Uno
de los efectos más nefastos que provocó el unanimismo ideológico
colombiano de ultraderecha vivido en la primera década del siglo XXI,
fue el posicionamiento hegemónico del sermón paisa como centro de la
literatura colombiana, retrocediéndonos de súbito a los tiempos de antes
de Tomás Carrasquilla y Baldomero Sanín Cano. Así como el realismo
mágico cortó de tajo las experiencias modernas de las generaciones de
las revistas Mito y Eco y sus discípulos, decapitando dos generaciones
de autores modernos, podría decirse que el neo-costumbrismo paisa de
carriel y poncho se impuso en esta década a la par que la cantaleta
presidencial, junto a otras literaturas soeces de tetas y paraísos,
nutridas por el hampa nacional.
El
éxito desmesurado de las confesiones autobiográficas o los relatos
costumbristas de algunos escritores antioqueños y de otras partes del
país, son una muestra de esa extraña seducción ejercida entre los
lectores por el discurso arcaico, moralista y autoritario, mezcla de los
viejos chistes de Cosiaca y Montecristo, con la energía incendiaria de
Monseñor Builes, la charlatanería deschavetada y sin ton ni son del
maestro Fernando González y el habla criminal de los malevos y "pirobos"
de barriada.
Al
público le atrae las lecturas fáciles, o sea obras que se leen de un
tirón y seducen porque nos afirman en las taras culturales de las que
venimos y que en el caso colombiano son el discurso violento y soez, la
injuria gratuita de connotación sexual y cierto aire de moralismo
misógino de sacristía. Ese discurso narrativo y oratorio, a veces
homicida y fascistoide, se caracteriza asimismo por un autismo
ignorantón y autodidacta que niega todo debate y se basa en anatemas y
chistes de mal gusto en torno a los cuales no puede haber discusión
alguna.
Los libros
más vendidos en esta década en Colombia para alegría de las editoriales
españolas que se impusieron aquí, fueron en general representantes de
ese discurso, obras que rápidamente pasaron al cine o a la telenovela,
que a su vez es un género reproductor de las taras culturales, una forma
espléndida para mantener el statu quo entre la población alienada por
la violencia, como ha ocurrido desde México hasta la Patagonia.
Ese
auge de la literatura coloquial autobiográfica basada en la injuria y
lo soez, así como sus variantes imaginativas sicarescas o burdelescas,
fue un fenómeno que ya comienza a ser analizado por críticos lúcidos
como la contraparte de la hegemonía política reinante en esta era atroz
de miedo que ha vivido el país en las últimas décadas y que llegó a su
culmen en la primera década del siglo XXI con el experimento caudillista
que estuvo a punto de quedarse.
Esos
best-sellers coloquiales o autobiográficos paisas, costeños o bogotanos
que tanto se vendieron en los últimos dos lustros en Colombia
circularon sin límite a lo largo del país, invadieron las bibliotecas
oficiales y se impusieron como lecturas obligadas en las escuelas y
universidades, haciendo desaparecer de librerías y bibliotecas a dos
generaciones muy importantes de escritores e intelectuales
post-macondianos.
Me
refiero a las generaciones de autores que se iniciaron bajo la
influencia de la gran revista Mito, dirigida por Jorge Gaitán Durán, y
publicaron desde los años 60 y 70 del siglo pasado en revistas como
Letras Nacionales y Eco y en muchos suplementos literarios de diarios
nacionales y de provincia que desaparecieron para siempre en esta última
década, dando paso a secciones vacuas de entretenimiento y ocio. En
esas generaciones figuran autores tan importantes como Nicolás Suescún,
Germán Espinosa, Fernando Cruz Kronfly, Darío Ruiz Gómez, Óscar
Collazos, R. H. Moreno-Durán, Ricardo Cano Gaviria y Roberto Burgos
Cantor, entre otros muchos, cuya obra debería ser rescatada y estudiada y
vuelta revisar como muestra de una era en que la literatura y el
pensamiento modernos reinaron en Colombia sin saber que pronto el
desierto de la mediocridad terminaría por imponerse en la prosa.
Esas
generaciones fracasadas se conectaron con la modernidad, tendieron
puentes en Colombia con el pensamiento mundial, y ejercieron la
literatura como una actividad polígrafa donde no sólo brillaba la
narrativa, sino también el ensayo, la poesía y la reflexión ponderada y
profunda sobre los problemas de la época. Ellos dieron su vida por la
literatura, pero se equivocaron y fracasaron todos porque el país quedó
en manos de las mafias del narcotráfico, los paramilitares, el dinero
fácil, el arribismo y los políticos corruptos de cuello blanco que
manejaban sus intereses y cooptaron el palacio presidencial y el
Congreso, dominándolo todo con su ominosa sombra de frívola mediocridad
anti intelectual a través de medios de comunicación hechos a su imagen y
semejanza.
La
confusión, en la que cayeron los departamentos de literatura de las
universidades o las oficinas oficiales de cultura, surgió de creer que
por el sólo hecho de que un libro es éxito de ventas adquiere ya para
siempre el carácter de obra significativa y canónica. Eso está claro en
otras regiones del mundo, pero en un país como Colombia, con espacios
culturales tan reducidos por el miedo y la mediocridad ambiente y la
falta de crítica y de editoriales universitarias o privadas que no
tengan como único objetivo el lucro fácil y rápido, los best sellers se
volvieron la referencia obligada fuera de lo cual no había nada.
En
esta última década esa literatura fácil nos retrocedió a los tiempos de
antes de José Asunción Silva, José María Vargas Vila, Tomás
Carrasquilla y Baldomero Sanín Cano. La novela De Sobremesa de Silva
sería una obra moderna hoy en Colombia en la era de la sicaresca, el
genial Tomás Carrasquilla fue un gran autor que estuvo al tanto de las
corrientes de la literatura moderna europea y su lenguaje era creativo,
contemporáneo de James Joyce, así como lo era el de su coterráneo el
ensayista antioqueño y cosmopolita Baldomero Sanín Cano, que debe estar
retorciéndose en su tumba al leer a sus descendientes del siglo XXI. Y
en lo que respecta al pobre Vargas Vila, sus anatemas para asuntar
monjitas fueron atrevidos y peligrosos en su época, pero aplicados hoy
por la literatura paisa dominante son realmente patéticos.
La
literatura antioqueña que triunfó en la larga era del caudillo como
contraparte de su cantaleta diaria, siguió sentada en sus laureles
fáciles, repitiendo y rindiendo culto no sólo a la traquetocracia sino
al maestro Fernando González, convertido ahora en una especie de deidad,
pero cuyo discurso caótico de sabelotodo a veces exasperante ya no
resiste lecturas contemporáneas. Pero al menos él fue original. Superar
por fin ese discurso arcaico y sacristanesco de la conservadora
sociedad antioqueña, camandulera, violenta y machista, es una tarea
fundamental de la literatura colombiana de hoy en esta nueva era que se
inicia en 2010, después de una década de oscurantismos políticos y
literarios de todo pelambre.
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Publicado en La Patria, 2-V-10
* En la foto el humorista Cosiaca.
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