jeudi 31 mai 2012

LA OBRA EXCEPCIONAL DE FERNANDO CRUZ KRONFLY

Por Eduardo García Aguilar
Uno de los autores más importanes de Colombia en estos momentos es sin duda alguna Fernando Cruz Kronfly (1943), a quien podrían otorgársele ya los premios más importates de la lengua como el Príncipe de Asturias, el FIL Guadalajara o el Cervantes. Orfebre de la prosa y la poesía, uno imagina la titánica empresa de sus construcciones, la obra de pulimiento de la catedral proustiana que llega a su clímax en las tribulaciones de Uldarico y las lascivias de Mariana Valentina, en los mundos fantasmales de Teófilo y Barbarela, Pensilvania y Pánfilo, entre ámbitos del ayer y de hoy como La mansión de las cadenas y el Edificio de la Villa Maipo. Eso sin referirnos al viaje del Libertador Simó
n Bolívar hacia su muerte por el río Magdalena o el del cuerpo de Carlos Gardel hacia la nada, en sendas novelas dedicadas a esos personajes.
Más allá de la musicalidad exacerbada de su prosa, Cruz Kronfly conecta con otras corrientes de la narrativa latinoamericana. Rebelde y disolvente por naturaleza, no se hunde en el ya trajinado realismo mágico, para quedarse sólo en los arabescos de lianas de su imaginación, o en el neocostumbrismo o el escándalo. Va más allá y entra al mundo del deseo, al conflicto de los cuerpos, a la incuria de la soledad, a la imposibilidad del amor entre cerrados compartimientos totalmente concretos y modernos.
No sólo se hermana Cruz Kronfly con el quehacer artesanal del cubano José Lezama Lima en su investigación del deseo, sino que se comunica con el delicioso cinismo desesperanzado de Juan Carlos Onetti, con sus mujeres perversas, enfrentadas día a día con hombres desvirolados, fracasados, que se desmoronan en el alcohol, todos ellos cónsules como Geoffrey Firmin, el de Bajo el Volcán de Malcolm Lowry.
La deliciosa crudeza de los asertos de sus mujeres, hermanada con los rumbos montevideanos de Onetti y sus mujeres cultas y sexuales, hace de novelas como Falleba (Editorial la Oveja Negra. Bogotá. 1980), La obra del sueño (Editorial la Oveja Negra. Bogotá. 1984) y La ceremonia de la soledad (Planeta. Bogotá. 1992) , entre otras, obras excepcionales en el mapa novelístico colombiano reciente.
Liberado de la retórica falocrática que ha dominado desde La María de Jorge Isaacs y La vorágine de José Eustasio Rivera, hasta Cien años de soledad y a buena parte de la novelística colombiana postmacondiana, la obra de Cruz es una reflexión sobre la muerte, la decrepitud, la caída, la soledad, tanto en los ámbitos urbanos de la segunda mitad de este siglo como en los viejos tiempos de la Patria Boba y la Fundación abordados en La ceniza del libertador (Planeta. Bogotá. 1987) y en La obra del sueño.
Novela de fundación y de estirpe, homenaje a los progenitores, La obra del sueño abre una nueva veta ficcional y prefigura la exploración posterior del fin del libertador Simón Bolívar en su viaje tragicómico hacia la nada. Cruz Kronfly escribe desde un lugar marcado por el cruce de caminos, porque él mismo es fruto de la mixtura de razas y parece que en cada nueva obra despliega una gran sombrilla imaginaria para los habitantes del exilio: un libertador entre olor de letrinas y podredumbre de cuerpos afiebrados huye exiliado y vapuleado por su gente, mujeres modernas se exilian de un lecho a otro buscando una felicidad que nunca llegará y todos recuerdan viejas casonas llenas de flores y de pájaros o se encierran en recámaras a masticar su derrota. De toda su prosa brota el dolor y el desasosiego, y mana el grito del niño perdido que todos llevamos adentro y cuya convocatoria es dínamo de la obra narrativa.
La ceniza del Libertador es tal vez, junto con Celia se pudre de Héctor Rojas Herazo, La otra raya del tigre de Pedro Gómez Valderrama y La tejedora de Coronas de Germán Espinosa, una de novelas más notables escritas en Colombia en el espacio del post-macondismo. Quien recorre sus páginas, comprenderá que más allá de la historia o del paisaje telúrico, el gran personaje allí es el lenguaje, la delirante reverberación de palabras que Cruz Kronfly convoca con exactitud maniática, acercándose a lo que denomina “estética de la muerte que apaga afanosa los últimos fósforos”.
Los colombianos, los latinoamericanos, que somos tan reacios a observar y ponderar lo que se escribe entre nosotros, hemos tardado mucho en dar el lugar merecido a esta gran saga narrativa que apenas va en el punto central de un camino aún por venir. Me imagino a veces cómo sonarán estas novelas cuando se viertan a otras lenguas y entonces salte el esplendor de la prosa y cobren nuevos brillos terribles los ámbitos donde transcurren las penas de sus personajes.
Juntas, vistas con perspectiva y no en ediciones saltarinas y dispersas, estas novelas constituyen una gran feria de vanidades y derrotas, llena de colores, espectros, adefesios, ruinas, tal y como siempre ocurre con los mundos de los novelistas logrados que, como Onetti y Roberto Artl, o narradores natos como Felisberto Hernández o Juan Rulfo, logran arrancar sus delirios de lo terrenal para transponerlos hacia el limbo poético. Colombia y el mundo hispanoamericano tardan en reconocer como se debe la obra de este escritor colombiano que está entre nosotros y escribe en silencio con la dignidad caballeresca y el orgullo de los grandes maestros iluminados.

