mardi 29 décembre 2020

EL PATIO DE LOS VIENTOS PERDIDOS DE BURGOS CANTOR

Por Eduardo García Aguilar

   Una de las novelas más destacadas dentro del panorama de la nueva novela colombiana es El patio de los vientos perdidos de Roberto Burgos Cantor (1948). Novela de ciénagas y tierra húmeda, incrustada en el colorido ambiente del Caribe, la de Burgos es notoria porque es la primera en desembarazarse de la retórica macondina que casi todos los escritores de la costa colombiana no habían podido superar.

     Durante los últimos años esos escritores luchaban sin resultados por expulsar el pulpo garciamarquino que los asfixiaba. Con esta novela, en la que campea un mundo mítico repleto de guiños a sus maestros, la guerra ha terminado con resultados favorables para el soldado de las letras. Como buen discípulo, Burgos ha logrado sintetizar los mejores logros de García Márquez con el mundo maravilloso de Alvaro Mutis, quien está presente en cada una de estas páginas. Más mutisiano que macondiano, Burgos produjo, sin embargo, una novela absolutamente burguiana.

     La novela trascurre en dos tempos : el de un boxeador decadente que trata de justificar su derrota y el de una casa de putas regentada por Germania de la Concepción Cochero. Miguel Sarmiento, el músico, Beny el boxeador, Lácides, el aristócrata decadente, Olimpia y los músicos se entrecruzan en esa casa húméda rodeada de flores y de iguanas, especie de barco fantasma donde se concentra la maravilla de un mundo ajeno a la tierra fría de los Andes. Araucaíma de las ciénagas.

     La literatura colombiana está marcada irremediablemente por sus signos geográficos. A un lado la tierra fría de la cordillera con sus mundos nublados con mitologías peculiares y al otro lado la tierra caliente de la costa con autores atrapados en la nieve como Germán Espinosa, Burgos Cantor, Jaime Manrique Ardila y Julio Olaciregui, para sólo mencionar algunos recientes, cuya obra es fiel a su tierra. De estas oposiciones, de estos ámbitos tan disímiles está surgiendo una nueva novela fogosa y variada que explota súbitamente después de un lento proceso de incubación.

    Burgos vive en Bogotá (*) y desde el « exilio » evoca un mundo que tiene mayores coincidencias con las islas y las costas del Caribe que con las tierras altas de Colombia. Otros escritores, esta vez andinos, como Eduardo Zalamea Borda, han escrito obras donde muestran el ansia de fundirse en la otra mitad del país. Cuatro años a bordo de mi mismo, publicada en 1934, es una Vorágine aguamarina. En sus páginas se ve claramente que quien escribe es un paramuno deseoso de comerse a la costa. Y al final de esta gran novela hay un sabor de inevitable fracaso.

     A diferencia de Cuatro años a bordo de mi mismo, El patio de los vientos perdidos inunda de humedad el cuarto de un lector ajeno y lo sume en el letargo de ciertos atardeceres desde donde emergen ferrys abandonados, corredores y escalinatas rodeadas de enredaderas, techos lejanos de paja y músicas de harmonios encantados que huelen a colonia de Murray. El tiempo que une a los objetos es el del almanaque Bristol. Y su dirección loca es la de los cangrejos azules. El vehículo en que viaja, una victoria halada por corceles negros.  

    Antes había publicado en la colección del Instituto Colombiano de Cultura un libro de cuentos, Lo Amador, donde se vislumbraban los principales temas y ámbitos de El patio de los vientos perdidos. Desde entonces Burgos escogió para escribir una trompeta. Tomando partido por el lenguaje, por la música de las palabras y sus destellos, asestó un golpe certero a cierto manierismo, cuyo objetivo era la confusión estructuralista antes que la poesía o la música.

La novela comienza con el contrapunteo de dos tiempos : el del boxeador fracasado y el de la casa de Germania. Son fotografías donde se muestran los elementos fundamentales de la historia. Luego, en una larga sinfonía caribe, Burgos se remonta al pasado colonial, el de los ancestros de don Laci, para llegar de nuevo a la casa con su ambiente de farra mítica. Es un texto de más de cien paginas para ser cantado en voz alta. Después volvemos a la angustia del fracaso, con un texto para percusión, donde Beny, asiduo de la casa, cuenta los peligros del éxito. Al final viene el entierro de don Laci, personaje misterioso que llegó y se quedó como sombra, seguro de haber encontrado en Germania su otra parte. Es un entierro de opera, bajo el sol y la humedad, arrullado por el oleaje y los chapuceos de los cangrejos.

