dimanche 28 avril 2024

VERDE NO TE QUIERO VERDE: TIERRA DE LEONES, DE EDUARDO GARCÍA AGUILAR


Por Héctor Abad Faciolince

Aunque las profecías no formen parte del ejercicio crítico, puede afirmarse que algunas novelas inmaduras, verdes, contienen la promesa de una futura, posible madurez. Hay primeras obras que hacen presagiar una carrera que será trunca en el mejor de los casos e inútil en la mayoría de ellos. Otras, en cambio, como Tierra de leones, poseen el germen de lo que puede llegar a ser un trabajo literario importante, válido. En todo caso conviene dejarse de presagios, ocuparse de la obra presente y ejercer la función fundamental de la crítica, que consiste en entablar un diálogo a varias voces: con el texto concreto, con su autor, y con los lectores (posibles o efectivos) de ese texto.

El primero de estos diálogos, con la obra misma, es el único explícito y el que siempre debería ser el fundamental. Si la crítica literaria se limita a dialogar con el autor, se degrada hasta convertirse en caricia (elogio personal) o el insulto (polémica personalizada). Si privilegia el diálogo con los demás lectores, generalmente para instarlos a consumir o a evitar, el ejercicio crítico degenera en simple publicidad. Sólo el diálogo con el texto asegura un discurrir implícito con el autor de la obra analizada y con los lectores de la misma. Trataré de abrirlo.

El título y la segunda palabra de la primera novela publicada por Eduardo García Aguilar, contienen ya dos alusiones literarias. Quiero decir que el nombre del libro (Tierra de leones) y el nombre del protagonista (Leonardo Quijano) nos hacen caer de inmediato en una red de llamadas, de pequeños guiños o parodias intertextuales. Tierra de leones es el conocido epíteto que Rubén Darío nos dedicó en un soneto de circunstancias:

        "Colombia es una tierra de leones;

        el esplendor del cielo es su oriflama;

        tiene un trueno perenne: el Tequendama,

        y un Olimpo divino..."

El apellido del protagonista, Quijano, debe ponerse en relación, naturalmente, con uno de los nombres del hidalgo de la Mancha. Es apreciable, divertido, que el entramado de una obra de ficción adquiera coherencia mediante los nexos que establece con otras creaciones literarias. Este juego con otras obras indica que hay oficio, cierta madurez en el escritor que intenta indicar el parentesco genérico de su novela.

Pero, como decía al principio, al lado de los toques de madurez también hay aspectos verdes en esta novela de García Aguilar. Para seguir en el ámbito de las alusiones (literarias o de cualquier tipo), cuando éstas se hacen es preferible que el lector —por ignorante, por distraído— no las perciba, a que el escritor trate de subrayarlas, de señalarlas repetidamente. Por temor a que no lo entiendan, el escritor inmaduro trata como tontos (y, por lo tanto, ofende) a sus lectores. Hay que convencerse: el lector no es un tullido mental al que hay que darle mascada y digerida la materia del libro. La costumbre de aclarar las alusiones, en este sentido, se acerca mucho al deplorable vicio de explicar los chistes.

Se pretende aclarar una alusión no solamente explicándola directamente, sino también repitiéndola, haciéndola exhaustiva, insistiendo demasiado en ella. Y una alusión aclarada se desvirtúa, deja de ser una alusión y hace que se pierda la fuerza subterránea que pueda tener la narración. Por lo tanto, si además de bautizar a un personaje con el nombre de Leonardo Quijano (dato que le basta a cualquier lector atento para establecer los nexos caracteriales insinuados) se insiste una y otra vez en la mención del nombre de pila de don Quijote, el efecto inicial de clave, de alusión, se dispersa para convertirse en mero artificio superficial.