MARVEL MORENO Y LA DEMOLICIÓN DE LA ARCADIA FALOCRÁTICA

Por Eduardo García Aguilar
Con una obra excéntrica en el panorama latinoamericano del post-boom dominada por su novela En diciembre llegaban las brisas, la colombiana Marvel Moreno (1939-1995) contribuyó a un lento pero sólido viraje en la literatura continental de las últimas décadas, caracterizado por una demolición continua de los grandes arquetipos, que van de la virginal y asexuada heroína del romanticismo tardío, cortejada por el casto caballero suicida, hasta el culto desmesurado a las proezas del falo en la novela neo-telúrica del llamado boom.
     Desde su ausencia casi absoluta en la recatada literatura latinoamericana del romanticismo y la explosión modernista, la fusta masculina fue adquiriendo una presencia cada vez mayor, hasta convertirse en eje de casi toda la narrativa regional, donde la actividad de las mujeres era casi nula. La novela se volvió el recuento de las proezas de la falocracia patriarcal. La hembra era allí sumisa víctima o despreciable casquivana o puta.
     Eso se reflejó de la misma manera en gran parte de las narrativas latinoamericanas desde la misoginia patética de José María Vargas Vila hasta los mundos violentos de Mario Vargas Llosa en La ciudad y los perros, La casa verde y Pantaleón y las visitadoras, el orbe gozoso del cabaret en Tres Tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante, casi toda la narrativa menor desde el Río Bravo hasta la Patagonia. En Vargas Vila la mujer era la serpiente pecadora que incitaba a la perdición del hombre, incluso los castos prelados, por lo que casi siempre morían ahorcadas o ahogadas por la furiosa víctima.
     En la novela telúrica de los años 30, la mujer fue o la mosquita muerta que llevó a la perdición a Arturo Cova en La vorágine de José Eustasio Rivera, o la terrible Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, que esgrimía su látigo desde la cabalgadura. Entre los del boom ya fue la desvergonzada portadora del coño devorador, en la imaginación de Cabrera Infante, o la proverbial Úrsula Iguarán, cuyo sexo se quema en el fogón del castigo para convertirse en eje de un mundo de matones, borrachos o portadores de penes tan enormes como los de José Arcadio Buendía.
     La falocracia dominó durante cien años el panorama de la narrativa latinoamericana hasta la irrupción en los 60 de una generación subversiva liderada por Yolanda Oreamuno, Elena Garro, Rosario Castellanos, Clarice Lispector, entre otras ya fallecidas. Y entre tanto se perfiló a su vez un viraje en la narrativa masculina continental con el surgimiento en París de la espectacular Maga de Julio Cortázar y las “liberadas” capitalinas de Juan García Ponce.
