samedi 28 mai 2022
BOGOTÁ TRISTE, SOLITARIA Y FINAL
lundi 9 mai 2022
EL NADAÍSTA X-504
El nadaísta Jaime Jaramillo Escobar (1932-2021), conocido en sus inicios como X-504, estaba ahí entre nosotros pero pocos, solo los más entendidos, se daban cuenta porque en Colombia se cree en estos tiempos de narcos y arribistas que la gran literatura del país es la que más vende y produce best sellers o algarabía de lagartos y aspavientos comerciales de egos hinchados de machos alfa. Él, fiel a los pueblos donde nació y creció como hijo de maestro de escuela, y a su pasión por la naturaleza y la vida, no estaba buscando homenajes ni invitaciones ni reconocimientos porque su obra estaba ahí, viva, luminosa y palpitante.
LAS MIL BATALLAS DE GARDEAZÁBAL
Siendo muy joven y rebelde, Gustavo Álvarez Gardeazábal (1945) publicó
en el lapso de unos cuatro años varias novelas que se convirtieron en
clásicos de la narrativa colombiana y latinoamericana como Cóndores no
entierran todos los días, Dabeiba, La boba y el buda, El bazar de los
idiotas, entre otras. Su irrupción en la literatura colombiana fue
vertiginosa en los primeros años de la década del 70 del siglo pasado,
que también vio emerger a otros autores de su generación como Óscar
Collazos, Fernando Cruz Kronfly, Héctor Sánchez, Umberto Valverde, Fanny
Buitrago, Alba Lucía Ángel, Roberto Burgos y R.H. Moreno Durán, entre
una veintena de autores magníficos que constituyen una poderosa
generación que aún se debe estudiar y valorar.
Pero Gardeazábal surgió casi como una explosión volcánica contra viento y
marea, dispuesto a contar con un lenguaje propio y local las historias
ocurridas en su terruño, Tuluá, en tiempos de la horrorosa violencia
entre liberales y conservadores en medio de la cual vio la luz del mundo
hace 75 años. Su objetivo era hacer clásico e internacional el lenguaje
de la chismografía de su pueblo natal Tuluá, pues considera que hay un
rico y específico modo del castellano, que él denomina el “tulueño”. Así
como Proust tenía su jerga de frases interminables en un estilo
exquisito donde sonaba el habla de los salones aristocráticos de París a
fines de siglo XIX y comienzos del XX, Gardeazábal hilaba, tejía,
serpenteaba, entrelazaba las historias a través de palabras que como
pólvora se regaban y explotaban en todos los sentidos, en un endemoniado
fuego pirotécnico, galáctico, generalizado y en espiral.
Cóndores no entierran todos los días se convirtió en el emblema de esa
narrativa de la violencia a través de la historia de un temible pájaro
contada desde todos los ángulos con su prosa musical, barroca y
churrigueresca, poderosa y fértil enredadera florecida y venenosa que se
reproducía a toda velocidad, impulsada por una savia devoradora sobre
muros, techos, aceras, zaguanes, cementerios, patios e iglesias del
pueblo natal. El gran Francisco Norden la llevaría después al cine, en
la que tal vez sea la película colombiana más importante del siglo XX.
Uno tras otro iban saliendo sus novelas y libros de cuentos que ganaron
premios internacionales en España, se convirtieron en best sellers y
fueron traducidos a varias lenguas, entre ellas el polaco, el inglés, el
alemán, el italiano y el húngaro. Como siempre ambicionó a lo grande,
se dio cuenta de que para figurar en Colombia tenía antes que publicar y
sonar primero en el extranjero, pues la literatura colombiana de su
tiempo, como la de hoy, siempre ha estado centralizada en la hegemonía
bogotana que mira de reojo a las creaciones de autores nacidos o activos
en otras regiones. El costeño Gabriel García Márquez lo había precedido
en esa reivindicación de lo local, y como él, tuvo que publicar lejos
de su patria para que lo tuvieran en cuenta los capataces literarios de
la Atenas suramericana.
