samedi 22 juin 2024

PIEDAD BONNET, EN LA ANTESALA DEL CERVANTES

Por Eduardo García Aguilar

El premio Reina Sofía de poesía 2024, antesala del Cervantes, otorgado a Piedad Bonnet, es una muy buena noticia para Colombia y Latinoamérica, primero porque premia una vasta obra poética y narrativa sostenida a lo largo de las décadas, que se inscribe dentro de la corriente vitalista, íntima y autobiográfica, iniciada antes por la llamada Generación desencantada, que renovó el ejercicio poético del país en los años 70 y fue encabezada entre otros por los ya fallecidos María Mercedes Carranza y Juan Gustavo Cobo Borda.

Los grandes premios hispanos creados en la transición democrática surgida después del fin de la dictadura franquista en España han sido muy esquivos para los autores colombianos, por lo que este galardón a Bonnet abre el camino a otros reconocimientos, pues están en plena actividad varias generaciones de autores de altas calidades y vastas obras. Hasta ahora solo había obtenido el trio de premios consagratorios Reina Sofia, Asturias y Cervantes, el gran Álvaro Mutis, autor de la celebrada Summa de Maqroll el Gaviero y la posterior saga narrativa. 

García Márquez avisó desde temprano que no le interesaba el Premio Cervantes, pues ya había ganado el Nobel y desde entonces el costeño rechazó todos los galardones que le ofrecían a cántaros. Otros países con instituciones culturales más sólidas y ancladas diplomáticamente en Madrid promocionaron a sus autores, logrando premios sucesivos para los suyos en los casos de México, Chile, Uruguay y Argentina, mientras Colombia toda seguía encerrada en el autismo, mirándose siempre el ombligo canceroso de su Violencia.

Ya era hora de que se abriera una puerta a Colombia en Madrid y el galardón recae para nuestro regocijo en una autora de mi generación, la que se ha venido llamando la Generación Sin Cuenta, de nacidos en la década del medio siglo, compuesta por decenas de autoras y autores con sólidas obras poéticas, narrativas y ensayísticas.

Muchas veces lejos de los reflectores, discretos, muchos de estos autores, como la propia Piedad Bonnet, han vivido este medio siglo en plena actividad sobreviviendo en el país a varias oleadas de atroces deflagraciones de violencia propiciadas por guerrillas, narcotraficantes y paramilitares, junto a las actividades ilegales del Ejército y los servicios secretos que contribuyeron también al exterminio de generaciones de luchadores sociales y cuyo culmen de horror fue el episodio del genocidio de los famosos falsos positivos, cometido apenas hace una década.

Piedad Bonnet y otros autores de su generación Sin Cuenta han estado ahí en medio de la guerra y la algarabía de la politiquería corrupta mostrando valor y estoicismo admirables, escribiendo contra viento y marea, resistiendo en un mundo donde la cultura fue perdiendo cada vez más su protagonismo para ser reemplazada por la codicia del arribismo, el dinero y la pulsión necrófila. En universidades y centros culturales situados casi en las catatumbas, ellos han mantenido el fuego de la palabra en Colombia, atizando con su aliento las llamas para que no desaparezcan dejando un rastro de cenizas.

En sus poemas y narraciones, Bonnet ha abordado la vida íntima, cotidiana, el desamor, la locura, la soledad y ha tenido el valor de asumir la tragedia personal en uno de sus libros autobiográficos más leídos, Lo que no tiene nombre (2013). Los lectores encuentran en su palabra un bálsamo o al menos una compañía para seguir en el camino de la vida.

Bonnet nació en Amalfi (Antioquia), pero siempre ha vivido en la capital, donde se ha desempeñado como docente en la Universidad de los Andes y otras instituciones. También ha escrito piezas de teatro y representado al país en congresos, festivales de poesía y ferias del libro internacionales. 

La he visto desde hace mucho tiempo en diversas jornadas de literatura colombiana celebradas en la Ciudad de México hace más de tres décadas, cuando aún estaban vivos Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis y con ella y otros amigos  recorrimos las calles de ese país que siempre nos ha acogido con afecto, guiados tal vez por el fantasma de Porfirio Barba Jacob, el poeta que para Octavio Paz era un “modernista rezagado”.

Pero también la he visto en plena actividad en encuentros poéticos en Colombia, como ese cónclave latinoamericano inolvidable organizado a principios del siglo en el Instituto Caro y Cuervo, propiciado por su director Ignacio Chávez, al que asistieron entre otros Ida Vitale, Carlos Germán Belli, Óscar Hanh, Fernando Charry Lara, Maruja Vieira, Meira del Mar, Juan Manuel Roca y Pedro Lastra.

O sea que el Premio Reina Sofía a Piedad Bonnet es un galardón que celebra la actividad poética colombiana de este reciente medio siglo, ejercida en las catacumbas del país, mientras afuera hacen de las suyas los bandidos y los asesinos. Que venga el tiempo de releer a tantos poetas secretos colombianos, hombres y mujeres que en todos los rincones del país no dejan morir la llama de la poesía.

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 9 de junio de 2024.


mardi 28 mai 2024

URBES LUMINOSAS

Por Edward W. Hood

Northern Arizona University

Con las interesantes y desconcertantes narraciones de Urbes Luminosas, Eduardo García Aguilar (Manizales, 1953) agrega una nueva dimensión a su obra. Anteriormente había publicado un libro de leyendas mitológicas, Palpar la zona prohibida (1984), un estudio crítico sobre los primeros intentos cinematográficos de Gabriel García Márquez, García Márquez; la tentación cinematográfica (1985) y tres novelas: Tierra de leone (1986), bulevar de los héroes (1987) y El viaje triunfal, ganadora del premio Ernesto Sábato para escritores colombianos, en 1989.