     A partir de esos años comienza a crecer la presencia de la mujer en el ejercicio literario latinoamericano, hasta convertirse en la gran protagonista de hoy, con decenas de autoras como la brasileña Nélida Piñón, las argentinas Luisa Futoransky, Luisa Valenzuela y Tununa Mercado, las colombianas Marvel Moreno y Fanny Buitrago, las mexicanas Margo Glantz y Cristina Rivera Garza y la uruguaya Cristina Peri-Rossi, entre otras. Con ellas, la fallecida Marvel Moreno aparece ya como maravillosa precursora de esta rebelión. Su obra, conquistada con las uñas al descreimiento, desde el exilio, es una de las más lúcidas y entra ya a ser parte de una cofradía de mujeres mundiales que ya habían iniciado el proceso en otras partes, como es el caso de Djuna Barnes con El bosque de la noche, Mercé Rodoreda con La plaza del Diamante, Marguerite Yourcenar y Marguerite Duras con sus vastas obras, para sólo mencionar algunos nombres cimeros, entre los cuales no pueden fallar Virgina Woolf.
     Esa “escritura desde la vagina” debe mucho a Marvel Moreno, como puede colegirse de la atenta lectura de su novela y algunos de su cuentos como Algo Tan feo en la vida de una señora bien, que están construidos con los mismos pilares básicos: las madre que desea para su hija la misma suerte, la hija en conflicto que se insurge, el marido despótico y tonto que castiga y el amante gozoso y terrible que mancha con su impronta de placer. Y como instrumentos claves: el sexo femenino como oquedad para la saciedad masculina. El esquema de la novela se perfila ya en el cuento Algo tan feo en la vida de una señora bien, donde la mujer aparece ante los hombres “como una mula o una vaca” o “un recipiente donde masturbarse decentemente”.
     Página tras página Marvel Moreno desmonta la tradición latinoamericana, a partir de una de sus instituciones sagradas, convertida en cárcel de mujeres. Después del matrimonio éstas ingresan a un estado catatónico, a una cripta de donde ya no pueden salir y donde la sola esperanza es buscar que sus hijas tengan un destino parecido, en los casos más felices, o que lo reproduzcan al pie de la letra, en las más lamentables. Hueco penetrable, satisfactor de egoísmo genital masculino, objeto golpeado, máscara oficial de la que se burlan las amantes del marido, madre decrépita de la que huyen sus hijas, la esposa recibe la bendición y camina hacia una larga y terrible agonía. Los textos de Moreno son el escenario de esa decadencia incesante que transcurre tras los visillos de las ventanas de las mansiones burguesas, entre paredes adornadas y materas de flores, perros finos y tintineo de platos y cubiertos. Madre-esposa, viuda-esposa, abuela, son las corveas tristes de esa mujer y su existencia, centro del relato marveliano.
     Cabe destacar que en Marvel Moreno al profundo buceo en las relaciones del deseo, se agrega una estructura de ovillo que se va desenredando mediante una prosa notable. Lo interesante es que son las mujeres latinoamericanas las que están operando el saludable salto, como lo demuestran en sus obras de implacable desmonte del poder falocrático. De seguir ese camino, la Mama-Grande habrá terminado por dominar no sólo el mundo doméstico, sino también el imaginario narrativo. El sacrificio de la Cándida Eréndira no habrá sido en vano.

