Antes de terminar el siglo XX y cuando se hacía la
cuenta regresiva de las semanas, días, horas y minutos que nos separaban
del siglo XXI, Pablo Montoya (1963) deambulaba por las calles del
barrio existencialista de Saint Gernain des Prés, donde reinaron Miles
Davis, Boris Vian y Juliette Gréco, cubierto por un gabán azul oscuro y una bufanda escocesa que lo
protegían de las fuertes ráfagas del frío otoñal.
En ese
entonces, antes de los atentados de las Torres Gemelas en Nueva York,
las guerras posteriores, los vertiginosos cambios culturales
que sacudieron al mundo e imprimen a la
existencia una velocidad desbocada y angustiante, la vida literaria era
trepidante en ese barrio donde estaban las sedes de las grandes
editoriales y las principales librerías, universidades e institutos de
élite. Nos encontrábamos felices en las presentaciones de nuestros
libros y de los amigos en la Casa de América Latina y aun estaba vivo
Miguel de Francisco, el último barroco colombiano, literario hasta el
sacrificio. Después desaparecieron una tras otra las tradicionales
librerías hispánicas y América Latina y sus escritores pasamos de
moda.
Montoya ya
había estudiado música en Tunja, fría ciudad colombiana donde vivió
intensos años de aprendizaje estético y desde hacía cierto tiempo
proseguía sus estudios literarios en la Universidad de la Sorbona Nueva,
donde trabajaba con ahínco la obra de Alejo Carpentier y revisaba con
notables maestros la historia de la literatura latinoamericana desde el modernismo de Rubén Darío, hasta la
explosión del boom, pasando por las vanguardias y el realismo social de la primera mitad del siglo XX, marcada por
las obras de Jose Eustasio Rivera, Horacio Quiroga, Vicente Huidobro,
César Moro y José Vasconcelos.
Si Rubén Darío
hubiese sido su contemporáneo, hubiera incluido a Pablo Montoya en su
colección de raros literarios, esos personajes que al final del siglo
XIX se rebelaron contra la industrialización y la terrenalidad
imperantes para refugiarse en lejanos mundos desparecidos, continentes
perdidos y épocas extrañas que como Grecia, Roma y Bizancio o el
Renacimiento, vibraban con locura en los arcanos de la perfección
estética, el pensamiento cósmico, teológico y alquímico, las imágenes
pictóricas de los grandes maestros italianos o la música que se
interpretaba en los palacios de la nobleza.
Raro es Pablo
Montoya, pues como Baudelaire, Joris Karl Huysmans, Georges Rodenbach,
Marcel Schowb y Barney D'Aurevilly y otros decadentes, recorrió con
pasos rápidos las húmedas callejuelas del Barrio Latino, enfundado en su
gabán y proyectando una luz de láser a su alrededor con una mirada de
iluminado, poseído por la irrefrenable sed del ojo. Montoya es y ha sido
un estudiante esencial y como tal en esos años crepusculares seguía
escribiendo en secreto los textos y relatos que ya creaba en Colombia,
nutriéndose de sus lecturas, los profundos estudios musicales y pictóricos, y de la
amada París que compartíamos todos.
Él siempre ha
escrito desde la música y para la música. Su obra vibra en los
escenarios donde suenan todos los instrumentos, incluso los fabulosos y
quiméricos que inventa su imaginación. En el magnífico libro la Sinfónica y otros cuentos
(1993), que incluye varios de sus más logrados relatos, Montoya nos
introduce de lleno en el fantástico universo musical que irriga toda su
obra, presentándonos personajes poseídos por el ansia del arte y
devorados por una fuerza creativa que los lleva a construir instrumentos
quiméricos que sacuden el cosmos.