Aunque García Aguilar no cae siempre en este tipo de explicaciones excesivas (no lo hace, por ejemplo, con el título o con algunas citas de Valencia), cuando cae lo hace en momentos particularmente importantes de su libro. Es el caso, entre otros, de la historia de la profanación —mediante coito en el templo— que cometen la ninfa y el protagonista. Hay descripciones acertadas, motivaciones ocultas del acto, que están bien insinuadas. Pero luego el narrador se cree en la obligación de explicar, de etiquetar este amor en la catedral. No se contiene ni se contenta con dejar solos a los hechos para que el lector los entienda e interprete a partir de su exquisita crudeza. No, como los lectores somos bobos, nos tiene que decir que eso es sacrílego, irreverente, inusitado.

Lo mismo pasa con el episodio en que Leonardo, hastiado de derrotas y fracasos, empieza a orinar en los sitios más insólitos. Las palabras de la escueta narración bastarían a buenos entendedores. Pero el escritor es fácil de lengua y nos explica:

       " [...] era como si así se orinara en todo el mundo, orinara en los curas, en los fundistas, en los revolucionarios, en los burócratas, en las viejas, en todos [...]"

Es así como el escritor caldense convierte en fiascos sus mejores aciertos. Hay que saber narrar, y el autor de Tierra de leones muchas veces demuestra que sabe hacerlo. Pero tan importante como contar es aprender a callarse, a no contar más de la cuenta. Más de la cuenta: tal vez allí está la clave del fracaso de esta novela que pudo haber sido buena. Tiene partes excelentes que se dañan porque al creador se le va la mano, excede en explicaciones, o en furor esperpéntico, o en el fárrago barroco de las descripciones gratuitas. Hay un plan que parece ir bien, pero que luego se desmorona por ambición exagerada. Hay historias bonitas, bien amalgamadas, que pierden cohesión porque el narrador no logra contenerse y añade más acciones, demasiadas, a las que ya no les encontramos los hilos que las unen con el resto de la trama y parecen más bien superposiciones arbitrarias de cuentos diferentes.

A pesar de los lunares, esta novela deja en pie la esperanza de que el joven novelista llegue a ser un escritor de gran calidad. Por encima de las caídas evidentes, hay muchos hallazgos verbales igualmente patentes. Hay en el escritor, sin duda, una capacidad fabulatoria que no debería desaprovechar. Creo que a él podría aplicársele la frase de uno de sus personajes:

     "Ni el ejército más impresionante de mariguanos, después de fumarse un morro como éste de esa yerba, igualaría siquiera el más pálido e inocuo de mis sueños." [pág. 72].

Pero esta capacidad fabulatoria, esta riqueza inventiva, tendrá que unirse a la lucidez creativa. Y García Aguilar puede extraer esta lucidez de su tenaz y brillante ejercicio crítico. Hace tiempo que sigo sus artículos en Sábado, el conocido suplemento mexicano. El García Aguilar que allí se revela desconoce la piedad (y en eso, aquí, lo imito). Que saque de esa vena crítica la fuerza para restarle ingenuidad a sus creaciones de ficción. Así podremos apostarle doble a su futuro literario.

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Reseña publicada en el Boletín Bibliográfico del Banco de la República. Vol. 24. Num 12. Bogotá. Colombia. 1987

samedi 6 avril 2024

HUMANISTA, EDITOR Y POLÍGRAFO

 Por Eduardo García Aguilar

La trayectoria vital, intelectual y literaria del escritor y editor santandereano Efer Arocha se ha desarrollado en gran parte en el exilio en París, a donde llegó como tantos otros colombianos de su generación obligado por las circunstancias de la represión y la persecución que en el siglo XX se aplicó en Colombia a quienes luchaban por un país con más justicia social. Varias generaciones de colombianos que tuvieron suerte y sobrevivieron, pudieron refugiarse en diversos países del mundo que los acogieron y donde ejercieron en paz sus profesiones y desarrollaron sus vocaciones, como es el caso de Efer Arocha y miles de nuestros ciudadanos en Francia.