Urbes luminosas consta de veinticinco relatos cortos, divididos en tres secciones: Orgías y maniquíes, las buhardillas del fin del mundo y Stendhal y Flaubert en el estómago. Los títulos se refieren a temas y motivos recurrentes en el libro: la actividad sexual, la personificación de maniquíes y otras máquinas, la literatura. El epígrafe: “El estatuto del extranjero es de verdad lo único que hoy hace posible vivir”, del francés Paul Morand, anuncia un viaje, posiblemente de escape. Sin embargo, las escalas en el itinerario de este volumen –las fabulosas urbes luminosas del título- nos presentan los aspectos más feos y repugnantes de las grandes ciudades cosmopolitas y el lado más perverso del hombre moderno. Los diversos textos de Urbes luminosas, que llevan a su lector a los rincones más distantes y menos atractivos de nuestro mundo, por ser variados, desafían una fácil clasificación.

Muchos de los relatos son evidentemente autobiográficos. Tjüeren Ferdinand tiene como protagonista a un colombiano joven que trabaja durante cuatro meses como lavaplatos en un restaurante de las afueras de Estocolmo. Plaza Río de Janeiro, acaso revive las experiencias personales del autor durante el terremoto que devastó la capital mexicana en septiembre de 1985. En La víspera del desastre, el narrador experimenta una premonición que plasma en sus escritos. El texto termina con las siguientes palabras: “El 19 de septiembre, los que nos salvamos de milagro en la colonia Roma, volvimos a nacer. Lo que en cierta forma es una variedad de la muerte” (129). A su vez, el narrador de Crónica de la urbe luminosa, contempla la monstruosa capital mexicana desde el piso 28 de la Torre latinoamericana.

A través del libro se encuentran alusiones a los problemas sociales y políticos e Colombia y otros países de Latinoamericanos. En Las primeras batallas del amor, que presenta la represión contra los estudiantes universitarios, “el presidente Pombo, el cardenal Armadillo y el ministro de Defensa, el general Bello Uria”, asisten al entierro de un caballo militar muerto por los estudiantes (46). El protagonista de Las buhardillas del fin del mundo, observa el “fuego tenaz y nocturno que salía del Palacio de Justicia”(58). En el gran show de Panamá, al describir un burdel local, el autor destaca la decadencia y la podredumbre del ambiente en la zona del canal. En Crónica de Guatemala, un hombre que lleva dinero para la guerrilla ve, después de asistir a un concierto de música rock, cómo asesinan a su contacto en la calle.

El horror de la violencia que han sufrido Guatemala y El Salvador se describe en Crónica de Guatemala y Diálogo con los zopilotes. En la primera, se capta la distancia y el desentendimiento de los inocentes visitantes. “La muerte rondaba por todas partes. En el mercado nadie se veía contento por la falta de clientes, las vendedoras le dijeron que ya los negocios no prosperaban, sólo algunos europeos y gringos “invisibles” –invisibles porque ellos ni entendían ni eran víctimas de lo que pasaba allí- caían de vez en cuando y huían de los guías desempleados que como mendigos de Calcuta los perseguían por algunas monedas hasta llegar al mercado, donde compraban productos de cuero o camisas bordadas con colores exóticos” (80). En Diálogo con los zopilotes, un cuento kafkiano, el narrador hace una visita al horroroso Playón de la muerte –lugar de despósito para los cadáveres de las víctimas de los escuadrones de la muerte- donde siente que poco a poco se convierte en un buitre que busca la muerte.

No obstante su acento pesimista, en el libro también hay humor. Quizá el relato más divertido sea Caribe Express, en el cual un cachaco (acaso el escritor) describe la costa atlántica, desde Riohacha hasta Cartagena, recurriendo a la historia colombiana y a muchos de los personajes y episodios de las novelas de Gabriel García Márquez. Aquí la fusión de la literatura con la vida es completa.

A fín de cuentas, el exilio al que se refiere el epígrafe de Paul Morand es ilusorio, pues en todas partes hay problemas. Pero en todas también se percibe el apego de los seres humanos a la vida, el afán de sobrevivir y el anhelo de mejores mundos, de verdaderas urbes luminosas.

dimanche 28 avril 2024

VERDE NO TE QUIERO VERDE: TIERRA DE LEONES, DE EDUARDO GARCÍA AGUILAR


Por Héctor Abad Faciolince

Aunque las profecías no formen parte del ejercicio crítico, puede afirmarse que algunas novelas inmaduras, verdes, contienen la promesa de una futura, posible madurez. Hay primeras obras que hacen presagiar una carrera que será trunca en el mejor de los casos e inútil en la mayoría de ellos. Otras, en cambio, como Tierra de leones, poseen el germen de lo que puede llegar a ser un trabajo literario importante, válido. En todo caso conviene dejarse de presagios, ocuparse de la obra presente y ejercer la función fundamental de la crítica, que consiste en entablar un diálogo a varias voces: con el texto concreto, con su autor, y con los lectores (posibles o efectivos) de ese texto.

El primero de estos diálogos, con la obra misma, es el único explícito y el que siempre debería ser el fundamental. Si la crítica literaria se limita a dialogar con el autor, se degrada hasta convertirse en caricia (elogio personal) o el insulto (polémica personalizada). Si privilegia el diálogo con los demás lectores, generalmente para instarlos a consumir o a evitar, el ejercicio crítico degenera en simple publicidad. Sólo el diálogo con el texto asegura un discurrir implícito con el autor de la obra analizada y con los lectores de la misma. Trataré de abrirlo.

