samedi 28 mai 2022

BOGOTÁ TRISTE, SOLITARIA Y FINAL

 



Por Eduardo García Aguilar

En su nueva obra Cada oscura tumba, publicada por Planeta, Octavio Escobar Giraldo amplía los espacios y ámbitos de sus novelas, al dirigir ahora el espejo stendhaliano a Bogotá y la vida de los provincianos inmigrantes que luchan por la vida en la caótica capital colombiana. La mayor parte de sus novelas han tenido como escenario su ciudad natal, Manizales, a la que ha tratado de captar desde diferentes ángulos con ayuda de sus diversos instrumentos quirúrgicos, ya que es un narrador que se inscribe en la rica tradición de escritores médicos como François Rabelais, Anton Chejov, Arthur Conan Doyle, Mijail Bulgákov, Joao Guimaraes Rosa, Louis Ferdinand Céline o su coterráneo Tulio Bayer.

Aunque el narrador médico deje de ejercer la profesión y se dedique de lleno a la escritura, quedará para siempre marcado por ese contacto directo con la miseria humana a través del desciframiento de los males que aquejan a sus pacientes o del estudio minucioso en la universidad del funcionamiento de los cuerpos en relación directa con las complejidades psíquicas del individuo. Tiene por lo tanto una gran libertad para desentrañar los humores, traiciones y patrañas de los personajes.

En su anterior y premiada novela negra Después y antes de Dios (2014), el autor había desplegado todos sus recursos al contar una historia terrible que sucede en una ciudad conservadora y taimada. Y a través de esos acontecimientos abre el vientre la urbe con sus tumores impronunciables, pero a la vez abre carreteras para la fuga. Igual hace ahora con la infernal Bogotá de las clases bajas, en esos barrios polvorientos y decadentes donde entre el bullicio apocalíptico y el peligro pululan millones de ajetreados habitantes agobiados por deudas, crímenes inconfesos, angustias económicas, deudas, deseos, traiciones, delitos, turbios pasados. Siempre a punto de ser atropellados o atracados.

Bogotá alberga en su seno un fresco del país, y en cada ser, antro o habitáculo vibran esas fuerzas del pasado y de las regiones abandonadas en pos de una mejoría vital o económica que nunca llega o si llega puede desplomarse de un momento a otro. Escobar Girarlo logra con maestría hacernos visitar esa Bogotá contemporánea a través de personajes diseñados con ironía y sarcasmo y sin piedad. Y no olvida el paladar, al describirnos las arepas de huevo con chicaharrón crujiente de la seño Amalia o las albóndigas y empanadas de Donde Heidi, propiedad de Hildebrando Ramírez.

Melva Lucy, que vivió en Buenaventura, donde dejó a un novio al que aun ama, trabaja en el descuidado restaurante Donde Heidi, frecuentado por mecánicos, comerciantes, obreros, maleantes y hasta discretos asesinos, varios de los cuales conquetean con la joven. Entre ellos figuran Ignacio, apodado El Suave, un maniático pulcro y solitario que vive solo y guarda secretos, así como el traqueto y machista Edgar Garay, próspero administrador de tres discotecas en la calle 53.

A ella le han matado a su hermano menor Anderson en el marco de los crímenes de los falsos positivos y lucha para que sea castigado el responsable del crimen, un militar que logra con argucias jurídicas aplazar y alejar los pasos de la justicia, pese al trabajo de idealistas y benévolos abogados defensores de derechos humanos, entre ellos Gabriel Álvarez Cuadrado.

Cuadrado trabaja con colegas para esclarecer los crímenes que afectaron a miles de jóvenes inocentes asesinados por el ejército. Se ha separado de la abogada Consuelo, su novia costeña que no aguantó la presión y ahora sale con la editora ibaguereña Paula Cristina. Además tiene afecto por el viejo abogado anacrónico, erudito y pobre Rosales, al que suele obsequiarle corbatas y trajes. Todos ellos son seguidos y corren peligro a causa de sus averiguaciones.