Gardeazábal no se sentó en los laureles conquistados como un guerrero
griego antes de cumplir los 30 años. Siempre ha sido un autor incómodo,
polémico, odiado y admirado, ya que nunca ha tenido pelos en la lengua
para expresar sus opiniones que desde el principio fueron contra todas
las corrientes políticas y sexuales. Cuando la izquierda dogmática
dominaba el pensamiento en las universidades, él era el único tribuno
estudiantil opositor que enfrentaba a las divas revolucionarias, muchas
de las cuales, comunistas, maoístas, guevaristas, camilistas,
trotskistas, fueron exterminados o se apaciguaron después y entraron al
redil.
Y fue un verdadero precursor, pues muchas décadas antes del auge del
movimiento LGTB, él ya exponía al viento sin complejos su homosexualidad
con un orgullo en un país que es y ha sido fundamentalmente machista,
camandulero y conservador. Varios de sus libros tienen héroes
homosexuales como El Divino y la Misa ha terminado y vestido él también
como diva sesentayochera con pantalones de rayas blancas y rojas y
camisas floreadas, expresaba su elocuencia desde todas las tribunas y
púlpitos asustando monjas, horrorizando obispos, alcaldes, presidentes y
desestabilizando a los pontífices con sus báculos de hoz y martillo.
Tal vez, como destaca Isaías Peña Gutiérrez, esa hidra de varias
cabezas, a la vez conservador y volteriano, convencional e irreverente,
mojigato y lúbrico, se nutre del contradictorio imaginario familiar,
pues su padre fue godo y su madre liberal.
Esa inasibilidad permanente de Gardeazábal, la indómita fuerza para
evitar ser etiquetado, el carácter impulsivo y quijotesco le ha causado
al autor tulueño múltiples problemas y también lo condujeron a vivir
aventuras que lo convierten a su vez en personaje de novela. Con más de
diez novelas publicadas y un reconocimiento literario sólido se aventuró
como otros autores latinoamericanos en las aguas turbias de la
política. En una carrera política vertiginosa como su vida literaria,
fue alcalde de su pueblo y llegó a gobernador del Valle con una votación
gigantesca que en algún momento lo hizo sonar como probable candidato a
la presidencia, igual que su amigo Vargas Llosa en Perú, pero se le
atravesaron las arañas de la intriga y terminó experimentando la cárcel,
experiencia que ha enriquecido a grandes autores como Miguel de
Cervantes Saavedra y Álvaro Mutis, entre otros.
Ahora que ya es un sabio sereno que mira el paisaje planeando desde las
altas cumbres como los cóndores de los Andes, más allá del bien y del
mal, dotado de la poderosa inteligencia que siempre lo ha caracterizado,
sus coterráneos le hacen un homenaje por su llegada a edad tan
venerable. Convocados de manera virtual a causa de la pandemia de
coronavirus por su amigo el poeta Ómar Ortiz, muchos críticos y
escritores fueron convocados para debatir esta semana de agosto, previa a
su cumpleaños el 31 de agosto, en torno a su vida y obra.
Sentado en su estudio, ataviado con sus inconfundibles, amplias y
elegantes camisas, con dicción pausada y mirada de águila, respondió a
las preguntas de Isaías Peña Gutiérrez, quien lo conoce y lo ha seguido y
estudiado desde el principio. Con Johnattan Tittler, que acaba de
traducir al inglés después de arduo trabajo Cóndores no entierran todos
los días, habló de las dificultades de trasladar el lenguaje suyo a la
lengua de Faulkner y Capote y con Darío Henao abordó sus primeras tareas
como profesor de literatura en Cali y Pasto y su rebelión contra las
modas semióticas e ideológicas que venían de Europa. Verlo en plena
forma y activo después de tantas peripecias extraliterarias ha sido una
alegría para quienes sabemos que su obra es rica e imprescindible.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 20 de agosto de 2020.