Como humanista, Efer Arocha ha sido multifacético y polígrafo. Primero como docente en diversas instituciones educativas francesas donde enseñó a los jóvenes literatura, ciencias humanas y políticas, luego como promotor cultural y editor, al mando de la revista bilingüe Vericuetos, que a lo a lo largo de cuatro décadas ha difundido la literatura colombiana y latinoamericana en Europa, y finalmente con la publicación de una obra miscelánea compuesta por novelas experimentales, relatos variados y ensayos sobre diversas temáticas humanísticas. Uno de sus aciertos editoriales fue la publicación en 1996 del primer libro del Premio Rómulo Gallegos colombiano, Pablo Montoya, "Cuentos de Niquía", en la colección Escargot au galop, que él dirige.

La característica fundamental que ha animado sus actividades humanísticas ha sido la generosidad y el gran amor por Colombia, por lo que en estas cuatro décadas de exilio ha animado innumerables actividades públicas, festivales, ferias, coloquios, presentaciones de libros, para promover a los autores y autoras colombianas de las distintas regiones del país o luchar por el cambio en el país hacia una vida más justa y humana en el marco de la paz. 

En esas actividades ha compartido la acción con otras figuras latinoamericanas del exilio como el escritor hispano-uruguayo Fernando Aínsa, quien fue director literario de las publicaciones de la UNESCO, el académico uruguayo Olver de León, el poeta y editor chileno Luis del Río Donoso o el hispanista francés Claude Couffon, entre otros muchos.  

Efer se inscribe pues en la tradición de colombianos y latinoamericanos que a través de los siglos han vivido aquí atraídos por la cultura, el mundo editorial y la mezcla de pueblos y viajeros. En los viejos tiempos estuvo Bolívar, que vivió la coronación de Napoleón, y su rival Santander, quien dejó un diario de su periplo, y después estuvieron los hermanos Cuervo, Ezequiel Uricochea, José María Vargas Vila y Cornelio Hispano, quienes publicaban sus libros aquí. Y en el siglo XX Eduardo Santos trajinó París en los años de entreguerras, así como Luis Vidales, el autor de Suenan timbres, antes de que llegaran Eduardo Caballero Calderón, quien escribió la novela parisina El buen salvaje, y García Márquez, que varado al cierre del diario El Espectador, redactó en 1957 en una pensión del barrio latino El coronel no tiene quien le escriba.  Después residió en estas tierras el escritor afrodescendiente Arnoldo Palacios, autor de Las estrellas son negras, objeto ahora de homenajes por su centenario, a quien siguió Óscar Collazos, originario de Bahía Solano, que presenció los acontecimientos de mayo del 68. 

En la actualidad hay un sólido grupo de escritores y humanistas latinoamericanos que continúan con la tradición de esas generaciones literarias presentes a lo largo de los siglos. Hay peruanos, mexicanos, chilenos, argentinos, colombianos, uruguayos, brasileños, que aunque no tan famosos como los del boom, viven su vida literaria con pasión, cuando América Latina ha pasado de moda en Francia. En este siglo han vivido aquí escritores colombianos como Julio Olaciregui, Pablo Montoya, Jorge Torres, Myrian Montoya, Luisa Ballesteros, Camilo Bogoya y Carolina Bustos, entre otros.

Rodeado de libros como un eremita, Efer Arocha, mestizo hijo de padre blanco y madre indígena, es un erudito que explora ampliamente los diversos temas de las ciencias humanas y la historia, anclándose en las letras clásicas y los saberes ancestrales del campo y las selvas colombianas, que él frecuentó en sus años juveniles y utópicos luchando por el cambio del país. 

Su obra literaria es de tipo experimental, como ocurre en sus novelas "Quitándole el punto a la i" y "Un pingo envainado" y en sus múltiples historias, crónicas y relatos breves, que buscan el juego y la ironía, lejos de la prosa comercial y cerca del espíritu lúdico del movimiento OULIPO (Taller de literatura potencial), animado  en Francia en los años 60 del siglo pasado por Raymond Queneau y Georges Perec, entre otros. También ha publicado, entre otros, los libros de ensayo "Los escritores en la comuna de París" y "El ciudadano, la horizontalidad de la sociedad y el Estado", escritos con gran rigor académico.