Por Eduardo García Aguilar
Cortázar, Wole Soyinka, Toni Morrison y André Gide, entre otros muchos.
La
primera vez que vi Julio en la fuente de Saint Michel miraba desde las alturas
de su estatura africana con ojo de águila, mientras una sílfide alemana nos
seguía hacia la rue de Canettes a tomar un vino en el bar Chez George. Michel
Foucault había dado su curso aquella mañana en el Colegio de Francia. Todo era
tan reciente entonces que de las atarjeas lluviosas caían huevos prehistóricos
enormes y alargados como conciertos de jazz de Chet Baker.
Julio
Cortázar seguía creciendo día a día, cada vez más joven en el bistró de la
esquina de la rue Jacob, así como lo vi en Toulouse, sentado junto a la
novelista colombiana Alba Lucía Angel. Cortázar tenía la cara surcada de
arrugas profundas, pero desde lejos parecía un muchacho alto y enamorado como
ahora parecía Olaciregui mientras cruzaba la place Saint Sulpice hablándome de
que Santiago Mutis Durán le iba a publicar en Colcutura su primer libro, Vestido de Bestia.
Vestido de Bestia es
un libro de historias parisinas donde siempre aparece el personaje africano
Café Café con sus escobas en la mañana, junto al recién inaugurado Centro
Pompidou. De su imaginación han salido hasta ahora los libros Vestido de Bestia (1978), Los domingos de Charito (1986), Trapos al sol (1991) y la obra río Dionea (2007), donde siempre están
presentes las calles de París y de Barranquilla, sus dos ciudades imbricadas en
un carnaval literario. Y eso sin contar la vasta obra inédita que está saliendo
poco a poco.
En Los domingos de
Charito, ganadora de la beca Proartes y publicada por Planeta en Colombia,
Olaciregui nos hace visitar con maestría narrativa el mundo de las clases
bajas de Barranquilla, donde los personajes aman, viven, luchan por la vida en
espacios entrañables. Taxistas, empleados de imprentas, secretarias,
sirvientas, policías, ingresan a tiendas, panaderías, gasolinerías, iglesias y
caminan por avenidas untadas de aceite o cubiertas de polvo que aparecen
descritas con notable exactitud poética. La luz de la gasolinería o el aviso luminoso de una
lonchería tienen la carga lírica de la realidad e incluso la musa, la Dulcinea
de la novela, es mueca y trata de ocultar su fealdad al pretendiente teatrero
con la ternura íntima de la verdad.
La rebelión de Olaciregui va más allá, pues en esta
novela y en su siguiente obra Trapos al
sol incluye reflexiones sobre el acto de escribir y nos muestra que la
realidad creída es artificio de un estudiante de letras de la Sorbona. Aunque
es un maestro del realismo, Olaciregui lo sabotea, tal y como lo sabotean
quienes reflexionaban sobre el arte de escribir y la creación en tiempos de
Borges, Barthes y Derrida, en tiempos de eso que ahora llamamos con
desconfianza, el postmodernismo.
En Dionea, la obra
río publicada en 2007, Olaciregui lleva su insurrección hasta sus últimas
consecuencias, al crear una novela que hunde sus raíces en la mitología griega.
Grecia y Barranquilla hablan y se contrapuntean en la novela a través de las
revelaciones de Dionea y las reflexiones del profesor francés Dindon, quien
descubre en ese mundo una visión greco-moniconga de las cosas, respuesta al
barroquismo colonial cartagenero.
Debo decir que desde ese primer
encuentro en la fuente Saint Michel en París, Julio Olaciregui ha seguido
ejerciendo la literatura como es de verdad: una forma de vivir y respirar.
Porque la literatura y las artes en general son para él una forma de vida, una
manera de ser amigo, padre, hijo, hermano, escritor, actor, criatura viviente
en el planeta tierra, que es « azul como una naranja ». Y más allá,
esa literatura que vive, ejerce y medica como brujo y chamán, es para él una
forma de explorar, abrir caminos distintos, rebelarse, experimentar, molestar,
reír, danzar, jugar con la máscara, seducir y derretir estatuas.
Todo comenzó en Barranquilla, donde nació y creció al calor del Carnaval y la explosión artística de un grupo de maestros mayores compuesto Alvaro Cepeda Samudio, Alejando Obregón y Gabriel García Márquez, entre otros. La misma Barranquilla del boxeador Kid Pambelé y del cartagenero Joe Arroyo, compañero de generación y delirio, la urbe tropical de los famosos carnavales que él lleva siempre adentro con sus máscaras y su alegre deseo de tomarle el pelo al destino y « mamarle gallo » a la solemnidad y a la propia literatura.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 18 de abril de 2021.