Por Eduardo García Aguilar
Después
de leer las 379 páginas de El cuervo blanco, de Fernando Vallejo,
peculiar biografia personal del filólogo Rufino J. Cuervo, sentí una
terrible sensación de asfixia, porque de ese volumen emanan las polillas
y el olor mortecino de la colombia decimonónica, ultramontana y
oligárquica que ha vivido y vive a espaldas del país real, en el limbo
de un eterno Concilio de Trento.
En
este libro, Vallejo se convierte en el amanuense de la vida de un
neurasténico oligarca colombiano, al revisar y cotejar decenas de miles
de documentos conservados en diversas instituciones, como cartas suyas y
de corresponsales, tarjetas postales, libros, documentos notariales,
artículos, referencias públicas y privadas, objetos y hasta la voz del
muerto grabada en gramófono.
El
autor realiza un organigrama catastral de esa cantidad extraordinaria
de materiales guardados en Bogotá desde hace un siglo y hace una
relación minuciosa de las palabras del gramático, cuya existencia en
París, viviendo de las rentas, transcurrió llena de achaques al lado de
su hermano Angel y tras la muerte de éste, en compañía de una criada
solterona, originaria de la Francia profunda.
Había
leído hace tiempo el diario de viaje de su hermano Angel Cuervo, donde
se relata el periplo filial por casi cien ciudades y pueblos europeos,
cuando los ya millonarios cerveceros bogotanos buscaban establecer
relaciones comerciales y nuevas técnicas para sus productos, a lo que se
unía la visita de personajes, munumentos, museos, restaurantes, hoteles
e iglesias, abundantes desde el occidente europeo hasta la remota
Estambul.
Los
Cuervo, como los Silva, Marroquín, Holguín, Samper, Pombo, Caro, López,
Urdaneta, Borda, Lleras y otras familias de la sabana de Bogotá, hacían
parte de un reducido club endogámico de notables hacendados que han
dominado a Colombia a través de los siglos, y acaparado todas las
posiciones, mientras al otro lado se hundía el país profundo en la
miseria, la enfermedad y el olvido, las poblaciones de origen indígena y
africano en las orillas inhóspitas de ríos y océanos y los jornaleros
mestizos en valles y cordilleras.
La
historia oficial de Colombia, en boga hasta que por fortuna se dio un
gran revolcón académico en la historiografía a partir de los años
sesenta del siglo pasado, se redujo a la hagiografía de unas cuantas
familias de alcurnia bogotana y personajes míticos pertenecientes a las
mismas que nos impusieron en la escuela como los clásicos de la
literatura, la poesía y el pensamiento nacionales y cuyos nombres y
apellidos acaparan plazas, instituciones, claustros y avenidas.
Es
la historia de unos cuantos privilegiados ricos que iban y venían a
París y Londres, unos a expensas de su capital, como los Cuervo, y otros
del erario público, a través de los principales cargos diplomáticos que
se repartían y se reparten todavía entre ellos.
Al
leer esta relación de cartas, se revela el nepotismo colombiano, donde
unas cuantas familias se sucedían y se suceden en la presidencia y se
unen entre ellas, en un entramado de corrupción y riquezas mal habidas,
en medio de guerras y exterminios realizados por sus sicarios, como la
Guerra de los Mil Días y otras de antes y después.
Esos
héroes culturales, muy católicos, caritativos y castos que nos impuso
la oligarquía bogotana al resto de habitantes del país como infalibles
deidades culturales, han sido siempre mostrados como ángeles, santos,
imágenes devotas que como Cuervo, Silva, Caro, Holguín, Pombo el
plagiario y Samper están más allá del bien y del mal, cuando muchos de
ellos no fueron más que miembros de familias pícaras e impunes, que
coaligadas con el poder eclesiástico, impusieron en Colombia el más
atroz Apartheid.
Tal
vez sin quererlo, o tal vez queriéndolo, el autor hace un retrato a
veces un poco caótico de ese mundo ido e infame, a través de la historia
de un neurasténico rentista que pasó su vida tratando de reunir todas
las voces del idioma español, castizo, de pura estirpe, para imponerle
un cinturón de castidad eterno que por fortuna fue destrozado por la
fuerza de la imfame turba colombiana y rematado por Gabriel García
Márquez
A
través de los papeles de Cuervo, que el autor santifica, vemos esa
atroz Colombia endogámica de personajes rentistas que rezan todo el día
mientras en sus fincas se esclaviza y se mata, y cuya riqueza y poder
autocrático todos dan por sentados por gracia divina y nadie cuestiona,
así como la supuesta inteligencia y brillantez, heredada de generación
en generación.
