lundi 3 novembre 2014

NEURASTENIA Y GRAMÁTICA EN LA LITERATURA COLOMBIANA

Por Eduardo García Aguilar

Después de leer las 379 páginas de El cuervo blanco, de Fernando Vallejo, peculiar biografia personal del filólogo Rufino J. Cuervo, sentí una terrible sensación de asfixia, porque de ese volumen emanan las polillas y el olor mortecino de la colombia decimonónica, ultramontana y oligárquica que ha vivido y vive a espaldas del país real, en el limbo de un eterno Concilio de Trento.

En este libro, Vallejo se convierte en el amanuense de la vida de un neurasténico oligarca colombiano, al revisar y cotejar decenas de miles de documentos conservados en diversas instituciones, como cartas suyas y de corresponsales, tarjetas postales, libros, documentos notariales, artículos, referencias públicas y privadas, objetos y hasta la voz del muerto grabada en gramófono. 

El autor realiza un organigrama catastral de esa cantidad extraordinaria de materiales guardados en Bogotá desde hace un siglo y hace una relación minuciosa de las palabras del gramático, cuya existencia en París, viviendo de las rentas, transcurrió llena de achaques al lado de su hermano Angel y tras la muerte de éste, en compañía de una criada solterona, originaria de la Francia profunda.

Había leído hace tiempo el diario de viaje de su hermano Angel Cuervo, donde se relata el periplo filial por casi cien ciudades y pueblos europeos, cuando los ya millonarios cerveceros bogotanos buscaban establecer relaciones comerciales y nuevas técnicas para sus productos, a lo que se unía la visita de personajes, munumentos, museos, restaurantes, hoteles e iglesias, abundantes desde el occidente europeo hasta la remota Estambul.

Los Cuervo, como los Silva, Marroquín, Holguín, Samper, Pombo, Caro, López, Urdaneta, Borda, Lleras y otras familias de la sabana de Bogotá, hacían parte de un reducido club endogámico de notables hacendados que han dominado a Colombia a través de los siglos, y acaparado todas las posiciones, mientras al otro lado se hundía el país profundo en la miseria, la enfermedad y el olvido, las poblaciones de origen indígena y africano en las orillas inhóspitas de ríos y océanos y los jornaleros mestizos en valles y cordilleras.

La historia oficial de Colombia, en boga hasta que por fortuna se dio un gran revolcón académico en la historiografía a partir de los años sesenta del siglo pasado, se redujo a la hagiografía de unas cuantas familias de alcurnia bogotana y personajes míticos pertenecientes a las mismas que nos impusieron en la escuela como los clásicos de la literatura, la poesía y el pensamiento nacionales y cuyos nombres y apellidos acaparan plazas, instituciones, claustros y avenidas.

Es la historia de unos cuantos privilegiados ricos que iban y venían a París y Londres, unos a expensas de su capital, como los Cuervo, y otros del erario público, a través de los principales cargos diplomáticos que se repartían y se reparten todavía entre ellos.

Al leer esta relación de cartas, se revela el nepotismo colombiano, donde unas cuantas familias se sucedían y se suceden en la presidencia y se unen entre ellas, en un entramado de corrupción y riquezas mal habidas, en medio de guerras y exterminios realizados por sus sicarios, como la Guerra de los Mil Días y otras de antes y después.
Esos héroes culturales, muy católicos, caritativos y castos que nos impuso la oligarquía bogotana al resto de habitantes del país como infalibles deidades culturales, han sido siempre mostrados como ángeles, santos, imágenes devotas que como Cuervo, Silva, Caro, Holguín, Pombo el plagiario y Samper están más allá del bien y del mal, cuando muchos de ellos no fueron más que miembros de familias pícaras e impunes, que coaligadas con el poder eclesiástico, impusieron en Colombia el más atroz Apartheid.

Tal vez sin quererlo, o tal vez queriéndolo, el autor hace un retrato a veces un poco caótico de ese mundo ido e infame, a través de la historia de un neurasténico rentista que pasó su vida tratando de reunir todas las voces del idioma español, castizo, de pura estirpe, para imponerle un cinturón de castidad eterno que por fortuna fue destrozado por la fuerza de la imfame turba colombiana y rematado por Gabriel García Márquez

A través de los papeles de Cuervo, que el autor santifica, vemos esa atroz Colombia endogámica de personajes rentistas que rezan todo el día mientras en sus fincas se esclaviza y se mata, y cuya riqueza y poder autocrático todos dan por sentados por gracia divina y nadie cuestiona, así como la supuesta inteligencia y brillantez, heredada de generación en generación.