FERNANDO VALLEJO, EL ULTIMO NADAÍSTA


Por Eduardo García Aguilar
Cuando vi por primera vez a Fernando Vallejo, éste era un señor cegatón y muy feo que acababa de terminar la biografía de Porfirio Barba Jacob, cuyo centenario de nacimiento se celebraba en 1983. El cónsul de Colombia en México nos invitó a su casa de Coyoacán para hablar de los respectivos proyectos, siendo el mío en ese entonces la minuciosa recopilación de la obra periodística del poeta, publicada finalmente en el Fondo de Cultura Económica con el título de Escritos mexicanos.
Vallejo vivía como siempre en la calle Amsterdam con su enorme perra Bruja, un piano, muchos cuadros y esculturas, muebles antiguos y el caballeroso escenógrafo mexicano David Antón, con quien ha compartido su vida a lo largo de cuatro décadas.
Ya había terminado también el titanesco libro Logoi, elaborado para aprender a escribir y emprendía en el total anonimato la escritura de su saga novelística de carácter autobiográfico. Como nadie lo situaba ni en México ni en Colombia entre los escritores de futuro, tuvo que publicar la biografía de su paisano poeta y sus dos primeras novelas con plata de su propio bolsillo, aplicándose él mismo a buscar las ilustraciones para la portada, elaborar el diseño y corregir las pruebas.
Con mucha frecuencia Fernando nos invitaba a su casa a largos almuerzos de donde todos salíamos muy ebrios de tanto vino y cognac. Eran reuniones alegres donde se hablaba de todo sin pretensiones de ninguna clase, porque quien recibe hoy el premio Internacional de la Feria Internacional de Guadalajara es y ha sido siempre alguien desprendido de todas las vanidades literarias del mundo.
Suelen los escritores y los artistas en general luchar a lo largo de su vidas por obtener honores y escalar posiciones en la clasificación boxística de la literatura e hincharse de vanidad como pavos reales cuando obtienen premios o reconocimientos, pero en el caso de Vallejo eso no es posible porque sabe que vamos al hoyo y al olvido.
Como los viejos sabios cascarrabias de la historia, Vallejo ha vivido con resignación el hecho de existir en el mundo y dejado transcurrir el tiempo veloz que tarde o temprano cesará de ser su vehículo viajero. Descree profundamente de los seres humanos, pero es buen amigo y noble y servicial si es el caso como lo pueden ser los sencillos campesinos de su estirpe antioqueña.
Vallejo emprendió en México primero la factura de varias obras cinematográficas y luego la escritura de sus memorias para tratar de exorcizar el horror de haber nacido en Colombia, país tan injusto y terrible que le parece una version aún más atroz de los círculos infernales de Dante, donde siglos de guerra y sangre y abuso generalizado han dejado huellas indelebles de dolor, frustración y amargura en la gran mayoría de su hijos.
Pero su diatriba va más allá y se vuelve universal al cruzar las fronteras de su patria y emprender el juicio verbal no sólo contra la tierra natal sino contra la familia misma, estructura monstruosa donde según él se originan todos los odios y pulsiones criminales, y contra la Iglesia y la religión, que cimentan los horrores que hierven en sancrosantos hogares y patrias.
Fernando Vallejo, tal vez sin quererlo ni saberlo, es uno de los principales representantes del movimiento nadaísta colombiano, apadrinado por su mentor y precursor Fernando González y fundado desde Antioquia por el profeta Gonzalo Arango y sus jóvenes discípulos surgidos en las barriadas de las ciudades colombianas a finales de la década del 50, cuando aún humeaba la sangre fresca y caliente de la Violencia.
Todo en Vallejo es puro Nadaísmo. Nadaísmo en el vestir, hablar, perorar, gritar, rebelarse contra todo y contra nadie y en el amar sin límites a los animales, para él seres más confiables y nobles que los hombres y a quienes ha destinado las ganancias de sus premios y regalías editoriales. Nadaísta en su desprendimiento y nadaísta en su descreimiento, porque como decía su también paisano León de Greiff « todo no vale nada si el resto vale menos ».
Y aunque Vallejo haya destinado miles de páginas a atacarla y denunciarla con ferocidad, la Iglesia católica permea su obra y su ser como esencia de la que nunca podrá liberarse. La ideología profunda subyacente en su escritura es el anarquismo católico que en otros tiempos practicaron autores tan polémicos como D’Annunzio y Georges Bernanos e incluso José María Vargas Villa, que en el fondo fue sólo un cura laico traumatizado por la misma religión anclada en las montañas aisladas de Colombia.
Cuando los nadaístas pisaban hostias y escandalizaban frente a las iglesias, arrastrando tras ellos a jóvenes que se rebelaban contra la familia, la religión y la patria, actuaban como seminaristas rebeldes desde el fondo de la cultura antioqueña que ha moldeado parte de los imaginarios colombianos, excepto tal vez en las costas Atlántica y Pacífica donde por fortuna reinaron el animismo y los ritmos africanos.
Tuve la alegría de conocer los primeros manuscritos de sus obras, cuando Fernando no figuraba en ninguno de los catálogos de la literatura colombiana contemporánea y mucho menos en las listas de los nadaístas. Y poco a poco, a medida que fueron publicados, sus libros sedujeron a los colombianos, como antes sedujeron los poemas nadaístas y las novelas de Gustavo Alvarez Gardeazábal, porque son gritos generales contra la cultura blanca, católica, hispana, neurótica, señorial y autista de las montañas colombianas. Con Vallejo el nadaísmo gana y por eso puede ya bajar tranquilo al sepulcro.