Para desentrañar El patio de los vientos perdidos debemos sumergirnos en él sin temores. Con la fogosidad de otros textos realistas, Burgos abre una brecha dentro de la nueva literatura colombiana. Su partido es la música antes que todo y a través de ella cuenta las historias. Los hechos y los protagonistas son el eco del combo. La novela es el sonido que ha dejado el combo junto al mar, cuando los borrachos se reúnen a tomar las cervezas frías del alba.

El delirio novelístico de la nueva generación de escritores de Colombia es sorprendente. Tal vez en pocos países de América Latina se están escribiendo tantas novelas, y esto se debe al deseo de emular al gran Patriarca. Hay un abanico que va desde el más descarnado realismo hasta las más abstrusas experimentaciones. Burgos Cantor, con El patio de los vientos perdidos, ha optado por dar a las palabras poderes musicales, visuales, olfativos y táctiles.

Otro cartagenero, Germán Espinosa (1938), escribió y publicó en Montevideo en 1970 una novela que puede considerarse precursora de El patio de los vientos perdidos en lo que respecta a la utilización de la palabra como nota musical : Los cortejos del diablo. En ambas se percibe el deseo de hacer de éstas el cuero de un tambor, la cuerda de un instrumento, el metal de la corneta. La de Espinosa se remonta, como en su momento también lo hace la de Burgos, a los tiempos virreinales. Y todo parece como si en el remoto pasado estuvieran escritas las tragedias y las dichas presentes, los signos de la suerte, las cartas de la baraja. Como si Cartagena de Indias, tierra de fundación, estuviera poblada de los más extraños fantasmas de la palabra, gnomos de la ficción.

De Lo Amador hasta El patio de los vientos perdidos (Planeta colombiana. Bogota, 1984) hay ya un camino recorrido que augura nuevas fiestas y delirios. Con su primera novela, Burgos Cantor coloca una de las más valiosas piedras del edificio novelístico del post-macondismo colombiano.

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Texto publicado en el suplemento Sábado de Unomásuno en 1984, en México

 

lundi 28 décembre 2020

LOS PALIMPSESTOS DE NORBERTO CUESTA


Por Eduardo García Aguilar

Norberto Cuesta, quien acaba de publicar en Hoyos editores Dingolondangos, siempre ha estado habitado por la poesía desde los tiempos en que sentados ambos codo a codo en clase por los azares del alfabeto, traficábamos cientos de poemas de forma clandestina pasándolos tras escribirlos debajo del pupitre, lejos de la vigilancia de los profesores. A veces eran depositados como mensajes de un secta secreta sobre fatigadas superficies, dejados en el cancel de una puerta, enviados al cielo con una paloma mensajera imaginaria o lanzados al aire en una tarde de ventisca cuando coloridos cometas y globos se volvían barcos ebrios.
La poesía era así la forma más vasta de respirar en los viejos salones de un exconvento de monjas adaptado en colegio de bachillerato, cerca de la Iglesia de los Agustinos y las empinadas calles de la ciudad antigua que habían sobrevivido a los incendios que la devastaron a comienzos del siglo XX. Todo entonces era “muy antiguo y muy moderno”, como diría el gran Rubén Darío, pero el futuro se desbordaba ya con creces y aspiraba con sus energías centrífugas y centrípetas los cimientos de donde veníamos.   
El maestro Filemón Valencia, quien sería después colega de Norberto Cuesta en el Instituto Universitario, nos abría las páginas de la revista Faro para publicar nuestros primeros textos, ya fueran poemas o ensayos o reseñas de libros. Además nos incitaba a profundizar en la poesía castellana del Siglo de Oro, la de Garcilaso, Góngora, Villamediana y Quevedo, para que la cotejáramos con la nueva lírica española de la primera mitad del siglo XX, contemporánea de Federico García Lorca, las vanguardias y los surrealistas.
En nuestras manos depositó él la obra poética del Nobel Juan Ramón Jiménez, publicada en preciosos volúmenes de papel de seda, empastados en cuero bruñido, y la de poetas posteriores como Vicente Aleixandre y Pedro Salinas, contemporáneos que sobrevivieron a las guerras y el tiempo y cuya poesía nutre la obra alerta, ìntima, serena y a veces cósmica de Cuesta. En sus poemas hay una permanente posibilidad de hallazgo metafórico, una predicción del cosmos y una alquimia inusitada para conectar el aquí de lo cotidiano con el más allá insondable. 
Norberto Cuesta tiene la mirada alerta del águila que ve todo lo que sucede a su alrededor, la flor súbita, el agua que fluye en la roca, el musgo adosado al árbol, el venado que huye, el zumbido de un insecto entre enredaderas, el llanto de un niño, la melodía que sale de un bar, la lágrima de quien se despide para siempre o ama hasta agotar las mariposas. La de Cuesta es una mirada de poeta que es mucho más alerta vital ante la deriva de la galaxia que premonición de tempestades en la humedad de los trópicos.
La energía de la obra poética de Cuesta está impulsada por la conjuración del olvido, pues “el tiempo no es más que una espiral de memorias que giran en torbellinos infinitos”. Por eso, al leer estos textos viajamos por un vertiginoso túnel del tiempo con imágenes firmes y volátiles de amigos soñadores como el matemático Goar que sueña con las ruinas de Palmira o llora “ante el vuelo de las garzas de regreso a las cinco de la tarde”. También es un periplo que lleva a la eclosión de una flor antes de marchitarse, o a la evocación de ancestros, hermanos, amigos, recién nacidos o cuerpos amados y deseados que estremecen y dan vida a las palabras.
“Apenas voy a disfrutar de un antier que no ha llegado”, señala Cuesta, y por eso añade que “soy un pretérito mal conjugado que se quedó en atardeceres remotos y en unos ojos verdes, estancado”. De ese elíxir lejano de los tiempos extrae el temple febril de sus poemas. “Me he pasado calculando tantas estrellas en mis noches”, dice para referirse a todos esos instantes en que ha indagado por el tiempo mirando hacia la inmensidad del cosmos, porque para la voz que habla en sus poemas todo es memoria y solo hay olvido en la muerte.  
Como la hermosa serpiente que va “reptando por este desierto de la vida, comiendo arena con los ojos”, el poeta recorre un universo propio que viene a ser solo otra dimensión del infinito. Son palabras convocadas para decirlo todo antes de que el futuro devore lo circundante, borrando las huellas para que no sea “la hormiga que extravió el camino y dejó su carga en el lugar errado”.
En cada poema Cuesta quiebra los espejos de lo vivido como el demiurgo que salva a los cautivos. La suya es una poesía existencial que escruta en las cavernas del olvido, allí donde los humanos plasmaron los cinco dedos de las manos contra las rocas gritando para nada y para nadie, pues “lo que dimos, lo que amamos, lo que edificamos” se volverán solo “palimpsestos de otros caminantes” que vendrán a poblar los espacios abandonados.