Pero
lo más terrorífico de esta historia que emana del escaparate de
bisabuela de Cuervo, es que el poder de esos cuantos oligarcas
latinistas y gramáticos bogotanos decimonónicos pretendió también
basarse en el cabestreo del idioma catellano, castizo, ultrahispánico,
ultramontano e impoluto, que todos deberíamos según ellos conservar,
pero que está mandado a recoger, porque ya se lo comió la manigua de la
imfame turba latinoamericana con su polifacética lengua demoniaca y
calibanesca.
Por Eduardo García Aguilar
Jaime Mejía Duque (1933-209) fue la
primera persona que busqué en
Bogotá cuando llegué allí a los
18 años para iniciar mis
estudios en la Universidad
Nacional de Colombia. De
inmediato me recibió en su
oficina del Ministerio del
Trabajo donde trabajaba como
jurista y después de largas
conversaciones en los cafés de
la séptima y visitas a librerías
emblemáticas del centro, me
abrió las puertas para publicar
en Lecturas Dominicales de El
Tiempo, dirigido por Enrique
Santos Calderón, entonces su
amigo entusiasta y generoso
joven de izquierda.
En su órbita se discutía con
pasión sobre literatura
latinoamericana y colombiana y
se buscaba analizar las
tendencias de las letras
continentales en tiempos de auge
del irrepetible boom de la
novela latinoamericana, cuando
autores extraordinarios como
Alejo Carpentier, Miguel Angel
Asturias, Guillermo Cabrera
Infante, Augusto Roa Bastos,
Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Juan
Carlos Onetti, José María
Arguedas, Julio Cortázar, José
Donoso, Gabriel García Márquez y
Mario Vargas Llosa irrumpían a
nivel mundial, pues nuestro
continente estaba de moda en el
mundo por las ilusiones que
suscitaba su probable camino
hacia la revolución encabezada
por el mito crístico del Che
Guevara.
Después de las presentaciones de
libros, conferencias o entregas
de premios literarios
universitarios, recalábamos
todos en grupo en algún bar
restaurante cercano a la carrera
séptima, como ocurrió aquella
vez en que llegó a Colombia el
joven narrador Oscar Collazos,
entonces la estrella máxima de
las letras jóvenes continentales
tras su conocida polémica con
Julio Cortázar y Vargas Llosa,
publicada por Siglo XXI
editores. Mejía Duque encabezaba
la mesa y la literatura era
nuestro reino. Alto, cejón,
cegatón, manco, pero de una
elegancia de cachaco impecable,
con la otra mano alzaba la
cerveza entre la humareda del
antro y reía sin perder la
compostura. El país no imaginaba
entonces hasta dónde llegaría en
materia de horrores y sorpresas
sangrientas. Aún
caminaban por ahí León de Greiff
y Aurelio Arturo y el fantasma
de Baldomero Sanín Cano todavía
estaba fresco.
Aquel momento de euforia
colectiva no volverá a
repetirse: la literatura
latinoamericana era de una
variedad asombrosa y había lugar
allí para todo tipo de
expresiones en el campo de la
ficción, fueran ellas borgianas,
barrocas, costumbristas,
neorrealistas, experimentales,
mágicas, agrarias, urbanas,
eruditas, absurdas, crípticas,
comprometidas, procaces o
macarrónicas. La poesía,
encabezada por la maestría
viviente del gran Pablo Neruda,
irrigaba toda la geografía
continental hundiendo sus raíces
en el modernismo y estirando sus
brazos y manos abiertas a todo
tipo de experimentaciones, a
través de las vanguardias. Y al
lado de esa pléyade de autores y
multitud de obras notables
escritas y publicadas entre los
años 50 y 70, vibraba con
derecho propio el ejercicio del
ensayo y la crítica con nombres
inolvidables como Emir Rodríguez
Monegal, José Miguel Oviedo,
Fernando Ainsa, Angel Rama y Jaime Mejía Duque, Hernando
Valencia Goelkel, Oscar
Collazos, Isaías Peña Gutiérrez
y Juan Gustavo Cobo Borda, entre
los colombianos.