dimanche 27 mai 2012

GERMÁN ESPINOSA: UN CABALLERO DE ADARGA ANTIGUA


Por Eduardo García Aguilar

La desaparición de Germán Espinosa deja llena de dolor a toda una esfera de la literatura colombiana, al interior de la cual florecía y florece un concepto muy alto de lo que es escribir y vivir contra la corriente de la trivialización ambiente reinante en el país y en el mundo. Como principal figura de una vasta generación de autores que vivían con intensidad y dignidad por y para la literatura, el autor de Los Cortejos del diablo y La tejedora de coronas quedará como el ejemplo máximo de ese combate con las palabras, tan necesario siempre en un mundo dominado por la plutocracia, la violencia, la mezquindad, el arribismo y la maldad en todas sus variantes siniestras.
     Quizás las generaciones recientes -que a comienzos del siglo XXI sólo conocen el repugnante cocido pútrido compuesto por la literatura autobiográfica de escándalo para asustar monjas y la narrativa y la poesía rosas impuestas en Colombia en los cenáculos borreguiles de la vanidad, el arribismo y la moda reinantes en la era de la narco-para-política- podrán ahora acercarse a esa figura de Espinosa, quijotesca de bastón y bufanda de seda, para saber lo que significa y ha significado en verdad ser escritor a través de los tiempos.
     Conocí a Espinosa gracias a la crítica, que es el emblema del quehacer intelectual y literario de todas las épocas. Cuando llegué a Bogotá a los 18 años para estudiar en la Universidad Nacional tuve la fortuna de que el joven Enrique Santos Calderón me publicara en las páginas de Lecturas Dominicales artículos sobre diversos temas literarios. Y en ese ejercicio precoz tuve el honor de ser llamado a duelo por Germán Espinosa desde las páginas del Magazín de El Espectador.
     Como tantos jóvenes inquietos de aquel tiempo dominado por la ilusión de la revolución socialista, había adoptado en un artículo llamado “El intelectual: un animal raro y curioso” cierto tono de comisario izquierdista, por lo que Espinosa respondió de inmediato con una defensa de la libertad de la crítica del escritor en cualquier circunstancia y bajo cualquier régimen. Caminando por la Séptima con mis amigos trotskistas, en esas largas jornadas diurnas y nocturnas de amistad, descubrí con alegría absoluta que Espinosa tenía toda la razón y por eso nunca respondí a su andanada. El poeta, que va a la esencia y profundidad de las cosas y de lo humano, tiene que ser rebelde ante todos los regímenes, sean de izquierda o derecha y su espada literaria está allí para incomodar antes que elogiar en las antesalas de los poderes.
     Mucho tiempo después, cuando nos vimos en Guadalajara, me confesó que él estaba convencido de que yo era uno de esos viejos mamertos petrificados en un pensamiento ideologizado y estalinista y no el joven de 18 que era entonces, por lo que él y Josefina me ofrecieron su amistad y el afecto en los encuentros que se iban sucediendo en viajes comunes a México o París o en su casa de las Torres de Pekín, en Bogotá, a donde fui a llevarle con R. H. Moreno-Durán mis libros y la antología Veinte ante el milenio, donde aparecía su cuento El ocaso de los viejos racimos.
     Espinosa era crítico, pero como bien lo dice Óscar Collazos, tenía un alto concepto de la amistad, tal y como la practicaban los caballeros salidos del Amadís de Gaula y otras novelas del género. Y por ejercer la crítica cultivó en Colombia, como lo debe hacer con honor todo hombre de letras que se respete, el arte de ganarse muchos enemigos. No hay nada más fácil que elogiar sistemáticamente, nada más fácil que encerrarse en un nacionalismo tarado que elogia de oficio todo lo que proviene de la tribu, nada más fácil que callar ante los amigos que se desvían y medran en las esferas del poder literario y de lo políticamente correcto.