La acción transcurre cuando avanzan las polémicas negociaciones de paz del gobierno con la guerrilla de las FARC, que suscitan acaloradas discusiones en el país, descritas por el novelista a través de muy cincelados y abundantes diálogos, uno de los méritos más logrados de la novela. Varios espacios de la Bogotá céntrica, como las inmediaciones de la Universidad Nacional, Parkway, Chapinero Alto, Quinta Paredes y otros lugares son descritos con acierto, creando un fresco de una ciudad implacable que también guarda remansos.

Novela negra ágil, veloz, con un lenguaje preciso, Cada oscura tumba hace parte de la lista de esas novelas bogotanas que tratan de desentrañar el alma capitalina desde los tiempos de la gran trilogía de Osorio Lizarazo hasta Fiesta en Teusaquillo de Helena Araújo, Los parientes de Esther de Luis Fayad, Opio en las nubes de Rafael Chaparro o Todo pasa pronto de Juan David Correa, entre otras. Pero como en casi todas las novelas de Escobar, hay un viaje sorpresa que nos saca de allí y nos lleva esta vez a Honda y sus alrededores, bajo la canícula del río Magdalena.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 28 de mayo de 2022.







lundi 9 mai 2022

EL NADAÍSTA X-504

Por Eduardo García Aguilar


El nadaísta Jaime Jaramillo Escobar (1932-2021), conocido en sus inicios como X-504, estaba ahí entre nosotros pero pocos, solo los más entendidos, se daban cuenta porque en Colombia se cree en estos tiempos de narcos y arribistas que la gran literatura del país es la que más vende y produce best sellers o algarabía de lagartos y aspavientos comerciales de egos hinchados de machos alfa. Él, fiel a los pueblos donde nació y creció como hijo de maestro de escuela, y a su pasión por la naturaleza y la vida, no estaba buscando homenajes ni invitaciones ni reconocimientos porque su obra estaba ahí, viva, luminosa y palpitante.

El gran poeta Alvaro Mutis era uno de sus principales admiradores y recomendaba siempre libros suyos como Los poemas de la ofensa (1968) y Sombrero de ahogado (1991), porque la poesía suya era libre y un gran océano de palabras ciertas. Mutis había recibido antes de que se volviera famoso en México y en el mundo el premio Cassius Clay que otorgaban los nadaístas, porque ellos a su vez detectaron en la poesía del creador de Maqroll el Gaviero a otro de los suyos, en cuya obra circulaba la vida y el oxígeno del universo en conexión con el deseo, la podredumbre y la muerte.

Por eso Mutis no perdía oportunidad de recomendarnos en los años 80 a los poetas jóvenes que agotábamos las calles de la Ciudad de México la poesía de este libertario que como él había sido publicista, vendedor viajero, empleado puntual y amante de la tierra caliente, los ríos, la vegetación y el ambiente de los pueblos y las carreteras del país donde se encuentran nómadas, marginados, locos, expresidiarios, maleantes o iluminados de ambos sexos.

Ya en los 70, los adolescentes de los colegios conocimos su poesía o queríamos escribir como él. Como un Matuselén este gran líder de los nadaístas al lado de Gonzalo Arango y Jotamario, entre otros, que nunca renegó del nadaísmo, nos soprprendía cada año con nuevos libros o declaraciones irreverentes que diferían del mundo pomposo y melifluo donde siempre ha preferido estar presa la literatura oficial. Su obra estaba caracterizada por poemas río que fluían caudalosamente por los paisajes de la cordillera, las habitaciones de modestos hoteles o las calles locas de las urbes o los pueblos.

