Cuando vi por primera vez a Fernando Vallejo, éste era un señor cegatón y muy feo que acababa de terminar la biografía de Porfirio Barba Jacob, cuyo centenario de nacimiento se celebraba en 1983. El cónsul de Colombia en México nos invitó a su casa de Coyoacán para hablar de los respectivos proyectos, siendo el mío en ese entonces la minuciosa recopilación de la obra periodística del poeta, publicada finalmente en el Fondo de Cultura Económica con el título de Escritos mexicanos.
Vallejo vivía como siempre en la calle Amsterdam con su enorme perra Bruja, un piano, muchos cuadros y esculturas, muebles antiguos y el caballeroso escenógrafo mexicano David Antón, con quien ha compartido su vida a lo largo de cuatro décadas.
Ya había terminado también el titanesco libro Logoi, elaborado para aprender a escribir y emprendía en el total anonimato la escritura de su saga novelística de carácter autobiográfico. Como nadie lo situaba ni en México ni en Colombia entre los escritores de futuro, tuvo que publicar la biografía de su paisano poeta y sus dos primeras novelas con plata de su propio bolsillo, aplicándose él mismo a buscar las ilustraciones para la portada, elaborar el diseño y corregir las pruebas.
Con mucha frecuencia Fernando nos invitaba a su casa a largos almuerzos de donde todos salíamos muy ebrios de tanto vino y cognac. Eran reuniones alegres donde se hablaba de todo sin pretensiones de ninguna clase, porque quien recibe hoy el premio Internacional de la Feria Internacional de Guadalajara es y ha sido siempre alguien desprendido de todas las vanidades literarias del mundo.
Suelen los escritores y los artistas en general luchar a lo largo de su vidas por obtener honores y escalar posiciones en la clasificación boxística de la literatura e hincharse de vanidad como pavos reales cuando obtienen premios o reconocimientos, pero en el caso de Vallejo eso no es posible porque sabe que vamos al hoyo y al olvido.
Como los viejos sabios cascarrabias de la historia, Vallejo ha vivido con resignación el hecho de existir en el mundo y dejado transcurrir el tiempo veloz que tarde o temprano cesará de ser su vehículo viajero. Descree profundamente de los seres humanos, pero es buen amigo y noble y servicial si es el caso como lo pueden ser los sencillos campesinos de su estirpe antioqueña.
Vallejo emprendió en México primero la factura de varias obras cinematográficas y luego la escritura de sus memorias para tratar de exorcizar el horror de haber nacido en Colombia, país tan injusto y terrible que le parece una version aún más atroz de los círculos infernales de Dante, donde siglos de guerra y sangre y abuso generalizado han dejado huellas indelebles de dolor, frustración y amargura en la gran mayoría de su hijos.
Pero su diatriba va más allá y se vuelve universal al cruzar las fronteras de su patria y emprender el juicio verbal no sólo contra la tierra natal sino contra la familia misma, estructura monstruosa donde según él se originan todos los odios y pulsiones criminales, y contra la Iglesia y la religión, que cimentan los horrores que hierven en sancrosantos hogares y patrias.
Fernando Vallejo, tal vez sin quererlo ni saberlo, es uno de los principales representantes del movimiento nadaísta colombiano, apadrinado por su mentor y precursor Fernando González y fundado desde Antioquia por el profeta Gonzalo Arango y sus jóvenes discípulos surgidos en las barriadas de las ciudades colombianas a finales de la década del 50, cuando aún humeaba la sangre fresca y caliente de la Violencia.
Todo en Vallejo es puro Nadaísmo. Nadaísmo en el vestir, hablar, perorar, gritar, rebelarse contra todo y contra nadie y en el amar sin límites a los animales, para él seres más confiables y nobles que los hombres y a quienes ha destinado las ganancias de sus premios y regalías editoriales. Nadaísta en su desprendimiento y nadaísta en su descreimiento, porque como decía su también paisano León de Greiff « todo no vale nada si el resto vale menos ».
Y aunque Vallejo haya destinado miles de páginas a atacarla y denunciarla con ferocidad, la Iglesia católica permea su obra y su ser como esencia de la que nunca podrá liberarse. La ideología profunda subyacente en su escritura es el anarquismo católico que en otros tiempos practicaron autores tan polémicos como D’Annunzio y Georges Bernanos e incluso José María Vargas Villa, que en el fondo fue sólo un cura laico traumatizado por la misma religión anclada en las montañas aisladas de Colombia.
Cuando los nadaístas pisaban hostias y escandalizaban frente a las iglesias, arrastrando tras ellos a jóvenes que se rebelaban contra la familia, la religión y la patria, actuaban como seminaristas rebeldes desde el fondo de la cultura antioqueña que ha moldeado parte de los imaginarios colombianos, excepto tal vez en las costas Atlántica y Pacífica donde por fortuna reinaron el animismo y los ritmos africanos.
Tuve la alegría de conocer los primeros manuscritos de sus obras, cuando Fernando no figuraba en ninguno de los catálogos de la literatura colombiana contemporánea y mucho menos en las listas de los nadaístas. Y poco a poco, a medida que fueron publicados, sus libros sedujeron a los colombianos, como antes sedujeron los poemas nadaístas y las novelas de Gustavo Alvarez Gardeazábal, porque son gritos generales contra la cultura blanca, católica, hispana, neurótica, señorial y autista de las montañas colombianas. Con Vallejo el nadaísmo gana y por eso puede ya bajar tranquilo al sepulcro.
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