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 27 de diciembre de 2020.

samedi 8 août 2020

CENTENARIO DE OTTO MORALES BENÍTEZ

Por Eduardo García Aguilar

Este 7 de agosto se cumplieron cien años del natalicio de Otto Morales Benítez (1920-2015), una de las grandes figuras del liberalismo colombiano en el siglo XX, quien además de ejercer varios cargos gubernamentales y participar en negociaciones de paz en Colombia, dejó una prolífica obra escrita y una leyenda como persona infatigable, enérgica, jovial y amigable, cualidades que conservó hasta el final durante su larguísima vida. Tenía la talla y las cualidades necesarias para haber sido un gran presidente de Colombia, pero como es bien sabido en nuestro país, no son por lo regular los mejores ni los más generosos quienes llegan al solio de Bolívar.
Alguna noche lo vi bromeando en la casa de Poesía Silva sobre su destino presidencial con otro candidato humanista, Carlos Gaviria, lo que mostraba que nunca tuvo la más mínima frustración al respecto, sino que por el contrario podía reír a carcajada batiente sobre la aventura de aspirar y fracasar en el intento en este extraño país que vive desde siempre su historia como si viajara en una peligrosa y terrorífica montaña rusa. Al llegar esa noche a la Casa Silva parecía que todo se iluminaba de repente y el frío y la humedad bogotanas que reinaban en la vieja residencia del poeta modernista, poblada de líquenes y musgos, parecían dar paso a una intrincada y colorida jungla surgida de las entrañas del realismo mágico. Siempre se hacía un corrillo a su alrededor y todos se contagiaban de su alegría y vitalidad.
Con su sombrero Stetson negro, el bastón, el traje, la corbata y el chaleco impecables, Morales Benítez era una figura fascinante de otra época de Colombia cuando la política era en su mayoría ejercida por humanistas, pensadores y lectores, que aunque pertenecieran a los partidos enemigos o se situaran en los extremos ideológicos, tenían en común un jardín secreto que estaba poblado por la literatura, el pensamiento y la historia. Muchos políticos de su tiempo, como Alberto Lleras, Belisario Betancur o Alfonso López Michelsen, entre otros muchos, ejercieron la escritura en diversos géneros y cuando los dos grandes partidos del país eran sólidos y tenían ideas y no solo componendas, ellos sabían elaborar idearios.
Nacido en Riosucio en el seno de una familia acomodada, siempre fue fiel a esos recuerdos de los ajetreos comerciales de la casa nativa y al trabajo infatigable de su padre para mantener la prosperidad de sus negocios. Tenía cierto parecido con Jorge Eliécer Gatitán, ese gran líder liberal asesinado, pues en la sangre y los rostros de ambos corría la energía del mestizaje colombiano fraguado por siglos de trabajo en las montañas y cuencas del país. Por eso él siempre fue leal al pueblo, a los campesinos, a los indígenas y a los afrodescendientes marginados que con su sudor contribuyeron a crear la riqueza del país y han estado tan presentes en su tierra natal, donde se celebra el muy famoso carnaval del Diablo.              
