mardi 3 septembre 2013

CUATRO AÑOS A BORDO DE MI MISMO DE EDUARDO ZALAMEA BORDA


Por Eduardo Garcia Aguilar


Dice Borges: ser colombiano es un acto de fe. Podría agregarse: somos colombianos porque nuestro pasaporte nos lo ha revelado. Sólo el exilio voluntario, el éxodo económico, la aventura política o el desarraigo profesional delimitan a una nacionalidad en cuyo interior se debaten muchas otras.


Cada colombiano es una patria y se realiza cuando se ha ido al extranjero, pues en el exilio se descubre. Dentro de su país simplemente no existe. Esto puede inferirse de una lectura atenta de las novelas colombianas: Efraín, el de María, es un forastero; Fernández, el De sobremesa (novela de José Asunción Silva), es un extranjero profesional e impúdico; los burócratas de Osorio Lizarazo son extranjeros en Bogotá; Coba, el de La Vorágine, huye al interior de su patria, y así sucesivamente los grandes héroes de la novelística colombiana son desarraigados. Todos los héroes huyen, se van. Cien años de soledad es la historia de un país dentro de otro páis ajeno. Macondo es la fundación de una patria extrañada.


Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda (1907-1963)*, uno de los más inquietos promotores de la literatura premacondiana, además de gran cronista, es la bitácora de un viajero que va en la propia nave del desarraigo. Un bogotano, un cachaco, que se aventura al exótico país de la costa. Un joven de 17 años deja todo lo suyo en 1923, en épocas de don Pedro Nel Ospina, bajo cuyo gobierno ocurrió la matanza de muchos colombianos y se va a pagar el pecado de ser blanco. Lo vemos viajar por el río Magdalena, para llegar a Barranquilla y después a Cartagena y la Guajira, fascinado por los muslos de las negras y las tetas de las putas, en los bares a donde lo lleva un dipsómano holandés. Para el bogotano es imperioso renegar de la piel blanca e ir a la caza de las negras que ve como en sueño, en la noche febril de las hamacas, espantando mosquitos, limpiándose el sudor y bebiendo a pico de botella el licor necesario para vencer el insomnio.


Cuatro años a bordo de mí mismo, publicada en 1934, cuando el autor tenía veintiséis años, es la lucha desesperada de ese joven por descubrir su cuerpo. Es además la novela de quien está dispuesto a deshacerse de los alejandrinos de Guillermo Valencia. los discursos de Pedro Nel Ospina y las tísicas tertulias de La gruta simbólica bogotana. La obra de un muchcho andino dispuesto a descubrir la tierra exótica del Caribe, en una época en que la fría Bogotá ejercía su más despiadada dictadura. Y tras el drama de tal búsqueda se descubre que pese a todo no podrá ser más que un rolo, un cachaco que en la costa vive la efímera aventura de su juventud. Tanto aquéllos como éstos sabían que estaban condenados a ser forasteros.


La Vorágine fue la huida hacia la selva. El hombre bajo la tierra, del también gran novelista urbano Osorio Lizarazo, ignorado en latinoamérica, es la historia de un manizalita que huye hacia las minas antioqueñas en busca de vida. Cuatro años a bordo de mí mismo es La vorágine de la costa. El joven personaje se despide del capitán en un pueblecito llamado “El pájaro” y se queda para acompañar a un cartagenero blanco que ha sido herido por los hermanos de la india con la que se acostaba. Hay mucho de artificial en el relato de este muchachito raquítico que convive con indias, mestizos y negros en las estepas de la Guajira y que sortea con éxito las intrigas de contrabandistas y asesinos. Pero a través de esa historia coloca a los colombianos de distintas regiones, opuestos por su temperamento, a convivir alejados en la esquina más extraña del país, y así exprime de ellos todas las pasiones para crear una metáfora que hoy todavía está viva. El personaje vive cuatro años en la Guajira y al final nos cuenta que todo su esfuerzo ha sido vano y que de nuevo regresa a las alturas andinas, después de convivir con muchos cuerpos de negras e indias apasionadas como Enriqueta. Sólo a través de la ficción conquista el poco de luz que hacía falta.


Treinta y tres años antes de Cien años de soledad, un bogotano trata de recuperar la tierra caliente sin recurrir a lo pintoresco. Muchas novelas de aventura de selva y de llano se habían escrito hasta entonces (1934), pero Zalamea Borda, al desnudarse en el texto, nos da una visión más íntegra, otorgándo al paisaje una perspectiva interior, inédita hasta entonces. Hay en la prosa del autor bogotano un viento que remueve las palabras y las pone a viajar desesperadas en un remolino de visiones. No hay un plan, un objetivo, una moral, a través de los cuales el novelista quiera mostrarnos un problema social o sus remedios posibles. Osorio Lizarazo era un biólogo de la novela; como un científico nos mostraba una situación social en forma descarnada y gritaba en contra de la injusticia haciendo sufrir y llorar al lector, convertido en monja de la caridad. En cambio Zalamea nos habla de la muerte y del amor sin recurrir a tesis o lamentos. Así son las cosas, nos dice, y lo que hace es abrir su alma a quienes queran acompañarlo por las regiones del olvido.


Ciertos lugares comunes podrían tentarnos a tratar de hacer una clasificación, una taxonomía de esta obra. Es absurdo decir, como suele decirse siempre, que abre un nuevo camino para la literatura del continente, siendo la primera obra “universal”. Tomás Carrasquilla se encerró en su mundo antioqueño y es tan “universal” como otros que se lo propusieron. La María de Isaacs hizo llorar a nuestras bisabuelas, pero hay algo allí imperecedero que aún nos alumbra. Osorio Lizarazo era un cirujano de la urbe bogotana y hasta mejor que el promocionado Roberto Arlt, según nos dice Ernesto Volkening, y cual cirujano es tan “universal” como un curandero.


Cuatro años a bordo de mí mismo no es precursora de nada, ni abre caminos ni precede a la obra de Garcia Márquez, a quien descubrió como cuentista en el suplemento literario de El Espectador, a finales de la década de los cuarenta. El hecho de que Zalamea haya escrito esta novela a los veinticinco años no agrega ni quita nada a su testimonio y no desmerece por las posturas que se observan durante su lectura. Por ejemplo, las mujeres aquí son todavía lejanas, de music-hall, como las de Vargas Vila, que murió, según dicen, célibe, después de redactar treinta novelas sobre el acto sexual. Esta es impúber. pero pese a todo está más cercana a nosotros que otras nuevas de autores jóvenes en donde se nos quiere creer que el coito es un fenómeno contemporáneo. Zalamea nos escribe una larga excitacion sexual de trescientas páginas y llega hasta decir cosas como ésta: “nunca la estadística se ha ocupado de saber qué cantidad inútil de semen se vierte diariamente en el mundo bentro de las rojas vaginas estériles y devoradoras”.


Veinte años antes de que se fundara Mito (la revista de Jorge Gaitán Durán), Zalamea escribió esta obra anticipada y después calló (y cayó) en el periodismo. Su caso, como el de muchos otros talentos que no huyeron de las guerras terribles de Colombia, es típico, pues triturado por el bonete. el librillo y el cuajar de la Atenas Suramericana, murió en 1963, añorando a esta costa extraña y lejana que para los andinos sólo será una obsesión de tierra fría.


Publicado en Sábado. Unomásuno. Ciudad de México. 1984

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