samedi 26 juin 2021

MEDIO SIGLO EN LA PATRIA


Por Eduardo García Aguilar

En aquellos años, cuando no existían teléfonos celulares ni redes sociales, muchos adolescentes nos dedicábamos al feliz pasatiempo de leer y viajábamos con los libros por el mundo en el espacio y el tiempo. Aunque los lectores en escuelas y colegios por supuesto conformábamos una minoría como siempre lo hemos sido, si éramos muchos en la ciudad y se daba una efervescencia de amor por los libros, el pensamiento, el arte y la literatura universales que hoy sorprende.

La celebración del Festival Internacional de teatro universitario convirtió además a Manizales en un centro continental de encuentro de dramaturgos, poetas, críticos, ensayistas, poetas que venían de todo el continente y de Europa, quienes aunados a la población local llenábamos los teatros y las aulas universitarias para ver obras y escuchar a grandes figuras como los Nobel Miguel Angel Asturias y Pablo Neruda, Ernesto Sábato, el joven Mario Vargas Llosa y gente de teatro como Jerzy Grotvosky, Enrique Buenaventura, Augusto Boal, Jorge Díaz y decenas de dramaturgos y escenógrafos españoles y latinoamericanos.

En masa miles y miles de jóvenes abarrotamos el Teatro Fundadores para escuchar al autor del Canto General y fue tal la presión de los que no podían ingresar que se rompieron las puertas y todo fue invadido hasta el escenario, donde algunos, entre ellos quien esto escribe, de 14 años de edad, rodeamos al poeta que ya había venido varias veces a la ciudad y la amaba por sus magníficos atardeceres. En las primeras filas estaban por supuesto Hernando Salazar Patiño y decenas de universitarios de gafas oscuras y poses filosóficas, que se ven en las fotos en blanco y negro del evento publicadas en el Suplemento literario junto a  crónicas de José Naranjo, Beatriz Zuluaga y Oscar Jurado. 

La Patria, que ahora cumple cien años de existencia, cubría ampliamente todas esas actividades, ya que estaba dotada de una pléyade de columnistas y periodistas de primer nivel que amaban la cultura por sobre todas las cosas, como Oscar Jurado, Beatriz Zuluaga, Mario Escobar Ortiz, Jorge Santander Arias, Ebel Botero, Edgardo Salazar Santacoloma, y otros muchos, quienes bajo la jefatura de redacción de Héctor Moreno, convertían al diario en un espacio nacional de cultura y pensamiento.

Visitar la redacción de La Patria, guiado por Mario y en compañía de su amigo Pablus Gallinazus, escuchar el tecleo de las máquinas de escribir, el ruido de los teletipos de las agencias o el sonido de la moderna imprenta offset recién adquirida, oler la tinta y el papel, era algo parecido a la felicidad. El suplemento literario era de primer nivel y en la sección Paradiso del nadaísta Mario Escobar Ortiz aparecían cada semana novedades y textos provenientes de colaboradores de todo el continente.

No nos eran extraños a todos los que vivimos casi niños esa época los autores novedosos de México, Venezuela, Perú, Argentina, Brasil y otros países del continente: Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes, Juan José Arreola, Juan Rulfo, Julio Cortázar, Guillermo Cabrera Infante, José Lezama Lima, Salvador Garmendia, Arturo Uslar Pietri, Miguel Otero Silva, Alejo Carpentier, Jorge Zalamea, Germán Arciniegas, eran mombres habituales que pasaban por esas páginas.

En ese contexto vi publicados mis primeros textos en La Patria en 1969 a los 15 y 16 años, y aun guardo con emoción en su orden los recortes de las apariciones de los ensayos José Asunción Silva, mártir de la existencia, Walt Wihtman, estética de los cósmico, y otro sobre Federico García Lorca, entre otros, publicados con amplio despliegue, así como los primeros cuentos La cuadra de la clepsidra y La vigilia de los relojes, ilustrados con imágenes de Edward Munch, detalle estético del nadaísta Escobar Ortiz que me los publicaba y quien era además artista plástico y dramaturgo.