Tras estudiar en Popayán y Medellín como era de rigor en esos tiempos y graduarse de abogado, Morales Benítez se convirtió en un joven líder regional del partido, reconocido por sus talentos oratorios y don de gentes. Como mi padre también perteneció a ese partido, en su ala más progresista, y compartió con esa generación mucha aventuras en aquellos difíciles tiempos de la historia del país, desde muy temprano tuve conocimiento de su existencia porque en la biblioteca de la casa había dos libros suyos que leí y me marcaron cuando estaba en cuarto de bachillerato. Se trata de Testimonio de un pueblo (1951) y Revolución y Caudillos (1962) que devoré entonces disfrutando la prosa vital de ese escritor a quien mucho tiempo después tendría la fortuna de conocer y frecuentar cada vez que regresaba a Colombia desde México o Francia. En el primero descubrí las raíces profundas de la región donde nací y en el otro sentí vibrar la acción de los rebeldes que en Colombia lucharon contra las injusticias, el racismo, el clasismo, la esclavitud y la marginación y murieron por ello. 
Morales Benítez tenía su oficina en un alto piso del famoso edificio Colpatria, diagonal al Hotel Tequendama, donde recibía todo el día en romería a muchas personas que acudían a él desde lo más profundo del país y sin duda en especial de su tierra natal. Algunas veces me quedé con él hasta tarde en la noche y salíamos juntos caminando hasta el Hotel Tequendama, donde tomaba el taxi y me ofrecía llevarme hasta las Torres del Parque donde me hospedaba, para luego enrumbarse hasta su residencia situada en el norte. En el taxi seguía su inagotable y nutritiva conversación. 
Lo que más impresionaba de hablar con él era comprobar su lucidez, el entusiasmo y la energía que conservaba a tan alta edad y su deseo de hablar con los jóvenes y compartir sus sueños. Ese deseo de comerse la vida y el tiempo y vivirlo a pasos agigantados me hacía pensar en nuestros viejos robles, ancestros que despejaron los baldíos contra viento y marea y fundaron pueblos y ciudades que surgían en terrenos cubiertos hasta hace poco por la jungla templada. Esas montañas guardaban en su seno el brillo del oro de los indígenas exterminados por los conquistadores, colonizadores españoles y los criollos que los sucedieron, y cuya se presencia se veía en los fuegos fatuos que salían de sus tumbas llenas de joyas, imágenes y vasijas.
Su generosidad con los nuevos no tenía límites y me impresionó con el regalo de un largo ensayo sobre mi novela El viaje triunfal, que aun hoy me sorprende y que incluyó en Las líneas culturales del gran Caldas. Su primer libro fue un estudio sobre la fundación de Manizales y la gesta de la colonización de nuestras montañas. A falta de historia por lo reciente que era todo en Caldas, él trató de cimentar en su juventud esos hechos dándoles proyección hacia el futuro. Hasta el final de sus días seguía entonces empeñado en construir la historia de la tierra nativa, por lo que se interesó por lo que escribíamos los nuevos.
Con Testimonio de un pueblo descubrí adolescente la gesta de los fundadores de Manizales y las bases de esa gran expedición llena de pleitos agrarios. Ahora que lo evoco caminando a su lado esa noche bogotana, no puedo menos que agradecerle su generosidad y esperar que volvamos a leer algunos de sus libros, especialmente los escritos en esa primera impetuosa juventud. Otto Morales pertenece a una generacion de humanistas colombianos inolvidables, entre los cuales figuran Alvaro Mutis, Fernando Charry Lara, Manuel Zapata Olivella, Héctor Rojas Herazo y muchos otros nacidos en los años 20 del siglo pasado. Todos ellos se caracterizaron por no crear distancias con los jóvenes e ir hacia ellos para leerlos e impulsarlos. Figuras como Otto Morales Benítez y los humanistas de su tiempo son los verdaderos pilares necesarios de la cultura colombiana. Gracias a esos pilares la casa no se derrumba del todo. En este repugnante caos actual, cuando desfallezcamos, invoquemos a Otto Morales Benítez y a esos pilares e inspirémonos en ellos.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 9 de agosto de 2020.