GERMAN ARCINIEGAS: LA LONGEVIDAD DEL LADINO
Por Eduardo Garcia Aguilar
En su muy larga vida, Germán Arciniegas ha transitado por los países y las literaturas de América Latina como un interlocutor privilegiado. Para presentarlo a nuestros lectores, acudimos a Eduardo García Aguilar, colombiano de México, autor de la novela El viaje triunfal y de Celebraciones y otros fantasmas. Una biografía intelectual de Álvaro Mutis. (Publicado en La Jornada Semanal. México, el 9 de junio de 1996)
En tiempos de recrudecimiento de la intolerancia en las diversas trincheras de la intelligentsia latinoamericana de la última década del siglo XX, es refrescante celebrar la longevidad de un viejo demócrata, marcado por el ejercicio generoso del diálogo y la polémica. Este patriarca viajero, que tiene la edad del siglo, pertenece a una amplia generación de latinoamericanistas liberales que, desde diversos matices y temperamentos, lucharon por la implantación de la democracia en un continente que vivía desde la independencia anegado en pobreza, luchas fratricidas y caudillismo.
Marcados en el norte por el entusiasmo generado por la Revolución Mexicana y las acciones culturales del ministro José Vasconcelos, y en el sur por la rebelión estudiantil de Córdoba o el ideario de Víctor Raúl Haya de la Torre, se caracterizaron por una creatividad desbordada al servicio del continentalismo bolivariano: Mariano Picón Salas y Arturo Uslar Pietri en Venezuela, José Vasconcelos y Alfonso Reyes en México, Pedro Henríquez Ureña en República Dominicana, José Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez en Perú, Baldomero Sanín Cano y Jorge Zalamea en Colombia, y Aníbal Ponce y Enrique Anderson Imbert en Argentina, fueron algunos de esos nombres que inundaron las páginas de diarios y revistas con esa fe latinoamericanista que ahora se cambió por el canto uniformizador de la gorda sirena tecnocrática, rellena de hamburguesas McDonald's. Al mismo tiempo, y sin necesidad de afirmarse, Jorge Luis Borges, más excéntrico y escéptico, se comía al mundo sin bandera.
Creían entonces que era posible conducir al conjunto de naciones del área hacia la convivencia pacífica, en el marco del renacimiento cultural y el diálogo abierto entre opiniones diversas sobre los rumbos a seguir. Surgidos al calor del auge periodístico, algunos de esos hombres trataban de seguir las huellas de antecesores modernistas como el colombiano José María Vargas Vila y el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, los más grandes bestsellers idolatrados de la época y de quienes hoy pocos se acuerdan. Arciniegas tiene del primero, que era espantoso escritor, el gusto por el escándalo, y del segundo una redacción más pulida y llena de color, aunque comparten ambos la ligereza y la imaginación desbordada. Pero aquellos entusiastas años veinte y treinta de entreguerras parecen ahora más lejanos aún que los de la Independencia, pues los cambios sucesivos en la región y el mundo a lo largo del siglo confinaron el ingenuo ideario latinoamericanista o ladinoamericanista, como diría Arciniegas, a un extraño limbo, o cuarentena, que exige revisiones dramáticas por parte de quienes ensayamos y pensamos en este momento.