Pero lo más terrorífico de esta historia que emana del escaparate de bisabuela de Cuervo, es que el poder de esos cuantos oligarcas latinistas y gramáticos bogotanos decimonónicos pretendió también basarse en el cabestreo del idioma catellano, castizo, ultrahispánico, ultramontano e impoluto, que todos deberíamos según ellos conservar, pero que está mandado a recoger, porque ya se lo comió la manigua de la imfame turba latinoamericana con su polifacética lengua demoniaca y calibanesca.

JAIME MEJÍA DUQUE: GENIO Y FIGURA

Por Eduardo García Aguilar

Jaime Mejía Duque (1933-209) fue la primera persona que busqué en Bogotá cuando llegué allí a los 18 años para iniciar mis estudios en la Universidad Nacional de Colombia. De inmediato me recibió en su oficina del Ministerio del Trabajo donde trabajaba como jurista y después de largas conversaciones en los cafés de la séptima y visitas a librerías emblemáticas del centro, me abrió las puertas para publicar en Lecturas Dominicales de El Tiempo, dirigido por Enrique Santos Calderón, entonces su amigo entusiasta y generoso joven de izquierda.

En su órbita se discutía con pasión sobre literatura latinoamericana y colombiana y se buscaba analizar las tendencias de las letras continentales en tiempos de auge del irrepetible boom de la novela latinoamericana, cuando autores extraordinarios como Alejo Carpentier, Miguel Angel Asturias, Guillermo Cabrera Infante, Augusto Roa Bastos, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti, José María Arguedas, Julio Cortázar, José Donoso, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa irrumpían a nivel mundial, pues nuestro continente estaba de moda en el mundo por las ilusiones que suscitaba su probable camino hacia la revolución encabezada por el mito crístico del Che Guevara.

Después de las presentaciones de libros, conferencias o entregas de premios literarios universitarios, recalábamos todos en grupo en algún bar restaurante cercano a la carrera séptima, como ocurrió aquella vez en que llegó a Colombia el joven narrador Oscar Collazos, entonces la estrella máxima de las letras jóvenes continentales tras su conocida polémica con Julio Cortázar y Vargas Llosa, publicada por Siglo XXI editores. Mejía Duque encabezaba la mesa y la literatura era nuestro reino. Alto, cejón, cegatón, manco, pero de una elegancia de cachaco impecable, con la otra mano alzaba la cerveza entre la humareda del antro y reía sin perder la compostura. El país no imaginaba entonces hasta dónde llegaría en materia de horrores y sorpresas sangrientas. Aún caminaban por ahí León de Greiff y Aurelio Arturo y el fantasma de Baldomero Sanín Cano todavía estaba fresco.

Aquel momento de euforia colectiva no volverá a repetirse: la literatura latinoamericana era de una variedad asombrosa y había lugar allí para todo tipo de expresiones en el campo de la ficción, fueran ellas borgianas, barrocas, costumbristas, neorrealistas, experimentales, mágicas, agrarias, urbanas, eruditas, absurdas, crípticas, comprometidas, procaces o macarrónicas. La poesía, encabezada por la maestría viviente del gran Pablo Neruda, irrigaba toda la geografía continental hundiendo sus raíces en el modernismo y estirando sus brazos y manos abiertas a todo tipo de experimentaciones, a través de las vanguardias. Y al lado de esa pléyade de autores y multitud de obras notables escritas y publicadas entre los años 50 y 70, vibraba con derecho propio el ejercicio del ensayo y la crítica con nombres inolvidables como Emir Rodríguez Monegal, José Miguel Oviedo, Fernando Ainsa, Angel Rama y Jaime Mejía Duque, Hernando Valencia Goelkel, Oscar Collazos, Isaías Peña Gutiérrez y Juan Gustavo Cobo Borda, entre los colombianos.

