Por Eduardo García Aguilar
Cuando terminaba el bachillerato en el Colegio
Gemelli de Manizales, en el bus de ida o de regreso al bello mirador de
La Francia, especialmente en las tardes soleadas, solíamos cantar todos
en coro la canción Una flor para mascar del nadaísta Pablus Gallinazus,
que estaba entonces de moda y se escuchaba en las radios. Frente a la
inmensidad de los valles del Cauca y las altas montañas de la Cordillera
occidental, uno de los paisajes más hermosos del mundo, resonaban las
palabras de esa bella canción.
Por esas fechas el artista y poeta también nadaísta
Mario Escobar Ortiz, quien abría con generosidad las puertas a esa
juventud que soñaba, me invitó a La Patria el día que Gallinazus vino a
visitar el periódico y me dio mucha alegría ver al cantante y poeta con
su boina, acompañado de una muchacha, recorriendo las instalaciones y
viendo las máquinas offset recién importadas que producían milagros
editoriales y hacían posible todo tipo de sueños como en una película
magistral de Orson Wells.
Nunca imaginé que mucho tiempo después otra nadaísta
amiga de Pablus Gallinazus llegaría también por milagro al ministerio
de Cultura de Colombia en medio de una magnífica y bienvenida ola de
cambio de época que hasta hace poco parecía impensable y solo parecía
utopía.
En el excelente documental Patricia Ariza: una vida
polifónica, producido por la Plataforma solidaria Confiar, podemos
acercarnos a la
trayectoria increíble de esta fuerte mujer que ha dado la vida al arte y
a los demás. Con ella recorremos los escenarios y las turbulencias de
la historia contemporánea de Colombia, así como las calles históricas
del centro de Bogotá, donde contra viento y marea ha generado arte y
sueños para varias generaciones por amor a la vida.
Ariza es una mujer de temple que desde muy temprano
hizo parte del movimiento nadaísta al lado de mujeres y hombres jóvenes
que irrigaron en aquellos años el país con refrescantes vientos
culturales. Después, al lado del gran dramaturgo Santiago García y tras
concluir sus estudios de arte en la Universidad Nacional, emprendió una
larguísima carrera en los escenarios que la llevó a ser cofundadora del
famoso teatro La Candelaria, orgullo para el país a nivel internacional y
que ha montado algunas de las obras teatrales más emblemáticas de la
historia del país y América Latina.
Contra viento y marea, luchando por sobrevivir,
trabajando sin recursos y con las uñas, enfrentando las amenazas del
exterminio, actuando muchas veces con chalecos antibala en el escenario,
cuando artistas, pensadores y poetas eran exterminados uno tras otro
por las fuerzas oscuras de Colombia, la poeta Patricia Ariza ha llevado
en alto la antorcha de la libertad con un trabajo colectivo que ha
reivindicado sin cesar los derechos de mujeres, minorías, artistas,
marginados, fantasmas, nadies, excluidos por un Apartheid tan atroz como
el que reinó en Sudáfrica y Estados Unidos.
Patricia Ariza es una sobreviviente que después de
tantas décadas asume con alegría una misión que nunca buscó ni esperaba,
porque de hecho ellla la ha practicado desde siempre en su vida. Ya
antes era la ministra real del escenario, la fiesta, la música, la
poesía, la palabra, la alegría, el carnaval, la danza, el color, el
calor incandescente del corazón que da abrazos a quienes sufren en
silencio la marginación y el olvido y buscan florecer desde la oscuridad
y el fango.
En una de las primeras entrevistas televisivas que
ofreció a Yamid Amat tras su designación, esta poeta elocuente, clara,
serena, mientras deletreaba las palabras de esa bella canción Una flor
para mascar, dejó en claro que el suyo será un trabajo colectivo para
que hasta en los más alejados pueblos, rincones y regiones, allí donde
están los campesinos que siembran, los afrodescendientes que pescan, los
indígenas que danzan, los llaneros que cabalgan, los pobres que se
regocijan con el sol y la lluvia, las madres coraje del país, se
reconozca al fin la fiesta y el arte de los autóctonos y reine el color y
la poesía allí donde antes se enseñorearon la muerte, el olvido, la
guerra y el odio.
Será un trabajo muy difícil, con muchos escollos,
pero vale la pena emprenderlo. Las nuevas generaciones que votaron por
el cambio pueden continuar esa tarea en las futuras décadas. No hay en
el proyecto cultural de Ariza ningún rencor sino un deseo de mirar al
futuro y hacer que quienes aun estén lastrados por el deseo de la guerra
descubran los vientos de un cambio que venía fraguándose desde abajo y
que ahora despunta en el horizonte como una ola gigante y amorosa.
La cultura es fiesta, mito, leyenda y Colombia, país
de mil facetas y paisajes, debe empezar a bailar y tocar la flauta, a
disfrazarse y a reir sobre las cenizas del pasado. La utopía se ha hecho
realidad y está ahora al alcance de las manos, los ojos y los corazones
mientras suenan las palabras de Una flor para mascar.