Porque además de las grandes firmas continentales, en La Patria se abrían las puertas a los nuevos y muchos en la ciudad tuvimos el excepcional privilegio de vernos publicados en letras de molde desde tan temprana edad. Hasta llegué a tener una columna que titulé Los viajes de Simbad, y que después enviaba desde Bogotá cuando cursaba ya mi primer año en la Universidad Nacional de Colombia.

Con motivo del cincuentenario en 1971, La Patria abrió un concurso de ensayo en el que obtuve el premio con un texto sobre Bernardo Arias Trujillo y recibí una suma de dinero que para un muchacho que terminaba el bachillerato era muy importante y de cuya entrega por parte del gerente Rafael Lema hay testimonio fotográfico en las páginas añejas del diario.

Ese fin de año mi familia se trasladó a Bogotá y desde allá seguía colaborando y carteándome con Mario Escobar Ortiz, a quien menciono por tercera vez en este texto, porque al lado de Beatriz Zuluaga y Oscar Jurado es una de las figuras más modernas y sorprendentes de la historia de Manizales y de este diario que ahora, vigoroso, emprende su segundo siglo de existencia.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 27 de junio de 2021.


    

samedi 12 juin 2021

VOLVER A FERNANDO CRUZ KRONFLY

 

Por Eduardo García Aguilar

Uno de los autores hispanoamericanos más importanes en estos momentos es sin duda alguna Fernando Cruz Kronfly (1943), a quien podría otorgársele ya el gran premio de la lengua, el Cervantes, que solo ha obtenido hasta ahora un colombiano, Alvaro Mutis. Orfebre de la prosa y la poesía, uno imagina la titánica empresa de sus construcciones, la obra de pulimiento de la catedral proustiana que llega a su clímax en las tribulaciones de Uldarico y las lascivias de Mariana Valentina, en los mundos fantasmales de Teófilo y Barbarela, Pensilvania y Pánfilo, entre ámbitos del ayer y de hoy como La mansión de las cadenas y el Edificio de la Villa Maipo.

Eso sin referirnos al viaje del Libertador Simón Bolívar hacia su muerte por el río Magdalena o el del cuerpo de Carlos Gardel hacia la nada, en sendas novelas dedicadas a esos personajes. Más allá de la musicalidad exacerbada de su prosa, Cruz Kronfly conecta con otras corrientes de la narrativa latinoamericana. Rebelde y disolvente por naturaleza, no se hunde en el ya trajinado realismo mágico, para quedarse sólo en los arabescos de lianas de su imaginación, o en el neocostumbrismo o el escándalo. Va más allá y entra al mundo del deseo, al conflicto de los cuerpos, a la incuria de la soledad, a la imposibilidad del amor entre cerrados compartimientos totalmente concretos y modernos.

No sólo se hermana Cruz Kronfly con el quehacer artesanal del cubano José Lezama Lima en su investigación del deseo, sino que se comunica con el delicioso cinismo desesperanzado de Juan Carlos Onetti, con sus mujeres perversas, enfrentadas día a día con hombres desvirolados, fracasados, que se desmoronan en el alcohol, todos ellos cónsules como Geoffrey Firmin, el de Bajo el Volcán de Malcolm Lowry.

La deliciosa crudeza de los asertos de sus mujeres, hermanada con los rumbos montevideanos de Onetti y sus mujeres cultas y sexuales, hace de novelas como Falleba (Editorial la Oveja Negra. Bogotá. 1980), La obra del sueño (Editorial la Oveja Negra. Bogotá. 1984) y La ceremonia de la soledad (Planeta. Bogotá. 1992), entre otras, obras excepcionales en el mapa novelístico latinoamericano reciente. La excelente editorial con sede en Medellín Sílaba ha venido publicando por fortuna en Colombia en este siglo XXI y en preciosas ediciones libros como Destierro, La vida secreta de los perros infieles, La sombrilla planetaria, o su poemario Abismo de origen, por lo que ahora todos podemos leerlo, descubrirlo.

