Por Eduardo García Aguilar
Norberto Cuesta, quien acaba de publicar en Hoyos editores
Dingolondangos, siempre ha estado habitado por la poesía desde los
tiempos en que sentados ambos codo a codo en clase por los azares del
alfabeto, traficábamos cientos de poemas de forma clandestina pasándolos
tras escribirlos debajo del pupitre, lejos de la vigilancia de los
profesores. A veces eran depositados como mensajes de un secta secreta
sobre fatigadas superficies, dejados en el cancel de una puerta,
enviados al cielo con una paloma mensajera imaginaria o lanzados al aire
en una tarde de ventisca cuando coloridos cometas y globos se volvían
barcos ebrios.
La poesía era así la forma más vasta de respirar en los viejos salones
de un exconvento de monjas adaptado en colegio de bachillerato, cerca de
la Iglesia de los Agustinos y las empinadas calles de la ciudad antigua
que habían sobrevivido a los incendios que la devastaron a comienzos
del siglo XX. Todo entonces era “muy antiguo y muy moderno”, como diría
el gran Rubén Darío, pero el futuro se desbordaba ya con creces y
aspiraba con sus energías centrífugas y centrípetas los cimientos de
donde veníamos.
El maestro Filemón Valencia, quien sería después colega de Norberto
Cuesta en el Instituto Universitario, nos abría las páginas de la
revista Faro para publicar nuestros primeros textos, ya fueran poemas o
ensayos o reseñas de libros. Además nos incitaba a profundizar en la
poesía castellana del Siglo de Oro, la de Garcilaso, Góngora,
Villamediana y Quevedo, para que la cotejáramos con la nueva lírica
española de la primera mitad del siglo XX, contemporánea de Federico
García Lorca, las vanguardias y los surrealistas.
En nuestras manos depositó él la obra poética del Nobel Juan Ramón
Jiménez, publicada en preciosos volúmenes de papel de seda, empastados
en cuero bruñido, y la de poetas posteriores como Vicente Aleixandre y
Pedro Salinas, contemporáneos que sobrevivieron a las guerras y el
tiempo y cuya poesía nutre la obra alerta, ìntima, serena y a veces
cósmica de Cuesta. En sus poemas hay una permanente posibilidad de
hallazgo metafórico, una predicción del cosmos y una alquimia inusitada
para conectar el aquí de lo cotidiano con el más allá insondable.
Norberto Cuesta tiene la mirada alerta del águila que ve todo lo que
sucede a su alrededor, la flor súbita, el agua que fluye en la roca, el
musgo adosado al árbol, el venado que huye, el zumbido de un insecto
entre enredaderas, el llanto de un niño, la melodía que sale de un bar,
la lágrima de quien se despide para siempre o ama hasta agotar las
mariposas. La de Cuesta es una mirada de poeta que es mucho más alerta
vital ante la deriva de la galaxia que premonición de tempestades en la
humedad de los trópicos.
La energía de la obra poética de Cuesta está impulsada por la
conjuración del olvido, pues “el tiempo no es más que una espiral de
memorias que giran en torbellinos infinitos”. Por eso, al leer estos
textos viajamos por un vertiginoso túnel del tiempo con imágenes firmes y
volátiles de amigos soñadores como el matemático Goar que sueña con las
ruinas de Palmira o llora “ante el vuelo de las garzas de regreso a las
cinco de la tarde”. También es un periplo que lleva a la eclosión de
una flor antes de marchitarse, o a la evocación de ancestros, hermanos,
amigos, recién nacidos o cuerpos amados y deseados que estremecen y dan
vida a las palabras.
“Apenas voy a disfrutar de un antier que no ha llegado”, señala Cuesta, y
por eso añade que “soy un pretérito mal conjugado que se quedó en
atardeceres remotos y en unos ojos verdes, estancado”. De ese elíxir
lejano de los tiempos extrae el temple febril de sus poemas. “Me he
pasado calculando tantas estrellas en mis noches”, dice para referirse a
todos esos instantes en que ha indagado por el tiempo mirando hacia la
inmensidad del cosmos, porque para la voz que habla en sus poemas todo
es memoria y solo hay olvido en la muerte.
Como la hermosa serpiente que va “reptando por este desierto de la vida,
comiendo arena con los ojos”, el poeta recorre un universo propio que
viene a ser solo otra dimensión del infinito. Son palabras convocadas
para decirlo todo antes de que el futuro devore lo circundante, borrando
las huellas para que no sea “la hormiga que extravió el camino y dejó
su carga en el lugar errado”.
En cada poema Cuesta quiebra los espejos de lo vivido como el demiurgo
que salva a los cautivos. La suya es una poesía existencial que escruta
en las cavernas del olvido, allí donde los humanos plasmaron los cinco
dedos de las manos contra las rocas gritando para nada y para nadie,
pues “lo que dimos, lo que amamos, lo que edificamos” se volverán solo
“palimpsestos de otros caminantes” que vendrán a poblar los espacios
abandonados.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 27 de diciembre de 2020.
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