     Pero más allá de este ejercicio de la crítica como un acto de voluntad caballeresca, lo más importante de Espinosa fue el ejercicio de eso tan pasado de moda que es el estilo. Toda su vida peleó con la máquina de escribir para fraguar algunos de los libros más extraordinarios del siglo XX, como La tejedora de coronas (1982) y Los cortejos del diablo (1970), a los que sea unían miles de páginas de crítica, poesía y narrativa.A los 15 años publicó Letanías y crepúsculos y entre sus libros figuran La noche de la trapa (1965), Claridad subterránea (1974), El signo del pez (1987), La tragedia de Belinda Elsner (1991) y Los ojos del basilisco (1990), entre muchos otros.
     Si todo eso se reuniera como lo hacen en México con sus autores en una serie de volúmenes de Obras Completas, descubriríamos a un gran autor latinoamericano de la estirpe de los grandes, como Alfonso Reyes, José Lezama Lima y Severo Sarduy. Es probable que algunos aspectos de su obra hayan sido fieles a cierta estética modernista de los tiempos simbolistas, en cuyos ámbitos se formó como poeta, pero el resto de su obra ejerció ese gran delirio barroco de quien teje una prosa llena de variantes y de ángulos y abismos inagotables, donde el lenguaje mismo puede ser protagonista.
     Nada que ver con esta literatura impuesta ahora en Colombia por un medio intelectual que carece de crítica y ha renunciado a los valores esenciales de la literatura: la rebelión y la innovación permanentes contra la corriente y la moda. Por esta y muchas otras razones, cuando vi la noticia del fallecimiento de este gran colombiano, sentí ese dolor que se siente cuando muere un justo, que a la vez era un guerrero con adarga de caballero andante en una Colombia de corruptos y de frívolos cómplices del holocausto. Y recordé los momentos que vivimos en su adorada París en el marco de un encuentro de narradores colombianos.
     La última vez que lo vi a él y a su simpática y original esposa Josefina fue en la embajada de Francia en Bogotá, en una fiesta organizada para los poetas por el embajador colombianófilo de entonces Daniel Parfait. Daba gusto ver esa elegancia clásica impecable y el aura que lo rodeaba como uno de los más grandes escritores colombianos de todos los tiempos. Era un clásico sin lugar a dudas cuando se sentó en alguno de esos abullonados sofás, rodeado de quienes los admirábamos. Ahí me volvió a reiterar que en una nueva edición de la Liebre en la luna, donde figura esa diatriba contra mí que me honra, haría una referencia a nuestro duelo sin duelo de hace tiempos y a las coincidencias posteriores.
     Por eso, porque era un francófilo como yo, porque en París habíamos caminado con él y Josefina hace un lustro y porque sus libros principales fueron publicados en Francia por la editorial La Différence, caminé solitario la tarde de su muerte como tributo a su memoria por los patios del Louvre, el Pont des Arts, la rue de Seine, las callejuelas de Saint Germain y la rue de Saint Peres, donde por un guiño del azar encontré a Umberto Eco esperando en el lobby del hotel del mismo nombre al equipo televisivo del periodista cultural Franz Olivier Giesbert. Y al escuchar hablar a Eco con el humor y el énfasis que lo caracterizan, no tuve duda que ese era un mensaje del difunto Espinosa, en quien pensaba con dolor en esos instantes.
     Gracias a él vi por primera vez a Eco, que es uno de los de su estirpe: un renacentista, un barroco, un crítico, un rebelde, un humorista, un amante del vino. Y pensé que si Espinosa hubiera sido italiano o francés hubiera ganado el Premio Nóbel. Sólo en Colombia creen todavía los tontos que los payasos de la autobiografía y el escándalo y los cultivadores de fácil realismo neocostumbrista de pacotilla son más importantes que este barroco universal que dio nuestro país a las letras del mundo.