Liberado de la retórica falocrática que ha dominado desde La María de Jorge Isaacs y La vorágine de José Eustasio Rivera, hasta Cien años de soledad y a buena parte de la novelística colombiana postmacondiana, la obra de Cruz es una reflexión sobre la muerte, la decrepitud, la caída, la soledad, tanto en los ámbitos urbanos de la segunda mitad de este siglo como en los viejos tiempos de la Patria Boba y la Fundación abordados en La ceniza del libertador (Planeta. Bogotá. 1987) y en La obra del sueño. Novela de fundación y de estirpe, homenaje a los progenitores, La obra del sueño abre una nueva veta ficcional y prefigura la exploración posterior del fin del libertador Simón Bolívar en su viaje tragicómico hacia la nada.

Cruz Kronfly escribe desde un lugar marcado por el cruce de caminos, porque él mismo es fruto de la mixtura de razas y parece que en cada nueva obra despliega una gran sombrilla imaginaria para los habitantes del exilio: un libertador entre olor de letrinas y podredumbre de cuerpos afiebrados huye exiliado y vapuleado por su gente, mujeres modernas se exilian de un lecho a otro buscando una felicidad que nunca llegará y todos recuerdan viejas casonas llenas de flores y de pájaros o se encierran en recámaras a masticar su derrota. De toda su prosa brota el dolor y el desasosiego, y mana el grito del niño perdido que todos llevamos adentro y cuya convocatoria es dínamo de la obra narrativa.

La ceniza del Libertador es tal vez, junto con Celia se pudre de Héctor Rojas Herazo, La otra raya del tigre de Pedro Gómez Valderrama y La tejedora de Coronas de Germán Espinosa, una de novelas más notables escritas en Colombia en el espacio del post-macondismo. Quien recorre sus páginas, comprenderá que más allá de la historia o del paisaje telúrico, el gran personaje allí es el lenguaje, la delirante reverberación de palabras que Cruz Kronfly convoca con exactitud maniática, acercándose a lo que denomina “estética de la muerte que apaga afanosa los últimos fósforos”.

Juntas, vistas con perspectiva, estas novelas constituyen una gran feria de vanidades y derrotas, llena de colores, espectros, adefesios, ruinas, tal y como siempre ocurre con los mundos de los novelistas logrados que, como Onetti y Roberto Artl, o narradores natos como Felisberto Hernández o Juan Rulfo, logran arrancar sus delirios de lo terrenal para transponerlos hacia el limbo poético. 
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 13 de junio de 2021-

samedi 17 avril 2021

LA BARRANQUILLA DE JULIO OLACIREGUI

                                                         

Por Eduardo García Aguilar

 
Julio Olaciregui, nacido en Barranquilla en 1952, es novelista, poeta, dramaturgo, bailador de congo, amante de máscaras y cocodrilos, dibujante, filmador escondido, erotómano y lector apasionado de Roland Barthes, Julio
Cortázar, Wole Soyinka, Toni Morrison y André Gide, entre otros muchos.
  
La primera vez que vi Julio en la fuente de Saint Michel miraba desde las alturas de su estatura africana con ojo de águila, mientras una sílfide alemana nos seguía hacia la rue de Canettes a tomar un vino en el bar Chez George. Michel Foucault había dado su curso aquella mañana en el Colegio de Francia. Todo era tan reciente entonces que de las atarjeas lluviosas caían huevos prehistóricos enormes y alargados como conciertos de jazz de Chet Baker. 
 
Julio Cortázar seguía creciendo día a día, cada vez más joven en el bistró de la esquina de la rue Jacob, así como lo vi en Toulouse, sentado junto a la novelista colombiana Alba Lucía Angel. Cortázar tenía la cara surcada de arrugas profundas, pero desde lejos parecía un muchacho alto y enamorado como ahora parecía Olaciregui mientras cruzaba la place Saint Sulpice hablándome de que Santiago Mutis Durán le iba a publicar en Colcutura su primer libro, Vestido de Bestia.
 