Desde todos los países surgían obras que circulaban frescas entre las diversas capitales y a diferencia de esta primera década del siglo, dominada por productos editoriales desechables de consumo inmediato, se trataba de obras monumentales devoradas en colegios y universidades por una generación enfebrecida por los campos magnéticos de la historia en movimiento. Mejía Duque era una antena de esa inquietud en la Bogotá de los años 70 y en torno suyo jóvenes y contemporáneos intercambiábamos libros y discutíamos sin cesar sobre el fenómeno en curso.

Después de cuatro décadas de reino ininterrumpido de Gabriel García Márquez, autor aclamado unánimente por toda la crítica y la prensa literaria mundiales, es difícil entender para quienes no vivieron esos momentos lo que significó ser testigos de la verdadera declaración de independencia cultural y artística de América Latina. Ahora es algo ya admitido, pues pasada la efervescencia revolucionaria de aquellos años, los logros culturales se solidificaron en las mentalidades, pero entonces, cuando el continente luchaba por desatarse de las garras del cruel imperio norteameriano, cómplice y autor de los más grandes crímenes para apuntalar a dictadores locales, esos acontecimientos históricos irreversibles suscitaban una agitación intelectual poco vista en universidades, cafés y librerías. Desde la adolescencia tratábamos de desentrañar los aracanos de la historia, estudiando a la luz de los grandes pensadores del momento los procesos históricos de la humanidad y la aventura del pensamiento.

En esos tiempos de inquietud política latinoamericana marcada por los asedios de la ultraderecha y las dictaduras, las acciones imperiales violentas de Estados Unidos y el auge opositor de las ideas marxistas agenciadas por la Unión Soviética, China y Cuba, Mejía Duque era un « intelectual orgánico » que analizaba las tendencias de la cultura latinoamericana del momento, rebelde, leal a la causa de la revolución, pero nada ingenuo ante las fisuras y vicios del bando insurgente y los problemas detrás del Muro de Berlín. Este abogado erudito y riguroso pertenecía a una generación estudiada en las universidades de Rusia, Alemania del Este y otros países de la órbita soviética situados tras la cortina de hierro en plena guerra fría, y que durante su estadía en esos países accedió a otras lenguas y culturas que llegaron a conocer y traducir ampliamente, como es el caso del excelente poeta Eduardo Gómez o del fallecido Henry Luque Muñoz, entre otros muchos intelectuales colombianos de izquierda.

Cuando pronto viajé en 1974 a continuar mis estudios en la Universidad de París me llevé en la valija sus obras, entre ellas
La narrativa y el neocoloniaje en América Latina (Bogotá, La Oveja Negra, 1972), y más tarde propicié la edición en francés por parte del Centro de Información de América Latina (CIAL) de El otoño del patriarca y la crisis de la desmesura, donde Mejía Duque ejercía su crítica ante la nueva obra de GGM posterior a Cien años de soledad, con valentía meritoria, cuando cuestionar al futuro Nobel era un pecado de lesa majestad.

Sus libros Literatura y realidad, Mito y realidad en Gabriel García Márquez, así como sus exploraciones sobre las vanguardias latinoamericanas y sus textos sobre Jorge Isaacs, Tomás Carrasquilla y otros autores colombianos merecen una nueva relectura situada en el contexto en que fueron escritos. Mejía Duque está posicionado para siempre al lado de los otros grandes críticos latinoamericanos contemporáneos del boom. Él y los hombres de izquierda de su generación fueron seres honrados que amaron a su país y por eso murieron olvidados en vida: en estos tiempos de bandidos y mafias tenebrosas aferradas en el poder para robar y matar, ellos son ejemplo significativo para nuestro país a la deriva.