OSCAR JURADO: DANDY Y SAMURÁI DE LOS ANDES

Por Eduardo García Aguilar
La última vez que lo vi fue en el café La Casona, a donde llegué por azar h
ace cuatro años y lo encontré sentado allí con la imagen inconfundible de dandy en el mejor sentido de la palabra dandy, o sea elegante, indómito, lúcido y rebelde como fue siempre a lo largo de su vida, desde los tiempos en que los adolescentes infectados por la literatura lo admirábamos en Manizales como el modelo a seguir porque además era un Samurái invencible.
Fue muy emocionante volver a verlo, pues para muchos desempeñó el papel de un hermano mayor en materias de literatura, dramaturgia y actitudes vitales y éticas, sin olvidar los momentos vividos al calor de la copa y la amistad o en las intensas luchas sociales de entonces, sin las cuales la formación de un hombre no vale la pena. Era el más contemporáneo y lúcido escritor del momento, conectado con las tendencias nuevas de la literatura latinoamericana, que palpó en su periplo argentino, y sus ideas políticas y sociales eran abiertas y mesuradas sin el fanatismo infantil de los sectarios en boga.
Oscar me miró con esa complicidad que nos unía desde hacia tanto tiempo, cuando en zonas ya arqueológicas del recuerdo vivíamos los años en que la ciudad nuestra se convirtió en un centro cultural de importancia latinoamericana y mundial con el Festival Internacional de Teatro, visitada por figuras como Miguel Angel Asturias, Pablo Neruda, Ernesto Sábato, ---quien acaba de morir mientras escribo estas líneas--- Jerzy Grotowsky y centenares de figuras del teatro y la literatura que llegaban desde todos los puntos cardinales y nos nutrían con sus ideas.
Pidió media botella de aguardiente Cristal para celebrar el momento y brindamos con pocas palabras, con la alegría mutua de saber que el discípulo había seguido su camino lejos y que el joven maestro había recorrido el suyo con dignidad admirable en una sociedad injusta y corrompida, alejado de la vanidad y la apariencia, el arribismo, la intriga, la burocratización, transcurriendo con inteligencia y lucidez a toda prueba contra la corriente.
En otra mesa mi amigo el poeta Antonio Leyva fue testigo de ese reencuentro y con la sabiduría de los viejos amigos generosos que entendía lo que significaba para mí, quiso que fuera así entre ambos, cara a cara, solos, sin interrupciones, el encuentro de dos seres humanos que saben ya con la experiencia que veinte años no es nada, como dice el tango.
Debo decir que esos momentos de conversación y alegría vividos mientras terminábamos la media botella han sido uno de los más emocionantes encuentros que he tenido con un escritor, porque pocas veces se comparte además de la literatura, una forma de vivir la vida y pedazos de la misma que se hunden ya en una personal arqueología coterránea digna de ficción. Fue tan emocionante ese encuentro como cuando almorcé con Gabriel García Márquez en el restaurante André de Coyoacán. No sólo los escritores triunfantes, famosos y gloriosos son importantes. Los escritores cobijados por el silencio, los rebeldes como él, son también muy grandes.
Porque sus amigos más jóvenes fuimos testigos de su amor y el dolor profundo de perderlo y tuvimos la fortuna de conocer a Antonieta y atestiguar esa bella pareja que hacía con su amada, podemos decir que Oscar era también un ser de carne y hueso, más allá del mito que era para todos nosotros los estudiantes poetas, con sus inolvidables piezas teatrales Ellos tienen la culpa, El día de la ira, Collage para siete marginados y el magisterio como formador de directores de teatro. Una parte de la historia de la ciudad y la vida lo compartimos. Los agites sociales, el entusiasmo cultural y periodístico y la pasión de vivir con la única ambición de guiarse por una ética humana, más cerca de los desposeídos que de los poderosos.
La hora pasó y el dandy en el mejor sentido de la palabra dandy se despidió. Salió de La Casona rumbo a la terminal de autobuses, cargando una bolsa oblicua en el hombro y se perdió por las calles antes de que avanzara la noche. Se fue con su barba entrecana, el bello rostro de viejo viajero erguido frente a la tempestad de la vida, su impecable saco, que en él parecía salido de una exclusiva sastrería londinense. Fue la última vez que lo vi. Me dijo que vivía afuera de la ciudad y era un ermitaño rodeado de música y de libros. No se quejaba, sonreía, comunicaba vitalidad.
Oscar Jurado (1944-2011) nos acompañó con la complicidad de un hermano mayor cuando dábamos los primeros pasos de escritores, nos abrió con Héctor Moreno, Beatriz Zuluaga y Mario Escobar Ortiz las páginas culturales de La Patria para nuestras primeras creaciones.
Alguna vez, a los 15 años, fui a verlo en la redacción de ese diario con un pequeño cuaderno de poemas que escribí en cuarto de bachillerato, durante las clases de matemáticas, y después de leerlos, puso allí estas palabras inolvidables : « Eduardo: el día que el azúcar sea para todos ya no tendremos palabras amargas » y estampó su firma, que tengo aquí a la vista, a mi lado a la hora que ha muerto Ernesto Sábato, el autor de El Túnel y Sobre héroes y tumbas.
En aquellos tiempos irrepetibles, cuando la ciudad se convirtió en un centro cultural importante a través los primeros Festivales Internacionales de Teatro, Oscar Jurado ya era una autoridad en materia teatral, intelectual y periodística. Ahora nos toca releer sus textos y volver a ver sus piezas de teatro. Y seguir teniéndolo como ejemplo de Samurái, de viajero solitario en océanos agitados por la tempestad de la poesía.

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LA NOVELA TOTAL DE HUGO RUIZ