Uno a uno empezó a publicar sus primeros libros en diversas editoriales independientes en medio de la soledad de quienes salen de su tierra para desandar en la diáspora lejanos países desconocidos y grandes ciudades donde en cada cuadra viven como anónimos muchas glorias de la literatura, el arte y el pensamiento y donde se rinde memoria en placas y estatuas a figuras inolvidables del pasado que como él fueron habitantes anónimos de París, la ciudad de las universidades medievales a donde vino una vez Gargantúa de la mano de su inventor Rabelais.
Uno a uno empezó a publicar sus primeros libros en diversas editoriales independientes en medio de la soledad de quienes salen de su tierra para desandar en la diáspora lejanos países desconocidos y grandes ciudades donde en cada cuadra viven como anónimos muchas glorias de la literatura, el arte y el pensamiento y donde se rinde memoria en placas y estatuas a figuras inolvidables del pasado que como él fueron habitantes anónimos de París, la ciudad de las universidades medievales a donde vino una vez Gargantúa de la mano de su inventor Rabelais.
Montoya tiene
un lugar en ese mundo de los raros iluminados por la literatura, hijos y
hermanos de Gérard de Nerval que van siempre cargados de libros en sus
bolsillos y se detienen junto a un farol a contemplar con intensidad los
visos de la luz sobre las aguas del entrañable río Sena, o se sientan a
contemplar desde el parque que rodea a la antigua iglesia Saint Julien
Le Pauvre, presente ahí desde el siglo XII, las estructuras igualmente
antiguas de Notre Dame de París, iluminada por los haces intermitentes
de luz de los barcos modernos que cruzan bajo los puentes.
Cuando uno lee
los cuentos y relatos de Pablo Montoya vuelve a visitar las callejuelas y
los rincones de la ciudad que se bebió muy joven de un solo sorbo como
si fuera un elíxir sagrado, por lo que a veces sus personajes jóvenes y
errantes del mundo moderno se ven atrapados por un pasado desconocido
que los devora como en ese escalofriante relato El agua es fuego mojado,
de su libro Razia (2001).
En estos
cuentos y relatos de iniciación escritos con el alma altiva del
estudiante de literatura, Montoya vive la realidad contemporánea con sus
luces de neón, pero a su vez se
ancla en los lejanos mundos del desterrado Ovidio o el maldito
Baudelaire, en las imágenes de los grandes maestros de la pintura que lo
inspiran para explorar otros siglos y visitar las cabañas bucólicas de
los románticos alemanes o los mundos nuevos recién descubiertos por
aventureros en el Nuevo mundo, cuando no las tabernas de paso que
visitaron Propercio, Petronio o Apuleyo.
En
sus textos se alterna la presencia de su tierra de origen con los
mundos antiguos sumidos en las atroces guerras territoriales o de
religión. Sus personajes son marginales de hoy que
deambulan por la explanada del Centro Pompidou bebiendo cerveza Heineken
y en la ebriedad renacen en medio de una guerra de sectas entre hienas
que los llevan al suplicio. Viven en la miseria y hacen el amor en las
buhardillas del séptimo
piso, pero sueñan en palacios renacentistas.
En Habitantes
(1999), Montoya explora los misterios de las urbes donde los individuos
son triturados o cargan penas o tragedias innombrables, como el
misterioso conductor de un bus que viaja por el tiempo y acoge en el
periplo soldados en plena lujuria o ancianos recién fallecidos, o el
aseador desamparado errante que deambula por túneles herrumbrosos
poblados de detritus y alimañas invencibles, o el músico solitario que
inventa instrumentos y obras imposibles y después de darlo todo en busca
de la perfección rompe las partituras y las lanza al viento.
El
pintor acosado, la muchacha desnuda, el transeúnte, el cartógrafo, el
arquitecto, el cerrajero, el lector, el mimo triste, la prostituta, el
escritor, la mecanógrafa abandonada, son algunos de esos personajes que
pinta Montoya a medida que son atrapados por la urbanización devoradora
de la metrópoli.
Todos estos relatos de
primera juventud son un homenaje al estudiante que se devora el mundo
con la mirada y el corazón y escribe para nada y para nadie en la más
absoluta soledad.
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