Desde todos los países surgían
obras que circulaban frescas
entre las diversas capitales y a
diferencia de esta primera
década del siglo, dominada por
productos editoriales
desechables de consumo
inmediato, se trataba de obras
monumentales devoradas en
colegios y universidades por una
generación enfebrecida por los
campos magnéticos de la historia
en movimiento. Mejía Duque era
una antena de esa inquietud en
la Bogotá de los años 70 y en
torno suyo jóvenes y
contemporáneos intercambiábamos
libros y discutíamos sin cesar
sobre el fenómeno en curso.
Después de cuatro décadas de
reino ininterrumpido de Gabriel
García Márquez, autor aclamado
unánimente por toda la crítica y
la prensa literaria mundiales,
es difícil entender para quienes
no vivieron esos momentos lo que
significó ser testigos de la
verdadera declaración de
independencia cultural y
artística de América Latina.
Ahora es algo ya admitido, pues
pasada la efervescencia
revolucionaria de aquellos años,
los logros culturales se
solidificaron en las
mentalidades, pero entonces,
cuando el continente luchaba por
desatarse de las garras del
cruel imperio norteameriano,
cómplice y autor de los más
grandes crímenes para apuntalar
a dictadores locales, esos
acontecimientos históricos
irreversibles suscitaban una
agitación intelectual poco vista
en universidades, cafés y
librerías. Desde la adolescencia
tratábamos de desentrañar los
aracanos de la historia,
estudiando a la luz de los
grandes pensadores del momento
los procesos históricos de la
humanidad y la aventura del
pensamiento.
En esos tiempos de inquietud
política latinoamericana marcada
por los asedios de la
ultraderecha y las dictaduras,
las acciones imperiales
violentas de Estados Unidos y el
auge opositor de las ideas
marxistas agenciadas por la
Unión Soviética, China y Cuba,
Mejía Duque era un « intelectual
orgánico » que analizaba las
tendencias de la cultura
latinoamericana del momento,
rebelde, leal a la causa de la
revolución, pero nada ingenuo
ante las fisuras y vicios del
bando insurgente y los problemas
detrás del Muro de Berlín. Este
abogado erudito y riguroso
pertenecía a una generación
estudiada en las universidades
de Rusia, Alemania del Este y
otros países de la órbita
soviética situados tras la
cortina de hierro en plena
guerra fría, y que durante su
estadía en esos países accedió a
otras lenguas y culturas que
llegaron a conocer y traducir
ampliamente, como es el caso del
excelente poeta Eduardo Gómez o
del fallecido Henry Luque
Muñoz, entre otros muchos
intelectuales colombianos de
izquierda.
Cuando pronto viajé en 1974 a
continuar mis estudios en la
Universidad de París me llevé en
la valija sus obras, entre ellas La narrativa y el neocoloniaje en América Latina (Bogotá, La Oveja Negra, 1972), y más tarde
propicié la edición en francés
por parte del Centro de
Información de América Latina (CIAL)
de El otoño del patriarca y la
crisis de la desmesura, donde
Mejía Duque ejercía su crítica
ante la nueva obra de GGM
posterior a Cien años de
soledad, con valentía meritoria,
cuando cuestionar al futuro
Nobel era un pecado de lesa
majestad.
Sus libros Literatura y
realidad, Mito y realidad en
Gabriel García Márquez, así como sus
exploraciones sobre las
vanguardias latinoamericanas y
sus textos sobre Jorge Isaacs,
Tomás Carrasquilla y otros
autores colombianos merecen una
nueva relectura situada en el
contexto en que fueron escritos.
Mejía Duque está posicionado
para siempre al lado de los
otros grandes críticos
latinoamericanos contemporáneos
del boom. Él y los hombres de
izquierda de su generación
fueron seres honrados que amaron
a su país y por eso murieron
olvidados en vida: en estos
tiempos de bandidos y mafias
tenebrosas aferradas en el poder
para robar y matar, ellos son
ejemplo significativo para
nuestro país a la deriva.
---
* Obras de Jaime Mejía Duque: Literatura y realidad; Mito y
realidad de Gabriel García Márquez; La Vorágine o la ruta de la muerte;
Narrativa y neocolonialismo en América Latina; El otoño del patriarca o
la crisis de la desmesura; Isaacs y María; El hombre y su
novela; La narrativa de Manuel Cofiño López; Bernardo
Arias Trujillo: el drama del talento cautivo; Tomás Carrasquilla; El
nuevo Diógenes y otros poemas; Los pasos perdidos de Francisco el
Hombre; Evocación de Azorín; y la novela La noche de Bareño.