El FANTÁSTICO UNIVERSO MUSICAL DE PABLO MONTOYA
Uno a uno empezó a publicar sus primeros libros en diversas editoriales independientes en medio de la soledad de quienes salen de su tierra para desandar en la diáspora lejanos países desconocidos y grandes ciudades donde en cada cuadra viven como anónimos muchas glorias de la literatura, el arte y el pensamiento y donde se rinde memoria en placas y estatuas a figuras inolvidables del pasado que como él fueron habitantes anónimos de París, la ciudad de las universidades medievales a donde vino una vez Gargantúa de la mano de su inventor Rabelais.
HACIA UNA NUEVA LITERATURA COLOMBIANA
Uno
de los efectos más nefastos que provocó el unanimismo ideológico
colombiano de ultraderecha vivido en la primera década del siglo XXI,
fue el posicionamiento hegemónico del sermón paisa como centro de la
literatura colombiana, retrocediéndonos de súbito a los tiempos de antes
de Tomás Carrasquilla y Baldomero Sanín Cano. Así como el realismo
mágico cortó de tajo las experiencias modernas de las generaciones de
las revistas Mito y Eco y sus discípulos, decapitando dos generaciones
de autores modernos, podría decirse que el neo-costumbrismo paisa de
carriel y poncho se impuso en esta década a la par que la cantaleta
presidencial, junto a otras literaturas soeces de tetas y paraísos,
nutridas por el hampa nacional.
El
éxito desmesurado de las confesiones autobiográficas o los relatos
costumbristas de algunos escritores antioqueños y de otras partes del
país, son una muestra de esa extraña seducción ejercida entre los
lectores por el discurso arcaico, moralista y autoritario, mezcla de los
viejos chistes de Cosiaca y Montecristo, con la energía incendiaria de
Monseñor Builes, la charlatanería deschavetada y sin ton ni son del
maestro Fernando González y el habla criminal de los malevos y "pirobos"
de barriada.
Al
público le atrae las lecturas fáciles, o sea obras que se leen de un
tirón y seducen porque nos afirman en las taras culturales de las que
venimos y que en el caso colombiano son el discurso violento y soez, la
injuria gratuita de connotación sexual y cierto aire de moralismo
misógino de sacristía. Ese discurso narrativo y oratorio, a veces
homicida y fascistoide, se caracteriza asimismo por un autismo
ignorantón y autodidacta que niega todo debate y se basa en anatemas y
chistes de mal gusto en torno a los cuales no puede haber discusión
alguna.
Los libros
más vendidos en esta década en Colombia para alegría de las editoriales
españolas que se impusieron aquí, fueron en general representantes de
ese discurso, obras que rápidamente pasaron al cine o a la telenovela,
que a su vez es un género reproductor de las taras culturales, una forma
espléndida para mantener el statu quo entre la población alienada por
la violencia, como ha ocurrido desde México hasta la Patagonia.
Ese
auge de la literatura coloquial autobiográfica basada en la injuria y
lo soez, así como sus variantes imaginativas sicarescas o burdelescas,
fue un fenómeno que ya comienza a ser analizado por críticos lúcidos
como la contraparte de la hegemonía política reinante en esta era atroz
de miedo que ha vivido el país en las últimas décadas y que llegó a su
culmen en la primera década del siglo XXI con el experimento caudillista
que estuvo a punto de quedarse.
Esos
best-sellers coloquiales o autobiográficos paisas, costeños o bogotanos
que tanto se vendieron en los últimos dos lustros en Colombia
circularon sin límite a lo largo del país, invadieron las bibliotecas
oficiales y se impusieron como lecturas obligadas en las escuelas y
universidades, haciendo desaparecer de librerías y bibliotecas a dos
generaciones muy importantes de escritores e intelectuales
post-macondianos.
