Por Héctor Abad Faciolince
Aunque las profecías no formen parte del ejercicio crítico, puede afirmarse que algunas novelas inmaduras, verdes, contienen la promesa de una futura, posible madurez. Hay primeras obras que hacen presagiar una carrera que será trunca en el mejor de los casos e inútil en la mayoría de ellos. Otras, en cambio, como Tierra de leones, poseen el germen de lo que puede llegar a ser un trabajo literario importante, válido. En todo caso conviene dejarse de presagios, ocuparse de la obra presente y ejercer la función fundamental de la crítica, que consiste en entablar un diálogo a varias voces: con el texto concreto, con su autor, y con los lectores (posibles o efectivos) de ese texto.
El primero de estos diálogos, con la obra misma, es el único explícito y el que siempre debería ser el fundamental. Si la crítica literaria se limita a dialogar con el autor, se degrada hasta convertirse en caricia (elogio personal) o el insulto (polémica personalizada). Si privilegia el diálogo con los demás lectores, generalmente para instarlos a consumir o a evitar, el ejercicio crítico degenera en simple publicidad. Sólo el diálogo con el texto asegura un discurrir implícito con el autor de la obra analizada y con los lectores de la misma. Trataré de abrirlo.
El título y la segunda palabra de la primera novela publicada por
Eduardo García Aguilar, contienen ya dos alusiones literarias. Quiero decir que
el nombre del libro (Tierra de leones) y el nombre del protagonista (Leonardo
Quijano) nos hacen caer de inmediato en una red de llamadas, de pequeños guiños
o parodias intertextuales. Tierra de leones es el conocido epíteto que Rubén
Darío nos dedicó en un soneto de circunstancias:
"Colombia es una tierra de leones;
el esplendor del cielo es su oriflama;
tiene un trueno perenne: el Tequendama,
y un Olimpo divino..."
El apellido del protagonista, Quijano, debe ponerse en relación, naturalmente, con uno de los nombres del hidalgo de la Mancha. Es apreciable, divertido, que el entramado de una obra de ficción adquiera coherencia mediante los nexos que establece con otras creaciones literarias. Este juego con otras obras indica que hay oficio, cierta madurez en el escritor que intenta indicar el parentesco genérico de su novela.
Pero, como decía al principio, al lado de los toques de madurez también hay aspectos verdes en esta novela de García Aguilar. Para seguir en el ámbito de las alusiones (literarias o de cualquier tipo), cuando éstas se hacen es preferible que el lector —por ignorante, por distraído— no las perciba, a que el escritor trate de subrayarlas, de señalarlas repetidamente. Por temor a que no lo entiendan, el escritor inmaduro trata como tontos (y, por lo tanto, ofende) a sus lectores. Hay que convencerse: el lector no es un tullido mental al que hay que darle mascada y digerida la materia del libro. La costumbre de aclarar las alusiones, en este sentido, se acerca mucho al deplorable vicio de explicar los chistes.
Se pretende aclarar una alusión no solamente explicándola directamente, sino también repitiéndola, haciéndola exhaustiva, insistiendo demasiado en ella. Y una alusión aclarada se desvirtúa, deja de ser una alusión y hace que se pierda la fuerza subterránea que pueda tener la narración. Por lo tanto, si además de bautizar a un personaje con el nombre de Leonardo Quijano (dato que le basta a cualquier lector atento para establecer los nexos caracteriales insinuados) se insiste una y otra vez en la mención del nombre de pila de don Quijote, el efecto inicial de clave, de alusión, se dispersa para convertirse en mero artificio superficial.
Aunque García Aguilar no cae siempre en este tipo de explicaciones excesivas (no lo hace, por ejemplo, con el título o con algunas citas de Valencia), cuando cae lo hace en momentos particularmente importantes de su libro. Es el caso, entre otros, de la historia de la profanación —mediante coito en el templo— que cometen la ninfa y el protagonista. Hay descripciones acertadas, motivaciones ocultas del acto, que están bien insinuadas. Pero luego el narrador se cree en la obligación de explicar, de etiquetar este amor en la catedral. No se contiene ni se contenta con dejar solos a los hechos para que el lector los entienda e interprete a partir de su exquisita crudeza. No, como los lectores somos bobos, nos tiene que decir que eso es sacrílego, irreverente, inusitado.
Lo mismo pasa con el episodio en que Leonardo, hastiado de derrotas y
fracasos, empieza a orinar en los sitios más insólitos. Las palabras de la
escueta narración bastarían a buenos entendedores. Pero el escritor es fácil de
lengua y nos explica:
" [...] era como si así se orinara en todo el mundo, orinara en los curas, en los fundistas, en los revolucionarios, en los burócratas, en las viejas, en todos [...]"
Es así como el escritor caldense convierte en fiascos sus mejores aciertos. Hay que saber narrar, y el autor de Tierra de leones muchas veces demuestra que sabe hacerlo. Pero tan importante como contar es aprender a callarse, a no contar más de la cuenta. Más de la cuenta: tal vez allí está la clave del fracaso de esta novela que pudo haber sido buena. Tiene partes excelentes que se dañan porque al creador se le va la mano, excede en explicaciones, o en furor esperpéntico, o en el fárrago barroco de las descripciones gratuitas. Hay un plan que parece ir bien, pero que luego se desmorona por ambición exagerada. Hay historias bonitas, bien amalgamadas, que pierden cohesión porque el narrador no logra contenerse y añade más acciones, demasiadas, a las que ya no les encontramos los hilos que las unen con el resto de la trama y parecen más bien superposiciones arbitrarias de cuentos diferentes.
A pesar de los lunares, esta novela deja en pie la esperanza de que el joven novelista llegue a ser un escritor de gran calidad. Por encima de las caídas evidentes, hay muchos hallazgos verbales igualmente patentes. Hay en el escritor, sin duda, una capacidad fabulatoria que no debería desaprovechar. Creo que a él podría aplicársele la frase de uno de sus personajes:
"Ni el ejército más impresionante de mariguanos, después de fumarse un morro como éste de esa yerba, igualaría siquiera el más pálido e inocuo de mis sueños." [pág. 72].
Pero esta capacidad fabulatoria, esta riqueza inventiva, tendrá que unirse a la lucidez creativa. Y García Aguilar puede extraer esta lucidez de su tenaz y brillante ejercicio crítico. Hace tiempo que sigo sus artículos en Sábado, el conocido suplemento mexicano. El García Aguilar que allí se revela desconoce la piedad (y en eso, aquí, lo imito). Que saque de esa vena crítica la fuerza para restarle ingenuidad a sus creaciones de ficción. Así podremos apostarle doble a su futuro literario.
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Reseña publicada en el Boletín Bibliográfico del Banco de la República. Vol. 24. Num 12. Bogotá. Colombia. 1987