A diferencia de una tradición muy apegada a los cánones decimonónicos y al buen decir del maloliente casticismo de las Academias, o sea el escribir bonito y respetar de manera juiciosa y servil reglas y modelos, la obra de Jaramillo Escobar era rebelde y se salía del cauce para conectarse con las mejores poéticas latinoamericanas libres, que por lo regular se han ejercido en Brasil, Chile, Perú y Centroamerica, abriéndole ventanas al poema para liberarlo de los cinturones de castidad, los corsés, las cadenas de espinas de la tradición. 

Cada poema de Jaramillo Escobar nos invitaba a seguir con él por el camino practicado por los viajeros que de pueblo en pueblo son vigías errantes que todo lo ven y lo captan, el llanto y la alegría, el deseo y la podredumbre, la voz de los de abajo y los sacolevas infectos de los de arriba, las catástrofes y los carnavales. Al leerlo nos invitaba a convertirnos en ermitaños risueños como Diógenes. 

Gonzalo Arango dijo:  “de X-504 se dice que es el mejor poeta de nuestra tradición nadaísta (con perdón de los otros mejores). Es silencioso como un secreto; misterioso como una cita de amor; solitario y profundo como un río profundo. Su seudónimo de placa de carro se debe a su deprecio por la popularidad, y también para que su patrón no lo echara del puesto al enterarse de que era poeta, y además nadaísta”. (*)

Así era el poeta, lejos de la codicia de la fama y de la gloria, lejos de las intrigas literarias, la competencia, gestor durante tres décadas de un taller poético de la Biblioteca Piloto de Medellín, un "raro" que era una de las voces vivas más grandes de la literatura colombiana, al lado de tantos autores de su generación y de otras posteriores que nadie ve porque están ahí firmes viviendo la literatura sin aspavientos ni amarguras, con una sonrisa generosa al aire frente al paisaje y el misterio y la maravilla de vivir. Por eso decía que "la errancia es la única forma de despistar al tiempo. Meter al tiempo en el laberinto de nuestra errancia". 
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 12 de septiembre de 2021. Y en La Otra revista. México. 1 de octubre de 2021.
* El poeta X-504 nunca renegó del nadaísmo y la frase definitoria es del profeta Gonzalo Arango (Jotamario dixit).
- Foto tomada de El Espectador.