Me
refiero a las generaciones de autores que se iniciaron bajo la
influencia de la gran revista Mito, dirigida por Jorge Gaitán Durán, y
publicaron desde los años 60 y 70 del siglo pasado en revistas como
Letras Nacionales y Eco y en muchos suplementos literarios de diarios
nacionales y de provincia que desaparecieron para siempre en esta última
década, dando paso a secciones vacuas de entretenimiento y ocio. En
esas generaciones figuran autores tan importantes como Nicolás Suescún,
Germán Espinosa, Fernando Cruz Kronfly, Darío Ruiz Gómez, Óscar
Collazos, R. H. Moreno-Durán, Ricardo Cano Gaviria y Roberto Burgos
Cantor, entre otros muchos, cuya obra debería ser rescatada y estudiada y
vuelta revisar como muestra de una era en que la literatura y el
pensamiento modernos reinaron en Colombia sin saber que pronto el
desierto de la mediocridad terminaría por imponerse en la prosa.
Esas
generaciones fracasadas se conectaron con la modernidad, tendieron
puentes en Colombia con el pensamiento mundial, y ejercieron la
literatura como una actividad polígrafa donde no sólo brillaba la
narrativa, sino también el ensayo, la poesía y la reflexión ponderada y
profunda sobre los problemas de la época. Ellos dieron su vida por la
literatura, pero se equivocaron y fracasaron todos porque el país quedó
en manos de las mafias del narcotráfico, los paramilitares, el dinero
fácil, el arribismo y los políticos corruptos de cuello blanco que
manejaban sus intereses y cooptaron el palacio presidencial y el
Congreso, dominándolo todo con su ominosa sombra de frívola mediocridad
anti intelectual a través de medios de comunicación hechos a su imagen y
semejanza.
La
confusión, en la que cayeron los departamentos de literatura de las
universidades o las oficinas oficiales de cultura, surgió de creer que
por el sólo hecho de que un libro es éxito de ventas adquiere ya para
siempre el carácter de obra significativa y canónica. Eso está claro en
otras regiones del mundo, pero en un país como Colombia, con espacios
culturales tan reducidos por el miedo y la mediocridad ambiente y la
falta de crítica y de editoriales universitarias o privadas que no
tengan como único objetivo el lucro fácil y rápido, los best sellers se
volvieron la referencia obligada fuera de lo cual no había nada.
En
esta última década esa literatura fácil nos retrocedió a los tiempos de
antes de José Asunción Silva, José María Vargas Vila, Tomás
Carrasquilla y Baldomero Sanín Cano. La novela De Sobremesa de Silva
sería una obra moderna hoy en Colombia en la era de la sicaresca, el
genial Tomás Carrasquilla fue un gran autor que estuvo al tanto de las
corrientes de la literatura moderna europea y su lenguaje era creativo,
contemporáneo de James Joyce, así como lo era el de su coterráneo el
ensayista antioqueño y cosmopolita Baldomero Sanín Cano, que debe estar
retorciéndose en su tumba al leer a sus descendientes del siglo XXI. Y
en lo que respecta al pobre Vargas Vila, sus anatemas para asuntar
monjitas fueron atrevidos y peligrosos en su época, pero aplicados hoy
por la literatura paisa dominante son realmente patéticos.
La
literatura antioqueña que triunfó en la larga era del caudillo como
contraparte de su cantaleta diaria, siguió sentada en sus laureles
fáciles, repitiendo y rindiendo culto no sólo a la traquetocracia sino
al maestro Fernando González, convertido ahora en una especie de deidad,
pero cuyo discurso caótico de sabelotodo a veces exasperante ya no
resiste lecturas contemporáneas. Pero al menos él fue original. Superar
por fin ese discurso arcaico y sacristanesco de la conservadora
sociedad antioqueña, camandulera, violenta y machista, es una tarea
fundamental de la literatura colombiana de hoy en esta nueva era que se
inicia en 2010, después de una década de oscurantismos políticos y
literarios de todo pelambre.
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Publicado en La Patria, 2-V-10
* En la foto el humorista Cosiaca.