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* Obras de Jaime Mejía Duque: Literatura y realidad; Mito y realidad de Gabriel García Márquez; La Vorágine o la ruta de la muerte; Narrativa y neocolonialismo en América Latina; El otoño del patriarca o la crisis de la desmesura; Isaacs y María; El hombre y su novela; La narrativa de Manuel Cofiño López; Bernardo Arias Trujillo: el drama del talento cautivo; Tomás Carrasquilla; El nuevo Diógenes y otros poemas; Los pasos perdidos de Francisco el Hombre; Evocación de Azorín; y la novela La noche de Bareño.

vendredi 24 octobre 2014

EL SILENCIO DE R.H. MORENO-DURÁN

Por Eduardo García Aguilar
Uno de los escritores colombianos que en su momento tuvo, a finales del siglo pasado, una gran presencia en el panorama literario colombiano fue Rafael Humberto Moreno-Durán (1945-2005), quien luego de su prematuro fallecimiento vive en un injusto silencio, dados como son los medios literarios colombianos y las editoriales a sepultar y olvidar para siempre a quienes la parca les ha jugado una mala pasada llevándoselos antes de tiempo y no pueden estar presentes para promover sus obras en vanas presentaciones y aceleradas actividades de prensa y marketing.
Moreno-Durán, quien estudió derecho en la Universidad Nacional de Colombia, era un escritor vanidoso y ambicioso como todos, lo que no es un pecado, y estaba caracterizado por una gran cultura e inteligencia y a la vez por un gran sentido del humor, pero era capaz de cometer injusticias con sus amigos, cuando sentía que sus intereses u orgullo literarios estaban en peligro.
Por eso en vida se peleó con muchos de sus colegas y son inolvidables sus desplantes en ferias literarias o presentaciones de libros donde buscaba ocupar todo el terreno, autodenominándose como el mejor escritor de todos los de su generación. Pero aun así, todos lo queríamos y destacábamos sus cualidades excepcionales, dada su múltiple formación como jurista y lector infatigable.
Los escritores de su generación, que podríamos llamar "De la revista Eco", la gran publicación del librero alemán Karl Buchholz, entre los que figuran Darío Ruiz Gómez, Oscar Collazos, Fanny Buitrago, Ricardo Cano Gaviria y Fernando Cruz Kronfly, entre otros, eran fieles a la idea del autor total, inspirado en grandes figuras como Marcel Proust, Virginia Woolf, Thomas Mann, Herman Broch, Elias Canetti y otros monstruos europeos de obras portentosas y gigantes. Para ellos ser escritor era y es devorarse el mundo y la historia con mayúsculas, ejercer un sacerdocio milenario, agitar las palabras y las ideas hasta la extenuación.
En los anos 60 y 70 estos escritores, entre los que figuraba Moreno-Durán, ejercieron la literatura al extremo, gracias a un espíritu de polígrafos que se lucían y gozaban escribiendo largos ensayos y novelas enormes y supercuidadas donde los protagonistas eran las ideas y el lenguaje. También se consideraban intelectuales en el buen sentido de la palabra intelectual, o sea hombres de ideas y de cultura, ligados a los clásicos y a los autores de todas las épocas de la cultura universal.
Su tragedia consitió en que el mundo y la vida literaria cambiaron de repente y esas obras magnas, cuidadas, responsables, fueron reemplazadas poco a poco por una literatura frívola y de escándalo, apta para amplios públicos, especialmente el colombiano, que goza con obras vulgares y violentas donde la agresividad, la intolerancia y la  escatología nacionales son legión.
