Este 7 de agosto se cumplieron cien años del
natalicio de Otto Morales Benítez (1920-2015), una de las grandes
figuras del liberalismo colombiano en el siglo XX, quien además de
ejercer varios cargos gubernamentales y participar en negociaciones de
paz en Colombia, dejó una prolífica obra escrita y una leyenda como
persona infatigable, enérgica, jovial y amigable, cualidades que
conservó hasta el final durante su larguísima vida. Tenía la talla y las
cualidades necesarias para haber sido un gran presidente de Colombia,
pero como es bien sabido en nuestro país, no son por lo regular los
mejores ni los más generosos quienes llegan al solio de Bolívar.
Alguna noche lo vi bromeando en la casa de Poesía
Silva sobre su destino presidencial con otro candidato humanista, Carlos
Gaviria, lo que mostraba que nunca tuvo la más mínima frustración al
respecto, sino que por el contrario podía reír a carcajada batiente
sobre la aventura de aspirar y fracasar en el intento en este extraño
país que vive desde siempre su historia como si viajara en una peligrosa
y terrorífica montaña rusa. Al llegar esa noche a la Casa Silva parecía
que todo se iluminaba de repente y el frío y la humedad bogotanas que
reinaban en la vieja residencia del poeta modernista, poblada de
líquenes y musgos, parecían dar paso a una intrincada y colorida jungla
surgida de las entrañas del realismo mágico. Siempre se hacía un
corrillo a su alrededor y todos se contagiaban de su alegría y
vitalidad.
Con su sombrero Stetson negro, el bastón, el traje,
la corbata y el chaleco impecables, Morales Benítez era una figura
fascinante de otra época de Colombia cuando la política era en su
mayoría ejercida por humanistas, pensadores y lectores, que aunque
pertenecieran a los partidos enemigos o se situaran en los extremos
ideológicos, tenían en común un jardín secreto que estaba poblado por la
literatura, el pensamiento y la historia. Muchos políticos de su
tiempo, como Alberto Lleras, Belisario Betancur o Alfonso López
Michelsen, entre otros muchos, ejercieron la escritura en diversos
géneros y cuando los dos grandes partidos del país eran sólidos y tenían
ideas y no solo componendas, ellos sabían elaborar idearios.
Nacido en Riosucio en el seno de una familia
acomodada, siempre fue fiel a esos recuerdos de los ajetreos comerciales
de la casa nativa y al trabajo infatigable de su padre para mantener la
prosperidad de sus negocios. Tenía cierto parecido con Jorge Eliécer
Gatitán, ese gran líder liberal asesinado, pues en la sangre y los
rostros de ambos corría la energía del mestizaje colombiano fraguado por
siglos de trabajo en las montañas y cuencas del país. Por eso él
siempre fue leal al pueblo, a los campesinos, a los indígenas y a los
afrodescendientes marginados que con su sudor contribuyeron a crear la
riqueza del país y han estado tan presentes en su tierra natal, donde se
celebra el muy famoso carnaval del Diablo.
Tras estudiar en Popayán y Medellín como era de
rigor en esos tiempos y graduarse de abogado, Morales Benítez se
convirtió en un joven líder regional del partido, reconocido por sus
talentos oratorios y don de gentes. Como mi padre
también perteneció a ese partido, en su ala más progresista, y compartió
con esa generación mucha aventuras en aquellos difíciles tiempos de la
historia del país, desde muy temprano tuve conocimiento de su existencia
porque en la biblioteca de la casa había dos libros suyos que leí y me
marcaron cuando estaba en cuarto de bachillerato. Se trata de Testimonio
de un pueblo (1951) y Revolución y Caudillos (1962) que devoré entonces
disfrutando la prosa vital de ese escritor a quien mucho tiempo después
tendría la fortuna de conocer y frecuentar cada vez que regresaba a
Colombia desde México o Francia. En el primero descubrí las raíces
profundas de la región donde nací y en el otro sentí vibrar la acción de
los rebeldes que en Colombia lucharon contra las injusticias, el
racismo, el clasismo, la esclavitud y la marginación y murieron por
ello.
Morales Benítez tenía su oficina en un alto piso del
famoso edificio Colpatria, diagonal al Hotel Tequendama, donde recibía
todo el día en romería a muchas personas que acudían a él desde lo más
profundo del país y sin duda en especial de su tierra natal. Algunas
veces me quedé con él hasta tarde en la noche y salíamos juntos
caminando hasta el Hotel Tequendama, donde tomaba el taxi y me ofrecía
llevarme hasta las Torres del Parque donde me hospedaba, para luego
enrumbarse hasta su residencia situada en el norte. En el taxi seguía su
inagotable y nutritiva conversación.
Lo que más impresionaba de hablar con él era
comprobar su lucidez, el entusiasmo y la energía que conservaba a tan
alta edad y su deseo de hablar con los jóvenes y compartir sus sueños.
Ese deseo de comerse la vida y el tiempo y vivirlo a pasos agigantados
me hacía pensar en nuestros viejos robles, ancestros que despejaron los
baldíos contra viento y marea y fundaron pueblos y ciudades que surgían
en terrenos cubiertos hasta hace poco por la jungla templada. Esas
montañas guardaban en su seno el brillo del oro de los indígenas
exterminados por los conquistadores, colonizadores españoles y los
criollos que los sucedieron, y cuya se presencia se veía en los fuegos
fatuos que salían de sus tumbas llenas de joyas, imágenes y vasijas.
Su generosidad con los nuevos no tenía límites y me
impresionó con el regalo de un largo ensayo sobre mi novela El viaje
triunfal, que aun hoy me sorprende y que incluyó en Las líneas
culturales del gran Caldas. Su primer libro fue un estudio sobre la
fundación de Manizales y la gesta de la colonización de nuestras
montañas. A falta de historia por lo reciente que era todo en Caldas, él
trató de cimentar en su juventud esos hechos dándoles proyección hacia
el futuro. Hasta el final de sus días seguía entonces empeñado en
construir la historia de la tierra nativa, por lo que se interesó por lo
que escribíamos los nuevos.
Con Testimonio de un pueblo descubrí adolescente la
gesta de los fundadores de Manizales y las bases de esa gran expedición
llena de pleitos agrarios. Ahora que lo evoco caminando a su lado esa
noche bogotana, no puedo menos que agradecerle su generosidad y esperar
que volvamos a leer algunos de sus libros, especialmente los escritos en
esa primera impetuosa juventud. Otto Morales pertenece a una generacion
de humanistas colombianos inolvidables, entre los cuales figuran Alvaro
Mutis, Fernando Charry Lara, Manuel Zapata Olivella, Héctor Rojas
Herazo y muchos otros nacidos en los años 20 del siglo pasado. Todos
ellos se caracterizaron por no crear distancias con los jóvenes e ir
hacia ellos para leerlos e impulsarlos. Figuras como Otto Morales
Benítez y los humanistas de su tiempo son los verdaderos pilares
necesarios de la cultura colombiana. Gracias a esos pilares la casa no
se derrumba del todo. En este repugnante caos actual, cuando
desfallezcamos, invoquemos a Otto Morales Benítez y a esos pilares e
inspirémonos en ellos.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 9 de agosto de 2020.