El título y la segunda palabra de la primera novela publicada por Eduardo García Aguilar, contienen ya dos alusiones literarias. Quiero decir que el nombre del libro (Tierra de leones) y el nombre del protagonista (Leonardo Quijano) nos hacen caer de inmediato en una red de llamadas, de pequeños guiños o parodias intertextuales. Tierra de leones es el conocido epíteto que Rubén Darío nos dedicó en un soneto de circunstancias:

        "Colombia es una tierra de leones;

        el esplendor del cielo es su oriflama;

        tiene un trueno perenne: el Tequendama,

        y un Olimpo divino..."

El apellido del protagonista, Quijano, debe ponerse en relación, naturalmente, con uno de los nombres del hidalgo de la Mancha. Es apreciable, divertido, que el entramado de una obra de ficción adquiera coherencia mediante los nexos que establece con otras creaciones literarias. Este juego con otras obras indica que hay oficio, cierta madurez en el escritor que intenta indicar el parentesco genérico de su novela.

Pero, como decía al principio, al lado de los toques de madurez también hay aspectos verdes en esta novela de García Aguilar. Para seguir en el ámbito de las alusiones (literarias o de cualquier tipo), cuando éstas se hacen es preferible que el lector —por ignorante, por distraído— no las perciba, a que el escritor trate de subrayarlas, de señalarlas repetidamente. Por temor a que no lo entiendan, el escritor inmaduro trata como tontos (y, por lo tanto, ofende) a sus lectores. Hay que convencerse: el lector no es un tullido mental al que hay que darle mascada y digerida la materia del libro. La costumbre de aclarar las alusiones, en este sentido, se acerca mucho al deplorable vicio de explicar los chistes.

Se pretende aclarar una alusión no solamente explicándola directamente, sino también repitiéndola, haciéndola exhaustiva, insistiendo demasiado en ella. Y una alusión aclarada se desvirtúa, deja de ser una alusión y hace que se pierda la fuerza subterránea que pueda tener la narración. Por lo tanto, si además de bautizar a un personaje con el nombre de Leonardo Quijano (dato que le basta a cualquier lector atento para establecer los nexos caracteriales insinuados) se insiste una y otra vez en la mención del nombre de pila de don Quijote, el efecto inicial de clave, de alusión, se dispersa para convertirse en mero artificio superficial.

Aunque García Aguilar no cae siempre en este tipo de explicaciones excesivas (no lo hace, por ejemplo, con el título o con algunas citas de Valencia), cuando cae lo hace en momentos particularmente importantes de su libro. Es el caso, entre otros, de la historia de la profanación —mediante coito en el templo— que cometen la ninfa y el protagonista. Hay descripciones acertadas, motivaciones ocultas del acto, que están bien insinuadas. Pero luego el narrador se cree en la obligación de explicar, de etiquetar este amor en la catedral. No se contiene ni se contenta con dejar solos a los hechos para que el lector los entienda e interprete a partir de su exquisita crudeza. No, como los lectores somos bobos, nos tiene que decir que eso es sacrílego, irreverente, inusitado.

Lo mismo pasa con el episodio en que Leonardo, hastiado de derrotas y fracasos, empieza a orinar en los sitios más insólitos. Las palabras de la escueta narración bastarían a buenos entendedores. Pero el escritor es fácil de lengua y nos explica:

       " [...] era como si así se orinara en todo el mundo, orinara en los curas, en los fundistas, en los revolucionarios, en los burócratas, en las viejas, en todos [...]"

Es así como el escritor caldense convierte en fiascos sus mejores aciertos. Hay que saber narrar, y el autor de Tierra de leones muchas veces demuestra que sabe hacerlo. Pero tan importante como contar es aprender a callarse, a no contar más de la cuenta. Más de la cuenta: tal vez allí está la clave del fracaso de esta novela que pudo haber sido buena. Tiene partes excelentes que se dañan porque al creador se le va la mano, excede en explicaciones, o en furor esperpéntico, o en el fárrago barroco de las descripciones gratuitas. Hay un plan que parece ir bien, pero que luego se desmorona por ambición exagerada. Hay historias bonitas, bien amalgamadas, que pierden cohesión porque el narrador no logra contenerse y añade más acciones, demasiadas, a las que ya no les encontramos los hilos que las unen con el resto de la trama y parecen más bien superposiciones arbitrarias de cuentos diferentes.

A pesar de los lunares, esta novela deja en pie la esperanza de que el joven novelista llegue a ser un escritor de gran calidad. Por encima de las caídas evidentes, hay muchos hallazgos verbales igualmente patentes. Hay en el escritor, sin duda, una capacidad fabulatoria que no debería desaprovechar. Creo que a él podría aplicársele la frase de uno de sus personajes:

     "Ni el ejército más impresionante de mariguanos, después de fumarse un morro como éste de esa yerba, igualaría siquiera el más pálido e inocuo de mis sueños." [pág. 72].

Pero esta capacidad fabulatoria, esta riqueza inventiva, tendrá que unirse a la lucidez creativa. Y García Aguilar puede extraer esta lucidez de su tenaz y brillante ejercicio crítico. Hace tiempo que sigo sus artículos en Sábado, el conocido suplemento mexicano. El García Aguilar que allí se revela desconoce la piedad (y en eso, aquí, lo imito). Que saque de esa vena crítica la fuerza para restarle ingenuidad a sus creaciones de ficción. Así podremos apostarle doble a su futuro literario.