Ya Bolívar, en sus últimas cartas, entre la amargura del desprecio, expresó con lucidez escalofriante sus dudas sobre la posibilidad de redención del continente, convirtiéndose así en el primer decepcionado y único visionario apocalíptico. Estos buenos hombres íntegros y discretos que eran civilistas, universitarios, funcionarios, diplomáticos, editores, capitalinos de sombrero Stetson, bastón, chaleco, corbata negra y cuello duro, florecieron en la primera mitad del siglo en todo el continente y hoy por hoy nos parecen extraños animales en vías de extinción, porque para el mundo actual no hay hombre más bobo que uno íntegro. Después de muchas décadas de aventura romántica, signada por la angustia de vivir entre la civilización y la barbarie, hombres como éstos constituyeron el primer esfuerzo latinoamericano por pensar desde las universidades sin complejos frente al Viejo Mundo. Eran la contraparte absoluta del poeta maldito francés baudeleriano, imagen tuberculosa que por esas fechas languidecía en las cantinas a lo largo y ancho del continente, y del cacique ignaro que esgrimía su látigo en las plantaciones de banano o henequén. Jóvenes de bombín y cabello engominado, devoraban lo que venía del otro lado del mar sin caer postrados, como sus antecesores modernistas, en ciegas admiraciones de heliotropo, y trataban de poblar las aulas, cada vez más abiertas y modernas, con la búsqueda de una "identidad latinoamericana" que a veces condujo y aún conduce a tristes debates "bizantinos". La mayoría, como el derrotado Vasconcelos, uno de los prosistas más notables del siglo y cuyas Memorias son lectura fundacional para todo latinoamericano, terminaría vencida, en el exilio, apedreada, pateada, salvo Arciniegas, que siguió fiel a su entusiasmo.
Fue una derrota para ellos, pero por el lado de la creación los mismos años de caos se encargaron de unir el continente a través del delirio de la palabra narrativa, primero con la gran novela telúrica de los campos y las selvas, desde Rómulo Gallegos y Miguel Ángel Asturias hasta Arguedas y Guimaraes Rosa, más tarde con el barroco maravilloso de Alejo Carpentier, Lezama Lima y Severo Sarduy, y al final con el fresco de la pléyade del boom, con autores tan claves como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Juan Rulfo, entre otros. La palabra, que siempre se anticipa a los gobiernos, hizo estallar las fronteras sin necesidad de ejércitos a través de la poesía, la más agresiva trituradora de tradiciones y viejos sentidos. Neruda, Huidobro y Pablo de Rokha, César Vallejo, César Moro, Oliverio Girondo, Jorge Luis Borges, Enrique Molina, Álvaro Mutis, Vicente Gerbasi, Octavio Paz y Gonzalo Rojas, entre otros, se encargaron de dinamitar esas paredes y dejaron a los políticos con sus discursos ajados.
A través de los libros de Arciniegas, muchos entraron al mundo ficticio del pasado continental lleno de Coatlicues y príncipes de taparrabos y plumas, virreyes de peluca y zapatillas, bucaneros tuertos y con pie de palo, reyes lejanos, mercaderes, esclavos negros y bellas cortesanas, inquisidores, fantasmas, vírgenes, monjes y libertadores, en lo que constituía el catálogo barroco de los abalorios históricos del continente a lo largo de 500 años de colisión con el Viejo Mundo. Él supo captar con sus relatos la atención de varias generaciones de estudiantes y autodidactas de los tiempos de antes de la televisión, convirtiéndose en documentalista de las tragedias y hazañas de los héroes. Con él, los adolescentes descubrieron las maravillas de El Dorado, siguieron las gestas de Tupac Amaru y Los Comuneros, conocieron a fray Servando Teresa de Mier, a Bolívar, Flora Tristán y José Martí, y siguieron las proezas de película de los bucaneros del Caribe. Los más mórbidos supieron de la chiflada Gabriela Mistral en su delirio errante, o del maldito Porfirio Barba Jacob, cuyos huesos desenterró en México hace 50 años y llevó a Colombia en un avión, acompañado por Carlos Pellicer y León de Greiff.
Es posible que la obra de Arciniegas haya sacrificado el rigor en aras de la difusión, alejado la prueba documental en vez de cotejar archivos, y dado voz especial a la anécdota para sentarse en los laureles de la amenidad periodística, pero es innegable que sus libros y miles de artículos encendieron y animaron a muchos. Así lo reconoció el joven Gabriel García Márquez en su columna del Heraldo de Barranquilla, en 1952, al decir que sólo un escritor como él, "que lo acostumbra a uno a tratar con familiaridad a los personajes más inaccesibles y remotos, podía ponernos en camino de hacer las paces con los viejos intrépidos bandoleros del mar". Es obvio que en la actualidad se cuenta en la región con una disciplina histórica y crítica más rigurosa, y que los episodios de nuestro santoral patriótico, literario y político, se revisan con mayor lucidez y exactitud, pero también es cierto que este viejo patriarca cometió un pecado maravilloso que bien puede perdonársele: lo devoró la ficción y la imaginación desbordada, tal vez el deseo secreto de unas novelas que no pudo escribir.