LAS MIL BATALLAS DE GARDEAZÁBAL

Por Eduardo García Aguilar

Siendo muy joven y rebelde, Gustavo Álvarez Gardeazábal (1945) publicó en el lapso de unos cuatro años varias novelas que se convirtieron en clásicos de la narrativa colombiana y latinoamericana como Cóndores no entierran todos los días, Dabeiba, La boba y el buda, El bazar de los idiotas, entre otras. Su irrupción en la literatura colombiana fue vertiginosa en los primeros años de la década del 70 del siglo pasado, que también vio emerger a otros autores de su generación como Óscar Collazos, Fernando Cruz Kronfly, Héctor Sánchez, Umberto Valverde, Fanny Buitrago, Alba Lucía Ángel, Roberto Burgos y R.H. Moreno Durán, entre una veintena de autores magníficos que constituyen una poderosa generación que aún se debe estudiar y valorar.
Pero Gardeazábal surgió casi como una explosión volcánica contra viento y marea, dispuesto a contar con un lenguaje propio y local las historias ocurridas en su terruño, Tuluá, en tiempos de la horrorosa violencia entre liberales y conservadores en medio de la cual vio la luz del mundo hace 75 años. Su objetivo era hacer clásico e internacional el lenguaje de la chismografía de su pueblo natal Tuluá, pues considera que hay un rico y específico modo del castellano, que él denomina el “tulueño”. Así como Proust tenía su jerga de frases interminables en un estilo exquisito donde sonaba el habla de los salones aristocráticos de París a fines de siglo XIX y comienzos del XX, Gardeazábal hilaba, tejía, serpenteaba, entrelazaba las historias a través de palabras que como pólvora se regaban y explotaban en todos los sentidos, en un endemoniado fuego pirotécnico, galáctico, generalizado y en espiral.
Cóndores no entierran todos los días se convirtió en el emblema de esa narrativa de la violencia a través de la historia de un temible pájaro contada desde todos los ángulos con su prosa musical, barroca y churrigueresca, poderosa y fértil enredadera florecida y venenosa que se reproducía a toda velocidad, impulsada por una savia devoradora sobre muros, techos, aceras, zaguanes, cementerios, patios e iglesias del pueblo natal. El gran Francisco Norden la llevaría después al cine, en la que tal vez sea la película colombiana más importante del siglo XX.
Uno tras otro iban saliendo sus novelas y libros de cuentos que ganaron premios internacionales en España, se convirtieron en best sellers y fueron traducidos a varias lenguas, entre ellas el polaco, el inglés, el alemán, el italiano y el húngaro. Como siempre ambicionó a lo grande, se dio cuenta de que para figurar en Colombia tenía antes que publicar y sonar primero en el extranjero, pues la literatura colombiana de su tiempo, como la de hoy, siempre ha estado centralizada en la hegemonía bogotana que mira de reojo a las creaciones de autores nacidos o activos en otras regiones. El costeño Gabriel García Márquez lo había precedido en esa reivindicación de lo local, y como él, tuvo que publicar lejos de su patria para que lo tuvieran en cuenta los capataces literarios de la Atenas suramericana.
Gardeazábal no se sentó en los laureles conquistados como un guerrero griego antes de cumplir los 30 años. Siempre ha sido un autor incómodo, polémico, odiado y admirado, ya que nunca ha tenido pelos en la lengua para expresar sus opiniones que desde el principio fueron contra todas las corrientes políticas y sexuales. Cuando la izquierda dogmática dominaba el pensamiento en las universidades, él era el único tribuno estudiantil opositor que enfrentaba a las divas revolucionarias, muchas de las cuales, comunistas, maoístas, guevaristas, camilistas, trotskistas, fueron exterminados o se apaciguaron después y entraron al redil.
Y fue un verdadero precursor, pues muchas décadas antes del auge del movimiento LGTB, él ya exponía al viento sin complejos su homosexualidad con un orgullo en un país que es y ha sido fundamentalmente machista, camandulero y conservador. Varios de sus libros tienen héroes homosexuales como El Divino y la Misa ha terminado y vestido él también como diva sesentayochera con pantalones de rayas blancas y rojas y camisas floreadas, expresaba su elocuencia desde todas las tribunas y púlpitos asustando monjas, horrorizando obispos, alcaldes, presidentes y desestabilizando a los pontífices con sus báculos de hoz y martillo. Tal vez, como destaca Isaías Peña Gutiérrez, esa hidra de varias cabezas, a la vez conservador y volteriano, convencional e irreverente, mojigato y lúbrico, se nutre del contradictorio imaginario familiar, pues su padre fue godo y su madre liberal.
Esa inasibilidad permanente de Gardeazábal, la indómita fuerza para evitar ser etiquetado, el carácter impulsivo y quijotesco le ha causado al autor tulueño múltiples problemas y también lo condujeron a vivir aventuras que lo convierten a su vez en personaje de novela. Con más de diez novelas publicadas y un reconocimiento literario sólido se aventuró como otros autores latinoamericanos en las aguas turbias de la política. En una carrera política vertiginosa como su vida literaria, fue alcalde de su pueblo y llegó a gobernador del Valle con una votación gigantesca que en algún momento lo hizo sonar como probable candidato a la presidencia, igual que su amigo Vargas Llosa en Perú, pero se le atravesaron las arañas de la intriga y terminó experimentando la cárcel, experiencia que ha enriquecido a grandes autores como Miguel de Cervantes Saavedra y Álvaro Mutis, entre otros.
Ahora que ya es un sabio sereno que mira el paisaje planeando desde las altas cumbres como los cóndores de los Andes, más allá del bien y del mal, dotado de la poderosa inteligencia que siempre lo ha caracterizado, sus coterráneos le hacen un homenaje por su llegada a edad tan venerable. Convocados de manera virtual a causa de la pandemia de coronavirus por su amigo el poeta Ómar Ortiz, muchos críticos y escritores fueron convocados para debatir esta semana de agosto, previa a su cumpleaños el 31 de agosto, en torno a su vida y obra.
Sentado en su estudio, ataviado con sus inconfundibles, amplias y elegantes camisas, con dicción pausada y mirada de águila, respondió a las preguntas de Isaías Peña Gutiérrez, quien lo conoce y lo ha seguido y estudiado desde el principio. Con Johnattan Tittler, que acaba de traducir al inglés después de arduo trabajo Cóndores no entierran todos los días, habló de las dificultades de trasladar el lenguaje suyo a la lengua de Faulkner y Capote y con Darío Henao abordó sus primeras tareas como profesor de literatura en Cali y Pasto y su rebelión contra las modas semióticas e ideológicas que venían de Europa. Verlo en plena forma y activo después de tantas peripecias extraliterarias ha sido una alegría para quienes sabemos que su obra es rica e imprescindible.