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Reseña publicada en el Boletín Bibliográfico del Banco de la República. Vol. 24. Num 12. Bogotá. Colombia. 1987

samedi 6 avril 2024

HUMANISTA, EDITOR Y POLÍGRAFO

 Por Eduardo García Aguilar

La trayectoria vital, intelectual y literaria del escritor y editor santandereano Efer Arocha se ha desarrollado en gran parte en el exilio en París, a donde llegó como tantos otros colombianos de su generación obligado por las circunstancias de la represión y la persecución que en el siglo XX se aplicó en Colombia a quienes luchaban por un país con más justicia social. Varias generaciones de colombianos que tuvieron suerte y sobrevivieron, pudieron refugiarse en diversos países del mundo que los acogieron y donde ejercieron en paz sus profesiones y desarrollaron sus vocaciones, como es el caso de Efer Arocha y miles de nuestros ciudadanos en Francia.

Como humanista, Efer Arocha ha sido multifacético y polígrafo. Primero como docente en diversas instituciones educativas francesas donde enseñó a los jóvenes literatura, ciencias humanas y políticas, luego como promotor cultural y editor, al mando de la revista bilingüe Vericuetos, que a lo a lo largo de cuatro décadas ha difundido la literatura colombiana y latinoamericana en Europa, y finalmente con la publicación de una obra miscelánea compuesta por novelas experimentales, relatos variados y ensayos sobre diversas temáticas humanísticas. Uno de sus aciertos editoriales fue la publicación en 1996 del primer libro del Premio Rómulo Gallegos colombiano, Pablo Montoya, "Cuentos de Niquía", en la colección Escargot au galop, que él dirige.

La característica fundamental que ha animado sus actividades humanísticas ha sido la generosidad y el gran amor por Colombia, por lo que en estas cuatro décadas de exilio ha animado innumerables actividades públicas, festivales, ferias, coloquios, presentaciones de libros, para promover a los autores y autoras colombianas de las distintas regiones del país o luchar por el cambio en el país hacia una vida más justa y humana en el marco de la paz. 

En esas actividades ha compartido la acción con otras figuras latinoamericanas del exilio como el escritor hispano-uruguayo Fernando Aínsa, quien fue director literario de las publicaciones de la UNESCO, el académico uruguayo Olver de León, el poeta y editor chileno Luis del Río Donoso o el hispanista francés Claude Couffon, entre otros muchos.  

Efer se inscribe pues en la tradición de colombianos y latinoamericanos que a través de los siglos han vivido aquí atraídos por la cultura, el mundo editorial y la mezcla de pueblos y viajeros. En los viejos tiempos estuvo Bolívar, que vivió la coronación de Napoleón, y su rival Santander, quien dejó un diario de su periplo, y después estuvieron los hermanos Cuervo, Ezequiel Uricochea, José María Vargas Vila y Cornelio Hispano, quienes publicaban sus libros aquí. Y en el siglo XX Eduardo Santos trajinó París en los años de entreguerras, así como Luis Vidales, el autor de Suenan timbres, antes de que llegaran Eduardo Caballero Calderón, quien escribió la novela parisina El buen salvaje, y García Márquez, que varado al cierre del diario El Espectador, redactó en 1957 en una pensión del barrio latino El coronel no tiene quien le escriba.  Después residió en estas tierras el escritor afrodescendiente Arnoldo Palacios, autor de Las estrellas son negras, objeto ahora de homenajes por su centenario, a quien siguió Óscar Collazos, originario de Bahía Solano, que presenció los acontecimientos de mayo del 68. 

En la actualidad hay un sólido grupo de escritores y humanistas latinoamericanos que continúan con la tradición de esas generaciones literarias presentes a lo largo de los siglos. Hay peruanos, mexicanos, chilenos, argentinos, colombianos, uruguayos, brasileños, que aunque no tan famosos como los del boom, viven su vida literaria con pasión, cuando América Latina ha pasado de moda en Francia. En este siglo han vivido aquí escritores colombianos como Julio Olaciregui, Pablo Montoya, Jorge Torres, Myrian Montoya, Luisa Ballesteros, Camilo Bogoya y Carolina Bustos, entre otros.

Rodeado de libros como un eremita, Efer Arocha, mestizo hijo de padre blanco y madre indígena, es un erudito que explora ampliamente los diversos temas de las ciencias humanas y la historia, anclándose en las letras clásicas y los saberes ancestrales del campo y las selvas colombianas, que él frecuentó en sus años juveniles y utópicos luchando por el cambio del país. 

Su obra literaria es de tipo experimental, como ocurre en sus novelas "Quitándole el punto a la i" y "Un pingo envainado" y en sus múltiples historias, crónicas y relatos breves, que buscan el juego y la ironía, lejos de la prosa comercial y cerca del espíritu lúdico del movimiento OULIPO (Taller de literatura potencial), animado  en Francia en los años 60 del siglo pasado por Raymond Queneau y Georges Perec, entre otros. También ha publicado, entre otros, los libros de ensayo "Los escritores en la comuna de París" y "El ciudadano, la horizontalidad de la sociedad y el Estado", escritos con gran rigor académico.

 

samedi 16 mars 2024

TRES AUTORES TRÁGICOS EN TIEMPOS PANDÉMICOS

Por Luis Acebedo


Estos días de confinamiento han servido para volver a abrir esas puertas existenciales desde donde uno se hace preguntas fundamentales sobre la vida y el devenir individual y colectivo. Me hacen evocar aquellos tiempos de adolescencia caracterizados por la rebeldía, la incertidumbre, la fragilidad y el riesgo, donde la peste de las injusticias y el autoritarismo pululaban en cada rincón de nuestros campos y ciudades. Esas pestes que cegaron la vida de tantos jóvenes entusiastas buscando espacios para dignificar su espíritu con experiencias políticas solidarias y significativas en grupos cristianos, partidos políticos, sindicatos, universidades, fábricas o teatros.