De ahí que desde un tiempo para acá se ha vuelto en Colombia a una literatura prevargasviliana, fundamentalmente paisa, que se nutre en la escatología del humorista Cosiaca y los anatemas del sacerdote Miguel Angel Builes, un sectario iluminado que incendiaba desde los púlpitos invitando a la violencia y la eliminación física del enemigo político, o sea el liberal. La literatura de éxito en Colombia es pues, una literatura que insulta, ataca, destruye verbalmente al enemigo, una literatura llena de manías, racista, clasista, donde reina el grito y el desplante y no el pensamiento.
Moreno-Durán se dio cuenta de que su generacion había fracasado en el intento y alcanzó a ver la entronización en Colombia de todos esos best sellers agenciados por las grandes editoriales multinacionales, en especial de la llamada literatura sicaresca, de tetas o de narcos. Y  debió haber sido muy duro para él y sus colegas reconocer esa terrible derrota de su generación, que fue condenada al ostracismo después de la desaparición de la revista Eco y de casi todos los suplementos y revistas literarias.
Bajo de estatura, fornido, siempre listo a pronunciar fenomenales ocurrencias, la partida de Moreno-Durán, con todas sus cualidades y defectos, fue una gran pérdida para la literatura colombiana en general. La trilogía Fémina Suite, Los felinos del canciller, Mambrú y  Metropolitanas, son algunas de sus obras.
Y fue una gran perdida porque en lo que va del siglo XXI nos hemos venido acostumbrando en Colombia a
ese lenguaje hostil, que es el manejado por el ominoso caudillo del Ubérrimo, quien es en política la versión agresiva, falta de ideas, binaria, sectaria, de esa literatura de cuchilleros y "rufianes de esquina" que ha terminado por dominar el panorama nacional, salvo contadas excepciones por fortuna, con autores como William Ospina, Tomás Gonzales y Evelio Rosero.
El vanidoso, el ambicioso e inteligente escritor Moreno-Durán supo a tiempo de la gran tragedia de la literatura colombiana y es probable que esa certeza aceleró su enfermedad y terminó por matarlo. Había apostado toda una vida por una literatura con mayúsculas y la literatura fue conquistada por los minúsculos.
Moreno-Durán era capaz tambien de tener una gran generosidad y le debo gestiones para que mi novela El Viaje Triunfal fuera publicada en la Editorial Tercer Mundo, dirigida entonces por Santiago Pombo. Antes, un jurado compuesto por Moreno-Durán, Ruiz Gómez y Cruz Kronfly, la eligió como ganadora de la Beca Ernesto Sábato de Proartes para escritores jóvenes, galardón que también obtuvieron entonces Julio Olaciregui y Evelio Rosero. Moreno-Durán era amigo y ayudaba a los escritores jóvenes.
Son inolvidables las veladas vividas con Moreno-Durán en Colombia, México y París. Si un dia se hace un libro de homenaje, sus amigos y enemigos podrán contar quien fue esta gran figura de la literatura colombiana, que merece ser rescatada del olvido y puesta a circular de nuevo para que se conozcan los alcances de su obra y la de sus contemporáneos. Moreno-Durán fue un enorme escritor colombiano y su ausencia se nota en la literatura colombiana de hoy.