Vestido de Bestia es un libro de historias parisinas donde siempre aparece el personaje africano Café Café con sus escobas en la mañana, junto al recién inaugurado Centro Pompidou. De su imaginación han salido hasta ahora los libros Vestido de Bestia (1978), Los domingos de Charito (1986), Trapos al sol (1991) y la obra río Dionea (2007), donde siempre están presentes las calles de París y de Barranquilla, sus dos ciudades imbricadas en un carnaval literario. Y eso sin contar la vasta obra inédita que está saliendo poco a poco.
 
En Los domingos de Charito, ganadora de la beca Proartes y publicada por Planeta en Colombia, Olaciregui nos hace visitar con maestría narrativa el mundo de las clases bajas de Barranquilla, donde los personajes aman, viven, luchan por la vida en espacios entrañables. Taxistas, empleados de imprentas, secretarias, sirvientas, policías, ingresan a tiendas, panaderías, gasolinerías, iglesias y caminan por avenidas untadas de aceite o cubiertas de polvo que aparecen descritas con notable exactitud poética. La luz de la gasolinería o el aviso luminoso de una lonchería tienen la carga lírica de la realidad e incluso la musa, la Dulcinea de la novela, es mueca y trata de ocultar su fealdad al pretendiente teatrero con la ternura íntima de la verdad.

La rebelión de Olaciregui va más allá, pues en esta novela y en su siguiente obra Trapos al sol incluye reflexiones sobre el acto de escribir y nos muestra que la realidad creída es artificio de un estudiante de letras de la Sorbona. Aunque es un maestro del realismo, Olaciregui lo sabotea, tal y como lo sabotean quienes reflexionaban sobre el arte de escribir y la creación en tiempos de Borges, Barthes y Derrida, en tiempos de eso que ahora llamamos con desconfianza, el postmodernismo. 

En Dionea, la obra río publicada en 2007, Olaciregui lleva su insurrección hasta sus últimas consecuencias, al crear una novela que hunde sus raíces en la mitología griega. Grecia y Barranquilla hablan y se contrapuntean en la novela a través de las revelaciones de Dionea y las reflexiones del profesor francés Dindon, quien descubre en ese mundo una visión greco-moniconga de las cosas, respuesta al barroquismo colonial cartagenero. 

Debo decir que desde ese primer encuentro en la fuente Saint Michel en París, Julio Olaciregui ha seguido ejerciendo la literatura como es de verdad: una forma de vivir y respirar. Porque la literatura y las artes en general son para él una forma de vida, una manera de ser amigo, padre, hijo, hermano, escritor, actor, criatura viviente en el planeta tierra, que es « azul como una naranja ». Y más allá, esa literatura que vive, ejerce y medica como brujo y chamán, es para él una forma de explorar, abrir caminos distintos, rebelarse, experimentar, molestar, reír, danzar, jugar con la máscara, seducir y derretir estatuas.
 

Todo comenzó en Barranquilla, donde nació y creció al calor del Carnaval y la explosión artística de un grupo de maestros mayores compuesto Alvaro Cepeda Samudio, Alejando Obregón y Gabriel García Márquez, entre otros.  La misma Barranquilla del boxeador Kid Pambelé y del cartagenero Joe Arroyo, compañero de generación y delirio, la urbe tropical de los famosos carnavales que él lleva siempre adentro con sus máscaras y su alegre deseo de tomarle el pelo al destino y « mamarle gallo » a la solemnidad y a la propia literatura. 

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 18 de abril de 2021.

dimanche 14 mars 2021

NUEVOS CAMINOS DE LA LITERATURA COLOMBIANA

Por Eduardo García Aguilar

La colombiana es una literatura inscrita en el gran contexto hispanoamericano, a veces rezagada, otras adelantada, pero siempre en camino fértil. Varias generaciones se han expresado y hay obras magníficas que han dejado su huella en todos los géneros. 
 
Una serie de libros clásicos que nos han marcado, como La María, La Vorágine, De sobremesa, La marquesa de Yolombó, Morada al sur, Summa de Maqroll el Gaviero, y obras de Porfirio Barba Jacob, Fernando González, Osorio Lizarazo, León de Greiff, Jorge Zalamea, Fernando Charry Lara, y entre las mujeres, Matilde Espinosa, Elisa Mújica, Maruja Vieira, Meira del Mar, Carmelina Soto, Helena Araújo, Marvel Moreno, María Mercedes Carranza, entre tantas otras.