La pandemia actual me ha permitido dedicar más tiempo a las lecturas aplazadas. De mi biblioteca están emergiendo libros que esperaban estos tiempos, otros han llegado sin buscarlos para engrosar mis anaqueles. He priorizado las lecturas de algunas novelas que me remueven esos bajos instintos vividos en las décadas de los años 70 y 80 donde los jóvenes inquietos intelectualmente, inconformes con el país y el mundo que vivíamos, decidimos dejar la estabilidad de nuestros hogares y lanzarnos a las “Aventuras Marxistas” como las llamara Marshall Berman (2016), para conquistar el mundo que soñábamos. Fueron tiempos de rupturas que nos ayudaron a formar la personalidad y a sentar las bases de una ética política que, al menos en mi caso, conservo como un gran tesoro.

Algunos amigos de aquellos años maravillosos suelen decir que fue una generación derrotada, o quizás varias, porque no logramos aniquilar los viejos poderes anclados en una sociedad rural de patriarcas y obispos. La “democracia dictatorial” que vivimos, enceguecida por las disputas bipartidistas de mediados del siglo XX, no quiso reconocerle a aquellos jóvenes otros espacios de participación política que se estaban abriendo para romper los diques de las viejas guerras protagonizadas por sus mayores, y prefirió bañar en sangre cada rincón de la patria cortando las alas insurrectas, el deseo de cambio, el pensamiento libre. Cuando esas voces se debilitaron o entraron en el silencio amedrentado, se abrió una pequeña puerta reformista para dejar atrás la constitución política del siglo XIX.

“Manizalados”, una novela escrita por el Flaco Jiménez, es una de esas piezas literarias recientes que expresa la tragedia de aquellos jóvenes que hicieron ruptura con la sociedad conservadora de las frías montañas cafeteras. Su título anticipa la trágica historia que cuenta las ganas de muchachos universitarios por vincularse a las luchas obreras de una de las principales fábricas textileras del país y de la ciudad de Manizales. Hacer sindicalismo ya era subversivo en un país que vivió varias décadas en Estado de Excepción, de tal suerte que quienes se atrevían a solidarizarse con esas causas ya reconocidas como derechos en la comunidad internacional desde mediados del siglo XX, ponían en riesgo sus vidas.

El Flaco Jiménez cuenta desde los sentimientos más íntimos, la manera como un joven entusiasta podría arruinar su vida, con solo ser partícipe de una huelga obrera que termina con la vida de uno de sus líderes. Vivir huyendo de los fantasmas de un Estado totalitario y de los propios que se apoderaron de su mente hasta perder la cabeza, son expresiones de una trama desgarradora e inverosímil en donde realidad y ficción se entremezclan y confunden. Solo el tiempo y la distancia lograron dar fortaleza al personaje para contar su historia a través de la novela, porque aún no parecen estar creadas las condiciones para sincerarse y hablar de aquellas experiencias cargadas de miedos, frustraciones, amenazas, persecuciones y muertes sin sentido.

Hay algunos hitos y personajes de esta novela del 2018 que se entrecruzan con “Las rutas de Ifigenia”, una novela de Eduardo García Aguilar publicada en 2019 por Uniediciones. Manizales es nuevamente protagonista de historias urbanas donde se mezclan todas las tramas, amores y tragedias. Aquí los personajes establecen un vínculo de amistad que se abre con el despertar de la sexualidad y de las ideas político-poéticas; encuentran en la revolución cubana, china o soviética, una inspiración para salir del mundo parroquial, religioso y conservador manizalita, y se sintonizan con ideas de libertad, héroes proletarios y barbudos insurrectos de otros mundos posibles.

Una nueva tragedia de amor, pasiones desbordadas y crímenes de estado, cierran el círculo de aquellos jovenes bachilleres y universitarios de clase media que se alimentaban de literatura, teatro y política. Algunos optaron por ingresar a las guerrillas marxistas, otros a los partidos clandestinos de izquierda y quizás los menos, encontraron en la cultura y las artes, otros medios para rebelarse contra la sociedad patriarcal y decimonónica que pesaba tanto en las mentes brillantes de las nuevas generaciones.

Pero para equilibrar las miradas, apareció recientemente la novela de León Valencia “La sombre del presidente”, editada por Planeta (2020). Lo interesante de esta novela, escrita por un hombre que fue protagonista de aquellas guerrillas que agotaron sus fuerzas en la soledad de la vida rural y prefirieron la negociación al bombardeo de sus campamentos, es que su trama discurre entre los círculos del poder, entrelazados con el narcotráfico y el paramilitarismo, con una mirada igualmente íntima y familiar de la vida de quienes promovieron las alianzas más perversas y criminales para perpetuarse en los salones del Capitolio. También aquí la ficción y la realidad se funden en historias de violencias de alcance internacional que Hollywood nunca podría imaginar, pero en Colombia hacen parte de la vida cotidiana.

Estas lecturas recientes, me llevan a pensar que los “derrotados” de los años 70 y 80 están empezando a escribir sobre una realidad silenciada por otras guerras y otros conflictos. Son tramas que tienen como protagonista la ciudad y la vida urbana, porque allí germinaron los primeros ideales en los cafés, bares o universidades, en una manifestación callejera dispersada por los gases lacrimógenos, en una huelga aplastada, en una obra de teatro censurada, en una y mil frustraciones contenidas por poderes acorazados en sus privilegios. Son hechos reales que aún no pueden escribirse como historias, sino como novelas ficcionales, porque las verdades, desafortunadamente, siguen cobrando vidas, exilios y censuras.

Aun hay muchas novelas que escribir. Cada uno de los que vivimos, sufrimos y sobrevivimos a esos años turbulentos, podríamos escribir nuevos capítulos antes que la peste del olvido nos condene a otros cien años de soledad como lo vaticinó García Márquez.

