Por Eduardo García Aguilar
Una de las novelas más destacadas dentro del panorama de la nueva
novela colombiana es El patio de los vientos perdidos de Roberto Burgos
Cantor (1948). Novela de ciénagas y tierra húmeda, incrustada en el
colorido ambiente del Caribe, la de Burgos es notoria porque es la
primera en desembarazarse de la retórica macondina que casi todos los
escritores de la costa colombiana no habían podido superar.
Durante los últimos años esos escritores luchaban sin resultados
por expulsar el pulpo garciamarquino que los asfixiaba. Con esta novela,
en la que campea un mundo mítico repleto de guiños a sus maestros, la
guerra ha terminado con resultados favorables para el soldado de las
letras. Como buen discípulo, Burgos ha logrado sintetizar los mejores
logros de García Márquez con el mundo maravilloso de Alvaro Mutis, quien
está presente en cada una de estas páginas. Más mutisiano que
macondiano, Burgos produjo, sin embargo, una novela absolutamente
burguiana.
La novela trascurre en dos tempos : el de un
boxeador decadente que trata de justificar su derrota y el de una casa
de putas regentada por Germania de la Concepción Cochero. Miguel
Sarmiento, el músico, Beny el boxeador, Lácides, el aristócrata
decadente, Olimpia y los músicos se entrecruzan en esa casa húméda
rodeada de flores y de iguanas, especie de barco fantasma donde se
concentra la maravilla de un mundo ajeno a la tierra fría de los Andes.
Araucaíma de las ciénagas.
La literatura colombiana está
marcada irremediablemente por sus signos geográficos. A un lado la
tierra fría de la cordillera con sus mundos nublados con mitologías
peculiares y al otro lado la tierra caliente de la costa con autores
atrapados en la nieve como Germán Espinosa, Burgos Cantor, Jaime
Manrique Ardila y Julio Olaciregui, para sólo mencionar algunos
recientes, cuya obra es fiel a su tierra. De estas oposiciones, de estos
ámbitos tan disímiles está surgiendo una nueva novela fogosa y variada
que explota súbitamente después de un lento proceso de incubación.
Burgos vive en Bogotá (*) y desde el « exilio » evoca un mundo que
tiene mayores coincidencias con las islas y las costas del Caribe que
con las tierras altas de Colombia. Otros escritores, esta vez andinos,
como Eduardo Zalamea Borda, han escrito obras donde muestran el ansia de
fundirse en la otra mitad del país. Cuatro años a bordo de mi mismo,
publicada en 1934, es una Vorágine aguamarina. En sus páginas se ve
claramente que quien escribe es un paramuno deseoso de comerse a la
costa. Y al final de esta gran novela hay un sabor de inevitable
fracaso.
A diferencia de Cuatro años a bordo de mi mismo,
El patio de los vientos perdidos inunda de humedad el cuarto de un
lector ajeno y lo sume en el letargo de ciertos atardeceres desde donde
emergen ferrys abandonados, corredores y escalinatas rodeadas de
enredaderas, techos lejanos de paja y músicas de harmonios encantados
que huelen a colonia de Murray. El tiempo que une a los objetos es el
del almanaque Bristol. Y su dirección loca es la de los cangrejos
azules. El vehículo en que viaja, una victoria halada por corceles
negros.
Antes había publicado en la colección del
Instituto Colombiano de Cultura un libro de cuentos, Lo Amador, donde se
vislumbraban los principales temas y ámbitos de El patio de los vientos
perdidos. Desde entonces Burgos escogió para escribir una trompeta.
Tomando partido por el lenguaje, por la música de las palabras y sus
destellos, asestó un golpe certero a cierto manierismo, cuyo objetivo
era la confusión estructuralista antes que la poesía o la música.
La novela comienza con el contrapunteo de dos tiempos : el del
boxeador fracasado y el de la casa de Germania. Son fotografías donde se
muestran los elementos fundamentales de la historia. Luego, en una
larga sinfonía caribe, Burgos se remonta al pasado colonial, el de los
ancestros de don Laci, para llegar de nuevo a la casa con su ambiente de
farra mítica. Es un texto de más de cien paginas para ser cantado en
voz alta. Después volvemos a la angustia del fracaso, con un texto para
percusión, donde Beny, asiduo de la casa, cuenta los peligros del éxito.
Al final viene el entierro de don Laci, personaje misterioso que llegó y
se quedó como sombra, seguro de haber encontrado en Germania su otra
parte. Es un entierro de opera, bajo el sol y la humedad, arrullado por
el oleaje y los chapuceos de los cangrejos.
Para
desentrañar El patio de los vientos perdidos debemos sumergirnos en él
sin temores. Con la fogosidad de otros textos realistas, Burgos abre una
brecha dentro de la nueva literatura colombiana. Su partido es la
música antes que todo y a través de ella cuenta las historias. Los
hechos y los protagonistas son el eco del combo. La novela es el sonido
que ha dejado el combo junto al mar, cuando los borrachos se reúnen a
tomar las cervezas frías del alba.
El delirio novelístico de
la nueva generación de escritores de Colombia es sorprendente. Tal vez
en pocos países de América Latina se están escribiendo tantas novelas, y
esto se debe al deseo de emular al gran Patriarca. Hay un abanico que
va desde el más descarnado realismo hasta las más abstrusas
experimentaciones. Burgos Cantor, con El patio de los vientos perdidos,
ha optado por dar a las palabras poderes musicales, visuales, olfativos y
táctiles.
Otro cartagenero, Germán Espinosa (1938),
escribió y publicó en Montevideo en 1970 una novela que puede
considerarse precursora de El patio de los vientos perdidos en lo que
respecta a la utilización de la palabra como nota musical : Los cortejos
del diablo. En ambas se percibe el deseo de hacer de éstas el cuero de
un tambor, la cuerda de un instrumento, el metal de la corneta. La de
Espinosa se remonta, como en su momento también lo hace la de Burgos, a
los tiempos virreinales. Y todo parece como si en el remoto pasado
estuvieran escritas las tragedias y las dichas presentes, los signos de
la suerte, las cartas de la baraja. Como si Cartagena de Indias, tierra
de fundación, estuviera poblada de los más extraños fantasmas de la
palabra, gnomos de la ficción.
De Lo Amador hasta El patio
de los vientos perdidos (Planeta colombiana. Bogota, 1984) hay ya un
camino recorrido que augura nuevas fiestas y delirios. Con su primera
novela, Burgos Cantor coloca una de las más valiosas piedras del
edificio novelístico del post-macondismo colombiano.
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Texto publicado en el suplemento Sábado de Unomásuno en 1984, en México
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