LA CASA SILVA SIN LUZ NI "CANELAZO"
Por Eduardo García Aguilar
Este jueves por la noche, en pleno noviembre, la Casa de Poesía Silva se quedó sin luz y volvimos a los viejos tiempos en que la muy española Santa Fe de Bogotá era una aldea perdida en los Andes, helada y casi endogámica, que permanecía ajena a los acontecimientos del mundo, aunque desde ahí se gobernaba a todo el país con lentitud de paquidermo.
El homenaje al poeta piedracielista Arturo Camacho Ramírez reunió a ancianísimas personas de la llamada alta sociedad bogotana, aún sobrevivientes de esos viejos tiempos en que Bogotá, en pleno siglo XX, seguía siendo una aldea de "cachacos" que miraban desde arriba a los habitantes de las lejanas provincias y a los "patojos" de alpargatas y ruana que se aferraban a las faldas de lo que hoy llamamos la Vieja Candelaria.
Por fortuna la vieja Santa Fe de Bogotá de los tiempos del poeta José Asunción Silva, Miguel Antonio Caro y los hermanos Cuervo está aún viva y se ha conservado en el tiempo, por lo que uno celebra que todavía esté en pie la Casa de Poesía Silva con esas fotos amarillentas en las paredes que dan un aire de familia a la historia de la poesía colombiana, una poesía siempre tímida, autárquica, retórica, ajena a las corrientes del mundo, a los aires de la modernidad y a la liberación mundial de la palabra, lejos de los acartonamientos, el almidón y la polilla.
Cuando uno camina por esos corredores fríos y ve las baldosas que fabricaba el malogrado poeta imitador de los simbolistas franceses y mira las fotos de los piedracielistas que medio siglo después de él reinaron en Colombia, encabezados por su líder Jorge Rojas, o las estampas del tímido Aurelio Arturo, un pastuso que milagrosamente se coló en el parnaso bogotano, o las de Gonzalo Arango, el rebelde nadaísta antioqueño o las del loco cartagenero Raúl Gomez Jattin, uno se prepara para ser tolerante respecto a ese mundo que sólo en Colombia sobrevive: el amor por la poesía engolada, la paciencia para oír los largos discursos o recitales poéticos, como en Medellín, donde miles de personas bajo la lluvia acuden tal vez con hambre a aplaudir a los bardos del mundo.
Ahora que toda Colombia está bajo las aguas y no cesa de llover en el territorio cubierto por capas sucesivas de frías nubes negras, incluso en lugares tradicionalmente calientes como las costas o las cuencas de los ríos, sentimos de repente que la vida ha cambiado poco y que escondida en la indiferencia está la pobreza nacional medrando en todas partes. Y que finalmente Colombia es una aldea.
Desde la Santa Fe Gramática unas cuantas familias blancas aristocráticas, aliadas con curas y militares mandaban el país, indiferentes a las lejanas provincias, pero entusiasmadas por la poesía y el latín.
Al ver a tantos señores bogotanos encabezados por el ex presidente Ernesto Samper y el patriarca Álvaro Castaño, fundador milagroso de la HJCK y, de repente en el público, juntos, al increíble Otto Morales Benítez y al ex candidato presidencial del Polo Democrático Carlos Gaviria, uno se identifica con todo ese mundo que nos parecía ido o sólo refugiado en las librerías de viejo.
Son tales los horrores que ha vivido el país recientemente a manos de los emergentes y es tal la intolerancia de los cavernarios en Colombia de los tiempos Laureano y Urdaneta, que los liberales presentes en el homenaje a Arturo Camacho Ramírez nos parecieron algo tiernos en un mundo donde la poesía ha sido desterrada definitivamente por el dinero rápido, el arribismo, la implacable ley de la muerte, o por la competencia encarnizada entre los best-sellers nacionales de nuestra época.
Y curiosamente no había luz en la casona, por lo que todos los preparativos de don Álvaro Castaño se fueron al traste y Pedro Alejo Gómez, el hijo del escritor Pedro Gómez Valderrama, se veía a gatas para alumbrar las hojas que leían los concelebrantes mientras titilaban las lámparas colgadas, mecidas por un viento de hielo.
Los corredores estaban llenos de velas en los materos y todos caminábamos como fantasmas cargando cada uno su vela, cruzándonos con los espectros de Silva, Rafael Pombo y Miguel Antonio Caro. De repente apareció Tachia Quintana, la ya entronizada novia española de juventud de nuestro Gabriel García Márquez, una mujer que a su edad tiene una energía desbordante y no se quería perder un solo minuto del homenaje.
Y mientras la gente reía por los incesantes chistes y ocurrencias del ex presidente Samper, veíamos a una bella señora elegantísima en silla de ruedas que tomaba fotos del panel con su Blackberry, y a su lado sus hijos, nietos, bisnietos y demás descendientes de Camacho Ramírez.
Y todo quedó en familia: Don Álvaro Castaño nos cuenta que el poeta era su cuñado y que él ingresó a la cultura porque su padre el general Castaño le encargó cuidar a los novios cuando tenía 16 años y así pudo ser testigo de las visitas de Pablo Neruda a Bogotá en los años 40 y de la bohemia bogotana en tiempos del piedracielismo, cuando todo Bogotá se acababa en Chapinero, el joven Álvaro Mutis jugaba billar y muchos vivían en las viejas casonas del centro o en los nuevos edificios art-deco del progreso, antes de que mataran a Jorge Eliécer Gaitán.
Y al concluir la velada literaria, en la penumbra, solo sobresalía la carcajada de Otto Morales Benitez al salir por la puerta hacia una Bogotá del pasado, y el "quedó bonito el acto, ala", de Ernesto Samper, quien conoció a Camacho y a los Camacho desde niño. Todos, pues, al fin nos convertimos, ala, en bogotanos. "Ala, la poesía sigue viva en Bogotá", dijo un asistente. Solo nos faltó el super rolo Crótatas Mochuelo y el famoso "canelazo" que ya no dan en la Casa Silva, porque ya no hay plata a fines del modernísimo año 2010.
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