Referencias Bibliográficas:

García A. Eduardo. (2019). Las rutas de Ifigenia. Uniediciones, Ladrones del Tiempo. Bogotá.

Berman, Marshall. (2016). Aventuras marxistas. Todo lo sólido se desvanece en el aire. Siglo XXI Editores, España.

Jiménez G. Manuel Fernando. (2018). Manizalados. Matiz Taller-Editorial. Manizales, Colombia

Valencia, León. (2020). La sombra del presidente. Editorial Planeta. Bogotá.

 

[1] Arquitecto, Doctor en Urbanismo. Profesor de la Universidad Nacional de Colombia
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vendredi 9 février 2024

¿QUO VADIS GARCÍA AGUILAR, ESFUMADO DEL DISTRITO FEDERAL HACIA EL PARÍS DE NUEVO SIGLO de?

 

POR CARLOS FRANCISCO ELÍAS
In Memoriam: Teresa Velo, alumna del Centro de Capacitación Cinematográfica, Distrito Federal, México. Clase 80 – 81.

SECUENCIA PRIMERA: DISTRITO FEDERAL,  MEXICO, EXTERIOR REVENTON…

En los años que el Distrito Federal dicen era habitable, dicen los nostálgicos de México en los años 80, cuando la mugre y el humo de ciudad se hacía todo una pasta que se alojaba dulcemente en los hoyuelos de nariz limpia de todo polvo maligno y resacón, había una escuela de cine situada entre General Anaya y Río Nazas, bambúes erguidos y todo eso, era el CCC (para los alumnos más nihilistas, la primera C era de dónde la espalda pierde su anatómico nombre, la segunda de Cara por lo costosa y la tercera C era la primera letra del diccionario mexicano popular por excelencia “Chingue su madre Guey”)…

La descripción anterior podría ayudarnos a detectar la mezcla de alumnos y alumnas que esa escuela de cine tenía, siendo en su tiempo la más sofisticada y pequeño burguesa de todo México.

Allí en el Centro de Capacitación Cinematográfica, allí mismo en el bullicio de “Qué hondón Ramón”, en la fuerza de la rebeldía de la inteligencia y la sed de saber, allí, repito, donde el cielo tenía que pedirle permiso al ollín, para dar un poco de azul, estaba con todos nosotros Eduardo García Aguilar, colombiano nacido en Manizales, que hacia esos tiempos ya había estado en París y habíamos coincidido en México iniciando aquella década en que Peggy Sue, o Kathleen Turner, llenaba las pantallas con gringas y bellas pantorrillas de rosi, rosi sin bom bá, y el resto era una sonrisa de muchacha a lo Fitzgerald, sanota y de ojos grandes como la tierra, Peggy Sue se quería casar…

Eduardo García escribía en el Excelsior, tenía una de esas columnas matutinas cada dos días, que en América Latina suelen alegrar la mañana, porque a decir del resto de las noticias, como siempre, eran tragedias diarias ya imaginadas en las calles entre tacos callejeros y voces infantiles al sonsonete de “señor deme para mi camión”, que no era otra cosa que eso que nosotros llamamos la guagua, que en ese rico laberinto de la lengua latinoamericana, para los chilenos es el transporte de la mujer grávida…

Él siempre tuvo la disposición de ser un buen escritor, aún recuerdo las agradables conversaciones entre quien iba a ser uno de los narradores jóvenes de México (Héctor Perea, entonces en el CCC con nosotros) y Eduardo García Aguilar: las conversaciones eran de arcas perdidas, de sueños no negociados, de añoranzas fílmicas y literarias entertenecidas, de vocación y lirismo en pleno VIP del Patio de la antigua Cineteca Nacional de México, aspiraciones sobraban y rebeldía había de sobra.

Porque todo aquello era una transición latinoamericana, vivida junto a las ideas de grandezas de López Portillo,  con su política sobre el Caribe, Castañeda padre obliga, que hizo llegar a nuestras costas el único Padre Montesinos Rastafarian, que bien alguna vez conmoviera a Antonio Zaglul.

Aquel México que ya no existe más donde bien podías encontrarte en una casa de los viejos generales o emparentados de la Revolución, troncos apellidos, reventón obligaba también: eran los tiempos de Campestre Churubusco, la fiesta todos los días, lunes, martes,  miércoles y jueves habían perdido nombre, se llamaban viernes y sábado y la vida del mundo exterior transcurría desde los cielos de México en rebeldía por ser visto y parir colores.

En la escuela, entre argentinos (uno de Cordoba y  otro de Buenos Aires) colombianos, salvadoreños, brasileños, dominicanos y mexicanos, el CCC buscaba un nivel insólito que generó un gran viraje en aquella escuela modocita hasta que nosotros llegamos, todos, y la pusimos patas hacia arriba (Pepito de la Colina, español, mala leche y profesor no muy querido aun debe recordarse de quienes le curaron aquella amargura manchega que el aula no tenía por qué pagar) para que pudiera respirar de los tabúes y estrecheces, para que fuera Scola libera, entonces nadie puro parar todo aquello: galope de manzanas a trote en plena pendiente, desborde de curiosidad y fascinantes discusiones, nombres en claves que no necesitaban ser descritos, utopías latinoamericanas, en fin, mientras Reagan regaba lo único que sabía: hambre, miedo y luchadores de libertades americanas en toda Centro América, obviamente en este tema estábamos divididos: porque algunos si bien rechazabamos la dictadura de la dinastia Somoza, el cuento Sandinista del poder y su transformación, era una cosa, aunque respetábamos lo que había significado la guerra de liberación contra la dictadura.

El resto de la historia, nos daría la razón a algunos, lamentablemente…

Pero era un tiempo de mucho tránsito por México, su ubicación geográfica, su frontera con Guatemala y los vientos que soplaban le obligaban a ser una discreta frontera de tolerancia, porque Guatemala era una sola nota de desaparecidos.