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 20 de agosto de 2020.

El FANTÁSTICO UNIVERSO MUSICAL DE PABLO MONTOYA

Por Eduardo García Aguilar

Antes de terminar el siglo XX y cuando se hacía la cuenta regresiva de las semanas, días, horas y minutos que nos separaban del siglo XXI, Pablo Montoya (1963) deambulaba por las calles del barrio existencialista de Saint Gernain des Prés, donde reinaron Miles Davis, Boris Vian y Juliette Gréco, cubierto por un gabán azul oscuro y una bufanda escocesa que lo protegían de las fuertes ráfagas del frío otoñal.

En ese entonces, antes de los atentados de las Torres Gemelas en Nueva York, las guerras posteriores, los vertiginosos cambios culturales que sacudieron al mundo e imprimen a la existencia una velocidad desbocada y angustiante, la vida literaria era trepidante en ese barrio donde estaban las sedes de las grandes editoriales y las principales librerías, universidades e institutos de élite. Nos encontrábamos felices en las presentaciones de nuestros libros y de los amigos en la Casa de América Latina y aun estaba vivo Miguel de Francisco, el último barroco colombiano, literario hasta el sacrificio. Después desaparecieron una tras otra las tradicionales librerías hispánicas y América Latina y sus escritores pasamos de moda.   

Montoya ya había estudiado música en Tunja, fría ciudad colombiana donde vivió intensos años de aprendizaje estético y desde hacía cierto tiempo proseguía sus estudios literarios en la Universidad de la Sorbona Nueva, donde trabajaba con ahínco la obra de Alejo Carpentier y revisaba con notables maestros la historia de la literatura latinoamericana desde el modernismo de Rubén Darío, hasta la explosión del boom, pasando por las vanguardias y el realismo social de la primera mitad del siglo XX, marcada por las obras de Jose Eustasio Rivera, Horacio Quiroga, Vicente Huidobro, César Moro y José Vasconcelos.

Si Rubén Darío hubiese sido su contemporáneo, hubiera incluido a Pablo Montoya en su colección de raros literarios, esos personajes que al final del siglo XIX se rebelaron contra la industrialización y la terrenalidad imperantes para refugiarse en lejanos mundos desparecidos, continentes perdidos y épocas extrañas que como Grecia, Roma y Bizancio o el Renacimiento, vibraban con locura en los arcanos de la perfección estética, el pensamiento cósmico, teológico y alquímico, las imágenes pictóricas de los grandes maestros italianos o la música que se interpretaba en los palacios de la nobleza.