Este prosista y sus afines polígrafos, que nadaron entre el ensayo, la ficción y el discurso, pueden contribuir en estos momentos a una revisión más amable de las discrepancias continentales, cuando grados indecibles de pobreza, enfermedad y analfabetismo vuelven a la región ante la mirada egoísta e indiferente de la mayoría de sus castas intelectuales, hipnotizadas por el progreso y el camino hacia la quimera del Primer Mundo. El discurso de Arciniegas en todo momento estuvo marcado por la búsqueda de la democracia y la tolerancia, una "defensa constante de los valores democráticos, una prédica que puede resultar monótona si la miramos en la larga duración de sus 70 años de escritor público", según nos dice Juan Gustavo Cobo Borda en el prólogo de la reciente recopilación de sus principales páginas bajo el título de América Ladina (FCE, México, 1993). En sus mejores libros, América, tierra firme (1937), Los comuneros (1938), Este pueblo de América (1945), Biografía del Caribe (1945), Entre la libertad y el miedo (1952), Amérigo y el Nuevo Mundo (1955), El mundo de la bella Simonetta (1962), El continente de los siete colores (1965) y América Mágica (1959), Arciniegas reivindica el derecho de los millones de aventureros pobres que, según él, poblaron América a través de los siglos, y predica la solidificación de esa mezcla de razas en busca de una nueva tierra. Y aunque la realidad lo contradice a veces, exalta la vocación democrática de la región frente a los horrores coloniales del Viejo Mundo, y protesta a los 90 años de edad ante el gobierno colombiano porque éste aceptó que la celebración de los 500 años se hiciera con un emblema adornado por la Corona española. Sus textos son un homenaje a los hombres humildes, a los labriegos, a las mujeres que abrieron con sudor los nuevos surcos, y una diatriba permanente contra los poderosos y los tiranos, llámense Juan Vicente Gómez o Fidel Castro.
No deja por supuesto de ser difícil una lectura en este fin de siglo de muchos de sus textos de ocasión, pero el mérito mayor de Arciniegas es que no se dejó devorar por ellos y emprendió obras más ambiciosas, para romper con la tradición devoradora del diarismo. El periodismo y la política fueron y son los cementerios más terribles del talento latinoamericano, pero Arciniegas, que fue ministro y diplomático, logró sacarle el cuerpo a ambos con esa alegre irreverencia que aún hoy no cesa, la alegría del "estudiante" eterno que reivindicó en su primer libro famoso.
Al lado del venezolano Uslar Pietri y otros muchos moderados, Arciniegas nos incita a pensar y a escribir sobre los rumbos de este ámbito hispanoamericano, a escrutar sus mitos y mentiras, sus fanfarronadas y cursilerías, sus tragedias y hazañas, porque sólo así se pueden conjurar los fantasmas del silencio y la intolerancia. Su preocupación por las injusticias de los viejos y los nuevos tiranos nos indica además que, por desgracia, la historia no concluye y se avecina para el continente un siglo aún más oscuro que éste. Los héroes y ejércitos rebeldes de hace siglos, que parecían caducos y que en sus obras figuraban como muñecos de guiñol o soldados de plomo, vuelven a surgir de las ruinas de una modernidad cuyos tiranos no tienen ya charreteras sino corbatas y en vez de carrozas, autos blindados.
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(1) Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa, Manual del perfecto idiota latinoamericano, Plaza & Janés, México, 1996.
(1) Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa, Manual del perfecto idiota latinoamericano, Plaza & Janés, México, 1996.
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