De ese México habrá siempre un nombre memorable: Alaíde Foppa, la campaña por su aparición viva, la movilización por aquella mujer brillante, excelente poeta, dulce en sus añoranzas silenciada por el servicio secreto del ejercito de Guatemala; se perdía en las tinieblas del oscurantismo militarista una voz, esa Alaíde era la misma que tenía un excelente programa en Radio Educación llamado Foro de Mujeres, Susan Sontag, por cierto por esas ondas había pasado, haciendo dúo de voz con Alaíde Foppa con una ironía en las ideas que solo la gran agudeza puede mostrar sin banalidad…

Mientras todo esto pasaba, en el corazón de los años 80, Eduardo García Aguilar mostraba una peculiar sensibilidad para mirar todo lo que como grupo vivíamos, indiferencia no había, pero tampoco existía aquel aferramiento a esas revoluciones de boquitas pintadas y café, de tedio en mesa y bostezo dorado de no compromisos.

Entonces cuando el chauvinismo mexicano afloraba, enfermizo y letal el arma del desarme era no ponernos nacionalistas y todo se neutralizaba de inmediato, en este punto Eduardo García Aguilar era clave, para hacer entender que los nacionalismos necios no tenían razón de ser, en más de una ocasión fue su tema polémico y la conclusión era la misma: que valorabamos y queríamos a México porque su historia permitía reunirnos en aquella tierra hermosa y sufrida, noble y digna, como su gran pueblo, el fantasma del artículo 22 se alejaba de inmediato, que creo era el de la expulsión con el cual hacíamos bromas todos los días y todas las noches en los inmensos y maratónicos reventones de “ciudad grande me he perdido, trágame, estrújame, tiéndeme y avísame cuando llegue el lunes”…

De ahí el título de este apartado: Exterior Reventón, o lo que es lo mismo fiesta ciega latinoamericana contra la guitarra de las 10 de la noche, que suele sacar en todo buen mexicano el amargue a lo Jorge Mistral. Exterior Reventón, cuando la calle se hacía grande el viernes en la escuela, cuando las luces del cine se apagaban en historia del Guión en el Cine mudo, el profesor Pérez Turren, sabía que algo pasaba, porque el exceso de ginebra en la oscuridad impedía pronunciar el nombre de F. W. Marnau correctamente, el Exterior Reventón, nombre en clave mexicana de la fiestas, apenas se iniciaban allí, aquello era…

Y en el espíritu de toda aquella gente interesante, de humor y profundidad cuando era necesario, de fascinación por libros y películas, de adivinadores de claves en cintas y libros complicados, de polémicas amistosas, el Exterior Reventón era la clave de una bohemia fértil, el futuro así lo demostraría.

Porque era imposible vivir el Distrito Federal sin aquellas convocatorias, sin mirar el mito popular del Santo luchando contra las Momias de Guanajuato y las mil operaciones en los ojos de Rigo Tovar a ritmo de música cachaca, ritmo retozón muy lejano de los corridos de polka norteño, mientras Elena Poniatowska, sonrojada nos contaba cómo había conocido a Gaby Brimmer, eso que luego fue reducido a: Gaby a True Story.

Sabíamos que era demasiado, se vivía más de lo que suponíamos y entre ficción y realidad, entre la inmensidad de librerías fabulosas, entre análisis de marxismo transnochado, Bartra y sus cruces, interpretaciones agrarias y agrias aparte, los penkos cuerpos de las chicas de Ghandi y Polanco, una especie de Gazcue en sus albores, Exterior Reventón, possssssí, no había de otra, estudiar el cuete, cuete, que era como decir cohete, definición atinada y espacial mexicana, lo que para los domicanos es el jumazo glorioso, que suponemos en este caso muy tricolor…

Aquel México ya no existe más, en el sortilegio que es siempre volver a México, designio piramidal aún sin descrifar, espacio poseído de una historia invisible todavía no narrada, irrupción de un deseo que se convierte tortuoso e inevitable, hasta que se cumple, para comprender que hay un solo México y cada uno de nosotros lo lleva tatuado por dentro, porque aquel México ya no existe más, fue un momento, un tempo de nuestras vidas, atesoramiento en la ilusion en la que el sueño del maguey gigante que te persigue se detiene cuando el avión vuelve y aterriza en el Distrito Federal, ahí fue la útima vez que vi a Eduardo García Aguilar…

SEGUNDA SECUENCIA (Y ULTIMA):
PARIS EN LE DANTON 2004. EXTERIOR
QUARTIER LATIN…

Mortecino el año 2004 no prometía grandes cosas en un París repasado y recorrido, con un frío nada habitual.

En el mismo mes de diciembre en la Habana había preguntado a unos mexicanos por Eduardo García Aguilar, alguien lo recordó y acotó que no vivía ya en México…

Al llegar a París para el fin de año, había pasado por allí en el 2000, no podía evitar cruzar por Odeon, por el Barrio Latino, entrar a Le Danton y de repente observar una cara conocida, a discresión.

Si esta secuencia se ubica como Exterior Quartier Latin, es porque allí sin buscarnos, nos encontramos con Eduardo García Aguilar y repasamos en París todos los sueños mexicanos, los mismos que casi están narrados más arriba.

Luego de una larga conversación de café, paseo por Luxemburgo, maravillados de nuevo por esa forma de arte público más que centenario, Eduardo se confesó devoto de París a morir, yo no pude compartir aquella idea, me reservé el entusiasmo, pero tampoco le hice sentir mal, lo importante era que esta ciudad nos había reunido y que eé estaba contento con autografiarme su novela “Tequila Coxis”, donde nuestro grupo del CCC de México era protagonista de espíritu, rebeldía y estampa.