Después de García Márquez y su espectacular éxito, hay varias generaciones excelentes de autores que por desgracia han pasado inadvertidos, pero cuyas obras algún día serán revisadas. Pienso en los nacidos en los 40, que escribieron inicialmente en la revista ECO y pensaban en una literatura conectada con el mundo que no solo reivindicara el lado tropical, típico, de las tierras ultramarinas. Todos ellos fueron grandes ensayistas, lectores, viajaban por todas las literaturas y leían en sus lenguas a los grandes clásicos contemporáneos europeos con los que se identificaban, alejándose de lo telúrico.


Pienso en R.H. Moreno Durán, Oscar Collazos, Hugo Ruiz, Héctor Sánchez, Fernando Cruz Kronfly, Darío Ruiz Gómez, Ricardo Cano Gaviria, Roberto Burgos Cantor y tantos otros que tuvieron discípulos en las nuevas generaciones y los seguirán teniendo, pues no debe ser una condena hablar de las tragedias nacionales y las taras del mundo que nos tocó, ya que abrirse al universo, romper fronteras y liberar la escritura de los propósitos nacionales, hundiéndose en el tiempo pasado y el futuro era una de sus reivindicaciones máximas como generación. También se destacan en poesía los nadaístas y la llamada G
eneración sin nombre.

En la actualidad están en plena actividad varias generaciones de autores nacidos en los 50, 60, 70 y 80 del siglo XX con una actividad literaria vigorosa y tan variada y múltiple, que es casi imposible seguirlos, pues cada año aparecen cientos de libros de nuevos autores colombianos. Pero esa proliferación es benéfica, ya que no sabemos lo que el tiempo decidirá sobre las obras que hoy son inaudibles o alejadas de la propaganda y la promoción comercial. Pienso en Albalucía Angel, Beatriz Zuluaga, Fanny Buitrago, Annabel Torres, Orietta Lozano, Eugenia Sánchez Nieto, Sonia Truque Vélez, Gloria Posada, Consuelo Triviño, entre las renovadoras que abrieron el camino a las nuevas millenials de hoy.

En cada región del país hay una vigorosa literatura en todos los campos: ficción, ensayo, poesía, dramaturgia, crónica. Todo ese material estará ahí como la prueba de que en Colombia, pese a la algarabía de la terrible realidad cotidiana, la cultura sigue siendo un ejemplo para muchos jóvenes de todos los orígenes y regiones que se niegan a que el país sea uno dominado por ignaros gamonales cuyo único fin es el dinero y el poder. Todos ellos con sus poemas, ensayos, novelas, crónicas, dejan para la historia el testimonio de que la cultura es más importante que el griterío de la politiquería.   

Se escribe ahora con pasión para conjurar los demonios del país, abrirse al mundo, y lo más destacable tal vez en este momento es la irrupción de una generación de jóvenes mujeres muy brillantes e incisivas, escritoras e intelectuales de gran nivel que están renovando la literatura colombiana y diciendo adiós a esa literatura que hasta hace poco era, salvo excepciones, asunto de hombres, machos alfa que controlaban el terreno con mucho celo y miraban a las mujeres como convidadas de piedra. Es el derrumbe del falo de José Arcadio Buendía en la literatura colombiana.

Para cualquier observador es claro que la irrupción de esa variada generación de nuevas autoras es el más interesante fenómeno de la literatura colombiana actual. No son las primeras porque antes hubo muchas autoras que ejercieron con rigor y pasión las letras en el siglo XX, innovaron, escandalizaron, removieron el terreno, pero fueron ignoradas, subvaloradas, ninguneadas, como es el caso de muchas poetas del siglo XX que serán descubiertas poco a poco por los arqueológos de la literatura colombiana, cuando sea ya definitivo el derrumbe de José Arcadio Buendía y los cuchilleros misóginos y machistas de Crónica de una muerte anunciada.

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 14 de marzo de 2021. En la foto León de Greiff.