Raro es Pablo Montoya, pues como Baudelaire, Joris Karl Huysmans, Georges Rodenbach, Marcel Schowb y Barney D'Aurevilly y otros decadentes, recorrió con pasos rápidos las húmedas callejuelas del Barrio Latino, enfundado en su gabán y proyectando una luz de láser a su alrededor con una mirada de iluminado, poseído por la irrefrenable sed del ojo. Montoya es y ha sido un estudiante esencial y como tal en esos años crepusculares seguía escribiendo en secreto los textos y relatos que ya creaba en Colombia, nutriéndose de sus lecturas, los profundos estudios musicales y pictóricos, y de la amada París que compartíamos todos.

Él siempre ha escrito desde la música y para la música. Su obra vibra en los escenarios donde suenan todos los instrumentos, incluso los fabulosos y quiméricos que inventa su imaginación. En el magnífico libro la Sinfónica y otros cuentos (1993), que incluye varios de sus más logrados relatos, Montoya nos introduce de lleno en el fantástico universo musical que irriga toda su obra, presentándonos personajes poseídos por el ansia del arte y devorados por una fuerza creativa que los lleva a construir instrumentos quiméricos que sacuden el cosmos.

Uno a uno empezó a publicar sus primeros libros en diversas editoriales independientes en medio de la soledad de quienes salen de su tierra para desandar en la diáspora lejanos países desconocidos y grandes ciudades donde en cada cuadra viven como anónimos muchas glorias de la literatura, el arte y el pensamiento y donde se rinde memoria en placas y estatuas a figuras inolvidables del pasado que como él fueron habitantes anónimos de París, la ciudad de las universidades medievales a donde vino una vez Gargantúa de la mano de su inventor Rabelais.

Montoya tiene un lugar en ese mundo de los raros iluminados por la literatura, hijos y hermanos de Gérard de Nerval que van siempre cargados de libros en sus bolsillos y se detienen junto a un farol a contemplar con intensidad los visos de la luz sobre las aguas del entrañable río Sena, o se sientan a contemplar desde el parque que rodea a la antigua iglesia Saint Julien Le Pauvre, presente ahí desde el siglo XII, las estructuras igualmente antiguas de Notre Dame de París, iluminada por los haces intermitentes de luz de los barcos modernos que cruzan bajo los puentes.

Cuando uno lee los cuentos y relatos de Pablo Montoya vuelve a visitar las callejuelas y los rincones de la ciudad que se bebió muy joven de un solo sorbo como si fuera un elíxir sagrado, por lo que a veces sus personajes jóvenes y errantes del mundo moderno se ven atrapados por un pasado desconocido que los devora como en ese escalofriante relato El agua es fuego mojado, de su libro Razia (2001).

En estos cuentos y relatos de iniciación escritos con el alma altiva del estudiante de literatura, Montoya vive la realidad contemporánea con sus luces de neón, pero a su vez se ancla en los lejanos mundos del desterrado Ovidio o el maldito Baudelaire, en las imágenes de los grandes maestros de la pintura que lo inspiran para explorar otros siglos y visitar las cabañas bucólicas de los románticos alemanes o los mundos nuevos recién descubiertos por aventureros en el Nuevo mundo, cuando no las tabernas de paso que visitaron Propercio, Petronio o Apuleyo.

En sus textos se alterna la presencia de su tierra de origen con los mundos antiguos sumidos en las atroces guerras territoriales o de religión. Sus personajes son marginales de hoy que deambulan por la explanada del Centro Pompidou bebiendo cerveza Heineken y en la ebriedad renacen en medio de una guerra de sectas entre hienas que los llevan al suplicio. Viven en la miseria y hacen el amor en las buhardillas del séptimo piso, pero sueñan en palacios renacentistas.

En Habitantes (1999), Montoya explora los misterios de las urbes donde los individuos son triturados o cargan penas o tragedias innombrables, como el misterioso conductor de un bus que viaja por el tiempo y acoge en el periplo soldados en plena lujuria o ancianos recién fallecidos, o el aseador desamparado errante que deambula por túneles herrumbrosos poblados de detritus y alimañas invencibles, o el músico solitario que inventa instrumentos y obras imposibles y después de darlo todo en busca de la perfección rompe las partituras y las lanza al viento.

