Después de leer las 379 páginas de El cuervo blanco, de Fernando Vallejo, peculiar biografia personal del filólogo Rufino J. Cuervo, sentí una terrible sensación de asfixia, porque de ese volumen emanan las polillas y el olor mortecino de la colombia decimonónica, ultramontana y oligárquica que ha vivido y vive a espaldas del país real, en el limbo de un eterno Concilio de Trento.
En este libro, Vallejo se convierte en el amanuense de la vida de un neurasténico oligarca colombiano, al revisar y cotejar decenas de miles de documentos conservados en diversas instituciones, como cartas suyas y de corresponsales, tarjetas postales, libros, documentos notariales, artículos, referencias públicas y privadas, objetos y hasta la voz del muerto grabada en gramófono.
El autor realiza un organigrama catastral de esa cantidad extraordinaria de materiales guardados en Bogotá desde hace un siglo y hace una relación minuciosa de las palabras del gramático, cuya existencia en París, viviendo de las rentas, transcurrió llena de achaques al lado de su hermano Angel y tras la muerte de éste, en compañía de una criada solterona, originaria de la Francia profunda.
Había leído hace tiempo el diario de viaje de su hermano Angel Cuervo, donde se relata el periplo filial por casi cien ciudades y pueblos europeos, cuando los ya millonarios cerveceros bogotanos buscaban establecer relaciones comerciales y nuevas técnicas para sus productos, a lo que se unía la visita de personajes, munumentos, museos, restaurantes, hoteles e iglesias, abundantes desde el occidente europeo hasta la remota Estambul.
Los Cuervo, como los Silva, Marroquín, Holguín, Samper, Pombo, Caro, López, Urdaneta, Borda, Lleras y otras familias de la sabana de Bogotá, hacían parte de un reducido club endogámico de notables hacendados que han dominado a Colombia a través de los siglos, y acaparado todas las posiciones, mientras al otro lado se hundía el país profundo en la miseria, la enfermedad y el olvido, las poblaciones de origen indígena y africano en las orillas inhóspitas de ríos y océanos y los jornaleros mestizos en valles y cordilleras.
La historia oficial de Colombia, en boga hasta que por fortuna se dio un gran revolcón académico en la historiografía a partir de los años sesenta del siglo pasado, se redujo a la hagiografía de unas cuantas familias de alcurnia bogotana y personajes míticos pertenecientes a las mismas que nos impusieron en la escuela como los clásicos de la literatura, la poesía y el pensamiento nacionales y cuyos nombres y apellidos acaparan plazas, instituciones, claustros y avenidas.
Es la historia de unos cuantos privilegiados ricos que iban y venían a París y Londres, unos a expensas de su capital, como los Cuervo, y otros del erario público, a través de los principales cargos diplomáticos que se repartían y se reparten todavía entre ellos.
Al leer esta relación de cartas, se revela el nepotismo colombiano, donde unas cuantas familias se sucedían y se suceden en la presidencia y se unen entre ellas, en un entramado de corrupción y riquezas mal habidas, en medio de guerras y exterminios realizados por sus sicarios, como la Guerra de los Mil Días y otras de antes y después.
Esos héroes culturales, muy católicos, caritativos y castos que nos impuso la oligarquía bogotana al resto de habitantes del país como infalibles deidades culturales, han sido siempre mostrados como ángeles, santos, imágenes devotas que como Cuervo, Silva, Caro, Holguín, Pombo el plagiario y Samper están más allá del bien y del mal, cuando muchos de ellos no fueron más que miembros de familias pícaras e impunes, que coaligadas con el poder eclesiástico, impusieron en Colombia el más atroz Apartheid.
Tal vez sin quererlo, o tal vez queriéndolo, el autor hace un retrato a veces un poco caótico de ese mundo ido e infame, a través de la historia de un neurasténico rentista que pasó su vida tratando de reunir todas las voces del idioma español, castizo, de pura estirpe, para imponerle un cinturón de castidad eterno que por fortuna fue destrozado por la fuerza de la imfame turba colombiana y rematado por Gabriel García Márquez
A través de los papeles de Cuervo, que el autor santifica, vemos esa atroz Colombia endogámica de personajes rentistas que rezan todo el día mientras en sus fincas se esclaviza y se mata, y cuya riqueza y poder autocrático todos dan por sentados por gracia divina y nadie cuestiona, así como la supuesta inteligencia y brillantez, heredada de generación en generación.
Pero lo más terrorífico de esta historia que emana del escaparate de bisabuela de Cuervo, es que el poder de esos cuantos oligarcas latinistas y gramáticos bogotanos decimonónicos pretendió también basarse en el cabestreo del idioma catellano, castizo, ultrahispánico, ultramontano e impoluto, que todos deberíamos según ellos conservar, pero que está mandado a recoger, porque ya se lo comió la manigua de la imfame turba latinoamericana con su polifacética lengua demoniaca y calibanesca.