Eduardo García Aguilar ha sido la sorpresa que diciembre guardaba, descubriendo desde el lugar de los mundos perdidos (allí donde un ángel guardián todo lo mira y lo guarda) aquel encuentro entrañable esculpido desde el alma misma de una ciudad fría, angustiosa, que se inquietaba en su frenesí de espera al año nuevo que fue el 2005.


samedi 3 février 2024

EL VIAJE LITERARIO DE SALAZAR PATIÑO

Por Eduardo García Aguilar

Poco antes de la pandemia el polígrafo y polemista manizalita Hernando Salazar Patiño vino a París en el marco de una larga gira por varias ciudades europeas, que lo llevó a Roma, Viena y Madrid, entre otras capitales. Instalado en un apartamento cerca de la famosa plaza de la Bastille, donde estuvo preso el Marqués de Sade, vino para quedarse solo unos días, pero al final extendió su estadía, pues sin duda esta ciudad lo estaba esperando desde hace tiempos y quería atraparlo con sus redes misteriosas.

La prueba es que cuando fuimos al cementerio Père Lachaise ocurrió algo que parecía surgido de la novela fantástica de Michel Bulgákov El maestro y Margarita. Apenas ingresamos, llegamos de frente y por azar a la tumba de su admirada escritora Colette y a su alrededor un grupo de teatro ataviado como en la época representaba aspectos de su vida y obra.
 
Salazar Patiño, quien además tiene talento de actor, interactuaba con los comediantes, asombrados de verlo tan emocionado en medio de las tumbas de las grandes celebridades que pueblan la ciudadela de los poetas muertos donde reposan Molière, Proust, Oscar Wilde, Balzac, Miguel Angel Asturias, Rufino J. Cuervo, Alain Kardec y Jim Morrison, entre otros.

Seguimos al grupo teatral, que se detuvo después en la tumba de Proust para escenificar aspectos de su vasta obra En busca del tiempo perdido y así saltamos como saltimbanquis de una tumba a otra siguiendo a los actores y a su selecto público, como si estuviésemos en un sueño literario o embrujados por el gato misterioso de Bulgákov. He ido decenas de veces al Père Lachaise con amigos, pero solo con Salazar Patiño podía sucederme algo tan fantástico, digno del teatro del absurdo de Eugène Ionesco. 

E igual me ocurrió con él cuando paseábamos por la famosa calle de Lappe, cerca de la Bastille, sitio malevo famoso a comienzos de siglo XX y escenario de filmes, poblado por decenas de bares como el famoso dancing Club Balajó, además de otros antros de música caribeña o de rock. Ahí también la simpatía y elocuencia del escritor manizalita cautivó a los dueños de uno de los bares icónicos de rock, Le Bastide, que desapareció tras la pandemia, manejado por unos viejos ex hippies y donde se escuchaban en discos de vinilo todos los clásicos del género. Ellos querían homenajearlo y cerraron expreso el bar para eso, pero había tanto humo adentro que nuestro autor no pudo resistir e hizo mutis.   

La primera vez que vi al autor de Herejías (1983) y otros libros fue cuando para promocionar la revista cultural Siglo XX, en compañía de otros estudiantes de la Universidad de Caldas pasó por los salones del Instituto Universitario, donde yo cursaba, antes de que me expulsaran, el tercero de bachillerato. Después coincidimos en el legendario recital de Pablo Nerurda en el Teatro Fundadores, como lo atestigua la foto icónica de Carlos Sarmiento, y más tarde, a lo largo de las décadas, nos encontramos en ferias del libro, fiestas, conferencias y coloquios, pero nada como esta afortunada visita suya a la ciudad luz, llena de milagros.
 
París sabía que Salazar Patiño ha sido uno de los más fieles lectores y conocedores de la literatura francesa en Colombia. Por sus manos han pasado los grandes autores de este país, antiguos y modernos y además de Baudelaire, Rimbaud, Colette, François Mauriac, André Malraux, Simone de Beauvoir, Jean Paul Sartre y Albert Camus, él conoce otros escritores secretos.

Por eso la ciudad de Santa Genoveva y Baudelaire lo recibió con sorpresas y guiños teatrales en cada esquina para agradecerle su fiel viaje de más de medio siglo por las letras francesas. Y no solo su viaje por las letras de la tierra de Montaigne y Rabelais, sino su pasión por la literatura de todas las lenguas y épocas y en especial la de su propia tierra, Manizales, a la que ha dedicado libros y minuciosas investigaciones sin fin, a veces muy polémicas. 

Durante su visita hablamos mientras caminábamos hacia el Père Lachaise o Bastille de sus grandes amigos manizaleños de su generación Hector Juan Jaramillo y Jaime Echeverri, quien fue su vecino en la adolescencia, y evocamos figuras inolvidables de la cultura de Manizales como Fernando Mejía Méjía, José Vélez Sáenz, Dominga Palacios, Edgardo Salazar Santacoloma, Jorge Santander Arias, Beatriz Zuluaga, entre otros muchos.  

Éramos dos manizaleños perdidos en estas calles lejanas, pero cercanos a nuestra tierra y su literatura, porque al final uno es de donde nació y estudió la primaria y el bachillerato. En esos segmentos de la vida inicial uno ya es el que será y el "ingenio inagotable" de Salazar Patino, como dice su amigo Jaime Echeverri, siempre se ha manifiestado en la plaza de un viejo pueblo caldense como Salamina, Riosucio o Anserma o en Viena, Roma o París.     
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Publicado en La Patria, Manizales. Colombia. Domingo 4 de febrero de 2024.