría exclamar a Martel: “tu carne es la única porción de la realidad que me gusta”.
Como “la pájara tenía su sed” Martel la invita a beber y acepta ese intercambio nocturno entre silencios, pieles reunidas al azar que nunca se volverán a ver, en medio de un gentío de ebrios y desbocados que cumplen con la consigna nacional colombiana y tal vez mundial de que “bebemos para amansar el terror de abrazarnos y bailamos para no tener que matarnos todo el tiempo”. Siguen unas horas en que esos dos cuerpos salen a la noche y luego van al apartamento bajo la lluvia tropical y la historia se convierte en un ojo de huracán, maelström donde la metáfora de la vida de Martel se une a la de la existencia de los viejos pelícanos que dan nombre a la novela de Agudelo Tenorio, aves extrañas, pesadas, cómicas, sobrevivientes de la era de los dinosauros, criaturas tan longevas como los humanos, que envejecen y pierden la vista para morir perdidas e inermes tambaleándose ante la burla de los paseantes en las playas del mundo. 
La novela no solo es notable porque opta por el riesgo de contar la realidad vital del momento, lo que pasa en un rincón de este planeta en unas cuantas horas y con unidad de lugar y de tiempo bajo las estrellas y junto al mar, sino porque es breve, necesaria, está escrita con una prosa donde palabras y oraciones se encuentran bien instaladas en la estructura minuciosa de relojería del edificio narrativo y donde la carne, el deseo, la piel, se tejen, se entremezclan con ideas y reflexiones que el médico carga a lo largo de su periplo y terminan convirtiéndose en parte de su ser, como se lee en el último apartado epilogal de aforismos que nadan en la memoria del doctor Martel, viejo pelícano ciego que se ahoga en un mar que es ya una inmensa e inabarcable lágrima de verdad.
El vuelo negro del pelícano de Agudelo Tenorio ingresa al catálogo extraño de las novelas colombianas de la desesperación y la lucidez, a veces obras únicas de autor, anómalas, monólogos del viajero curtido en un instante de la vida de Colombia, tales como La Vorágine de José Eustasio Rivera, Cuatro años a bordo de mi mismo de Eduardo Zalamea Borda, Las llaves falsas de José Vélez Sáenz, o Un bel morir de Alvaro Mutis. Libros raros, breves, únicos, dolorosos e irrepetibles.