jeudi 23 octobre 2014

ENCUENTROS CON MANUEL ZAPATA OLIVELLA

Por Eduardo García Aguilar

La última vez que lo vi fue en el Hotel Dann Colonial de La Candelaria. Una mañana nos encontramos en el ascensor, en el sexto piso, y descubrimos que estábamos en el mismo corredor y que nuestros cuartos estaban frente a frente. El mío tenía vista a los cerros y a Monserrate y al delicioso paisaje frío de la Bogotá nocturna. El cuarto de Manuel daba al silencio de los patios centenarios.
Había recalado ahí después de un Festival Internacional de Poesía organizado por el Instituto Caro y Cuervo, al que me había invitado Ignacio Chávez. Y al final dejé el Tequendama y me refugié en el Dann para decansar y leer en la Bogotá fría donde están sepultados mis padres, esa Bogotá a donde fui una vez de niño con ellos a un hotel cercano a la Casa del Florero y el Capitolio, el ya desaparecido Savoy.
Manuel había polemizado conmigo en Valledupar durante la clausura de un encuentro dedicado a García Márquez, organizado por La Cacica. Furioso, la había emprendido contra mí, haciéndome pagar a mí solo la supuesta soberbia racista de los académicos que ignoraban la literatura negra de Colombia. Yo pagué los platos rotos por todos los conferencistas venidos de Estados Unidos y de otras partes del mundo y como di el discurso final, me cayó la furia injusta de Manuel, como más tarde él lo reconoció al honrarme con unas disculpas inmerecidas.
Atiné a decirle que a lo mejor yo tenía sangre quimbaya o pijao, sangre árabe o judía, y que siempre he estado del lado de los mestizajes, el derrumbe de las fronteras y contra los nacionalismos y racismos. Mis argumentos eran inútiles, porque a él no le faltaba razón: Colombia es un país racista y clasista donde el color de la piel y la clase determinan muchas cosas y las famas y las glorias se definen por la pertenencia a ciertos nichos de privilegio. Salvo contadas excepciones, las clases dirigentes a nivel nacional o local no han dejado jamás a un indio o a un " negro " desempeñar un papel importante y al único " indio " que estuvo a punto de llegar al poder, el "negro" Jorge Eliécer Gaitán, lo mataron.
Recordé entonces al poeta Candelario Obeso, que no resistió en el siglo XIX esa discriminación de los capitalinos y que tuvo la equivocación de enamorarse de una blanca de familia bien; recordé a Arnoldo Palacios, el precoz autor de " Las estrellas son negras ", quien prefirió el exilio en Francia; pensé en la obra de Carlos Arturo Truque y de tantos otros que trataron de expresarse en la literatura del país desde su obvia condición marginal y murieron en el intento.
Colombia fue injusta con Manuel Zapata Olivella. Desde muy joven escribió espléndidos libros de viaje, dirigió la revista Letras Nacionales, en la que ayudó a la eclosión de nuevas generaciones, antes y después de la irrupción de Gabriel García Márquez. Como folklorista reivindicó los aportes de la negritud colombiana y siempre ondeó esa bandera. Como a la mayoría de quienes se aventuran con generosidad en los campos literarios, terminó sus días lúcido y sabio en ese refugio donde vivía rodeado de libros y de recuerdos y de decepciones.
Murió el 19 de noviembre de 2004 a los 84 años y pidió que sus cenizas fueran lanzadas al río Sinú, para que regresaran por el Atlántico al continente africano de sus ancentros. Había nacido en Lorica (Córdoba) el 17 de marzo de 1920 y dejó una vasta obra con títulos como Los pasos del indio, Hotel de vagabundos, El retorno de Caín, Tierra mojada, Pasión vagabunda, Chambacú, corral de negros y Changó, el gran putas.
Pasé entonces a su guarida y me abrió una botella de vino con su manos temblorosas y su inefable cachucha. Las décadas que nos separaban desaparecieron de inmediato. Con la bondad del nuevo amigo que me llevaba 30 años, me habló de sus días de México cerca de Diego Rivera, quien lo pintó en un mural como pago por una consulta médica y pasamos revista a la literatura del país y a sus nuevas tendencias, mientras acabábamos esa botella y reíamos en pleno centro de Bogotá, en la Candelaria. Nos unía el México entrañable donde vivimos ambos.
La primera vez que lo vi fue en 1995 en el Festival de Biarritz, donde andaba siempre con el legendario fotógrafo Leo Matiz, convertido hoy en una figura mundial del lente del siglo XX, al lado de Brassai y de Cartier Bresson. Por ahí estaban Alvaro Mutis y García Márquez, tocados ellos por la gloria en vida, mientras Zapata Olivella dejaba ver sus largas patillas encanecidas en los salones de un Palacio frente al mar y al famoso faro pintado por Picasso.
Más tarde lo volví a ver en Valledupar donde, en un almuerzo al aire libre, en una estancia en el campo caliente del Cesar, nos contó del matriarcado ejercido por las indias de la zona y tarareó canciones frente a los críticos José Miguel Oviedo, Raymond Williams y Michael Palencia-Roth.
Con él caminamos por las calles y escuchamos nuevos grupos de Vallenatos, antes de que con un grito dolido hablara de la negritud y pronunciara un discurso sobre las frustaciones de su gente en Colombia.
Su protesta estaba justificada: al final la literatura termina confiscada por los profesores y los críticos de las universidades que la desmenuzan con el helado bisturí de la indiferencia. No vale para ellos la lucha de quienes como él batallaron desde el margen y no obtuvieron la gloria ni el poder ni la prostituida fama que todo lo corrompe. La crítica se vuelve la previsible loa al éxito y los congresos literarios una ceremonia absurda de vanidades de donde siempre se excluyen los derrotados.
Tenía razón Manuel Zapata Olivella en gritar al viento contra todo y contra nada, ante la incomodidad de la Cacica, los profesores y los altos funcionarios. Por eso al convertirme por una semana en su vecino y amigo en el Hotel Dann y acompañarlo mientras caminaba con su paso lerdo de octogenario, comprendí todo lo que le debíamos en Colombia a este moderno que exploró las más profundas sabias mestizas de nuestro país y quiso dejar por escrito el testimonio de quienes llegaron esclavizados en barcos y luego aportaron la crucial alegría y la tristeza de su cánticos y la plasticidad de su danza.