Por Eduardo García Aguilar

Es probable que una de las novelas totales más importantes de la literatura colombiana del último medio siglo sea « Los días en blanco » de Hugo Ruiz (1941-2007), el narrador tolimense que pasó toda la vida escribiendo y reescribiendo una obra que, para los tiempos frívolos, comerciales y escandalosos que corren, es una total desmesura.
     El caso es aún más notable cuanto la obra del tolimense Ruiz, cuya ambición y calidad la colocan al lado de « Celia se pude » de Héctor Rojas Herazo, « La tejedora de coronas » de Germán Espinosa o « La Ceiba de la memoria » de Roberto Burgos Cantor, permanece inédita todavía en manos de sus familiares, aunque es probable que pronto sea editada para fortuna de la maltrecha literatura colombiana de hoy.
    Hugo Ruiz es otro de los grandes representantes de una excepcional generación maldita o perdida de intelectuales nacidos en los años 40 del pasado siglo, quienes, aplastados por el súbito éxito mundial del boom quedaron a la vera del camino en una soledad total, pues sus ambiciones literarias, pasión total por la lectura y el saber, espíritu erudito y perfeccionismo experimental ya no embonaban con la velocidad y amenidad requeridas por la novela comercial considerada sólo simple episodio del entrenimiento o vacuo ensayo previo de telenovela o película.
     Estos autores eruditos admiradores de Thomas Mann y Herman Broch que leyeron todas las literaturas y filosofías posibles del orbe, frecuentaron a comienzos de los años 60 en la capital el legendario café El Cisne, eran asiduos de la librería Buchholz y en muchos casos vivieron una desaforada bohemia etílica, que en algunos casos los malogró.
     Esta generación de Hugo Ruiz, crecida en pleno auge de la primera violencia que auguraba el « Bogotazo » y la matanza posterior, escucharon en voz de sus abuelos los relatos de las viejas guerras como la de los « Mil días » y vivieron en carne propia las remanecias de un mundo arcaico decimonónico, herido por batallas y genocidios sucesivos permanentes perpetrados en aras de ideologías o despojos.
     A ellos les correspondió abrir definitivamente las ventanas de la modernidad espiritual de post guerra, al recibir en la adolescencia la influencia de las nuevas ideas en boga en el mundo occidental y los drásticos cambios culturales surgidos tras medio siglo de conflagraciones mundiales.
     Para Ruiz y su generación --en la que se destacan Nicolás Suescún, Darío Ruiz, Héctor Sánchez, Helena Araújo, Policarpo Varón, Fanny Buitrago, Fernando Cruz Kronfly, Gustavo Alvarez Gardeazábal, Rafael Humberto Moreno Durán, Oscar Collazos, Carlos Perozzo, Armando Romero, Rodrigo Parra Sandoval, y muchos otros que se deben estudiar y explorar-, la literatura era asunto serio, vocación totalizadora y además de su ejercicio estaban al tanto de los aconteceres mundiales y el debate intelectual subsecuente.
     Hugo Ruiz, además, como su congénere uruguayo Juan Carlos Onetti, trabajó desde muy temprano en una agencia internacional de noticias, a donde llegó muy joven cuando era conocido por sus publicaciones en el Magazín de El Espectador, el Boletín Bibliográfico y la revista Eco y era considerado como una de las más solidas promesas de la literatura colombiana.
     Hermano vital de Malcolm Lowry, el autor de su admirado « Bajo el volcán », que es uno de los modelos reconocidos para su obra única, Hugo Ruiz vivió una vida conflictiva marcada por la inestabilidad y el alcohol, la enfermedades y los avatares políticos y sociales del país y todo eso lo transmuta en un libro río que recupera la vieja historia patria de las guerras antiguas de Uribe Uribe y Tulio Varón y la sordidez y efervescencia de la vida sexual, burdelesca, amorosa, períodistica de la Bogotá de los anos 60 y 70.
     El personaje Carlos, agenciero, escritor frustrado, mujeriego y alcohólico inveterado como él, nos narra 70 años de la vida del país por medio de técnicas novelísticas modernas, con monólogos interiores, precisión estructural, minucioso trabajo prosístico y cincelado producto de casi una decena de versiones sucesivas.
     Aparece la vida de sus ancestros, la decadencia familiar y sexual, la vida de su generación, los antros sórdidos, los medios de prensa, cafés y  bares, oficinas oscuras y deprimentes de Bogotá en el barrio de los ministerios, hoteluchos y vericuetos musicales y etílicos de una capital que muchos autores de su generación quisieron narrar.
     Tengo la fortuna de leer este manuscrito notable y deleitarme con su prosa llena de entresijos y recovecos, heredera de las grandes sagas personales como las de Proust  o Lowry o históricas como las de Tolstoi y Mann, sin olvidar a Joyce y otros autores de la primera mitad del siglo XX que pretendieron revolucionar y refundar la novela contemporánea.
     Es una lectura deliciosa para quienes lo conocimos en vida y lo vemos ganar la pelea póstuma de las letras y somos aún de los escasísimos lectores de novela total, género que en estos tiempos de rapidez parece excesivo, desmesurado, utópico, demencial. Muchas personas creyeron que la mítica novela única que escribía en su vida Hugo Ruiz era solo un acto mitómano de un gran intelectual fracasado o los frutos del delirium tremens.
     El manuscrito tuvo diversos nombres a los largo de las décadas y muchos pensaron que eran solo sueños de un genial bohemio, pero al final « Los días en blanco » sí existe y es uno de los libros secretos más sorprendentes de la literatura colombiana, que será publicado con carácter póstumo gracias a las gestiones incesantes de su hermano y algunos amigos fieles.