El pintor acosado, la muchacha desnuda, el transeúnte, el cartógrafo, el arquitecto, el cerrajero, el lector, el mimo triste, la prostituta, el escritor, la mecanógrafa abandonada, son algunos de esos personajes que pinta Montoya a medida que son atrapados por la urbanización devoradora de la metrópoli.
Todos estos relatos de primera juventud son un homenaje al estudiante que se devora el mundo con la mirada y el corazón y escribe para nada y para nadie en la más absoluta soledad.

HACIA UNA NUEVA LITERATURA COLOMBIANA

 Por Eduardo García Aguilar

Uno de los efectos más nefastos que provocó el unanimismo ideológico colombiano de ultraderecha vivido en la primera década del siglo XXI, fue el posicionamiento hegemónico del sermón paisa como centro de la literatura colombiana, retrocediéndonos de súbito a los tiempos de antes de Tomás Carrasquilla y Baldomero Sanín Cano. Así como el realismo mágico cortó de tajo las experiencias modernas de las generaciones de las revistas Mito y Eco y sus discípulos, decapitando dos generaciones de autores modernos, podría decirse que el neo-costumbrismo paisa de carriel y poncho se impuso en esta década a la par que la cantaleta presidencial, junto a otras literaturas soeces de tetas y paraísos, nutridas por el hampa nacional.

El éxito desmesurado de las confesiones autobiográficas o los relatos costumbristas de algunos escritores antioqueños y de otras partes del país, son una muestra de esa extraña seducción ejercida entre los lectores por el discurso arcaico, moralista y autoritario, mezcla de los viejos chistes de Cosiaca y Montecristo, con la energía incendiaria de Monseñor Builes, la charlatanería deschavetada y sin ton ni son del maestro Fernando González y el habla criminal de los malevos y "pirobos" de barriada.

Al público le atrae las lecturas fáciles, o sea obras que se leen de un tirón y seducen porque nos afirman en las taras culturales de las que venimos y que en el caso colombiano son el discurso violento y soez, la injuria gratuita de connotación sexual y cierto aire de moralismo misógino de sacristía. Ese discurso narrativo y oratorio, a veces homicida y fascistoide, se caracteriza asimismo por un autismo ignorantón y autodidacta que niega todo debate y se basa en anatemas y chistes de mal gusto en torno a los cuales no puede haber discusión alguna.

Los libros más vendidos en esta década en Colombia para alegría de las editoriales españolas que se impusieron aquí, fueron en general representantes de ese discurso, obras que rápidamente pasaron al cine o a la telenovela, que a su vez es un género reproductor de las taras culturales, una forma espléndida para mantener el statu quo entre la población alienada por la violencia, como ha ocurrido desde México hasta la Patagonia.

Ese auge de la literatura coloquial autobiográfica basada en la injuria y lo soez, así como sus variantes imaginativas sicarescas o burdelescas, fue un fenómeno que ya comienza a ser analizado por críticos lúcidos como la contraparte de la hegemonía política reinante en esta era atroz de miedo que ha vivido el país en las últimas décadas y que llegó a su culmen en la primera década del siglo XXI con el experimento caudillista que estuvo a punto de quedarse.

Esos best-sellers coloquiales o autobiográficos paisas, costeños o bogotanos que tanto se vendieron en los últimos dos lustros en Colombia circularon sin límite a lo largo del país, invadieron las bibliotecas oficiales y se impusieron como lecturas obligadas en las escuelas y universidades, haciendo desaparecer de librerías y bibliotecas a dos generaciones muy importantes de escritores e intelectuales post-macondianos.

Me refiero a las generaciones de autores que se iniciaron bajo la influencia de la gran revista Mito, dirigida por Jorge Gaitán Durán, y publicaron desde los años 60 y 70 del siglo pasado en revistas como Letras Nacionales y Eco y en muchos suplementos literarios de diarios nacionales y de provincia que desaparecieron para siempre en esta última década, dando paso a secciones vacuas de entretenimiento y ocio. En esas generaciones figuran autores tan importantes como Nicolás Suescún, Germán Espinosa, Fernando Cruz Kronfly, Darío Ruiz Gómez, Óscar Collazos, R. H. Moreno-Durán, Ricardo Cano Gaviria y Roberto Burgos Cantor, entre otros muchos, cuya obra debería ser rescatada y estudiada y vuelta revisar como muestra de una era en que la literatura y el pensamiento modernos reinaron en Colombia sin saber que pronto el desierto de la mediocridad terminaría por imponerse en la prosa.

Esas generaciones fracasadas se conectaron con la modernidad, tendieron puentes en Colombia con el pensamiento mundial, y ejercieron la literatura como una actividad polígrafa donde no sólo brillaba la narrativa, sino también el ensayo, la poesía y la reflexión ponderada y profunda sobre los problemas de la época. Ellos dieron su vida por la literatura, pero se equivocaron y fracasaron todos porque el país quedó en manos de las mafias del narcotráfico, los paramilitares, el dinero fácil, el arribismo y los políticos corruptos de cuello blanco que manejaban sus intereses y cooptaron el palacio presidencial y el Congreso, dominándolo todo con su ominosa sombra de frívola mediocridad anti intelectual a través de medios de comunicación hechos a su imagen y semejanza.

La confusión, en la que cayeron los departamentos de literatura de las universidades o las oficinas oficiales de cultura, surgió de creer que por el sólo hecho de que un libro es éxito de ventas adquiere ya para siempre el carácter de obra significativa y canónica. Eso está claro en otras regiones del mundo, pero en un país como Colombia, con espacios culturales tan reducidos por el miedo y la mediocridad ambiente y la falta de crítica y de editoriales universitarias o privadas que no tengan como único objetivo el lucro fácil y rápido, los best sellers se volvieron la referencia obligada fuera de lo cual no había nada.

En esta última década esa literatura fácil nos retrocedió a los tiempos de antes de José Asunción Silva, José María Vargas Vila, Tomás Carrasquilla y Baldomero Sanín Cano. La novela De Sobremesa de Silva sería una obra moderna hoy en Colombia en la era de la sicaresca, el genial Tomás Carrasquilla fue un gran autor que estuvo al tanto de las corrientes de la literatura moderna europea y su lenguaje era creativo, contemporáneo de James Joyce, así como lo era el de su coterráneo el ensayista antioqueño y cosmopolita Baldomero Sanín Cano, que debe estar retorciéndose en su tumba al leer a sus descendientes del siglo XXI. Y en lo que respecta al pobre Vargas Vila, sus anatemas para asuntar monjitas fueron atrevidos y peligrosos en su época, pero aplicados hoy por la literatura paisa dominante son realmente patéticos.

La literatura antioqueña que triunfó en la larga era del caudillo como contraparte de su cantaleta diaria, siguió sentada en sus laureles fáciles, repitiendo y rindiendo culto no sólo a la traquetocracia sino al maestro Fernando González, convertido ahora en una especie de deidad, pero cuyo discurso caótico de sabelotodo a veces exasperante ya no resiste lecturas contemporáneas. Pero al menos él fue original.  Superar por fin ese discurso arcaico y sacristanesco de la conservadora sociedad antioqueña, camandulera, violenta y machista, es una tarea fundamental de la literatura colombiana de hoy en esta nueva era que se inicia en 2010, después de una década de oscurantismos políticos y literarios de todo pelambre. 

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Publicado en La Patria, 2-V-10

* En la foto el humorista Cosiaca.