dimanche 23 octobre 2022

CUARENTA AÑOS NO ES NADA

Por Eduardo García Aguilar

El 21 de octubre se cumplieron cuatro décadas del anuncio del Premio Nobel otorgado al autor de Cien años de soledad, quien ya era desde 1967 una estrella mundial de la literatura luego del éxito de su obra maestra, donde no solo se reconocieron todos los latinoamericanos ansiosos de afirmarse tras siglos de guerras, dependencia y miseria, sino también las poblaciones de varios continentes del llamado Tercer Mundo, aquejados por los mismos problemas de la colonización y el dominio imperial. 
 

La obra máxima del nativo de Aracataca salió en un coyuntura especial, un año antes de las revueltas juveniles de 1968 y las explosiones culturales que empezaron a derrumbar las inercias de un pasado patriarcal y autoritario en Estados Unidos y Europa. Empezaron entonces las súbitas reivindicaciones de los afrodescendientes liderados por Martin Luther King y Angela Davis en Estados Unidos y se inició el movimiento de liberación femenina que derrumbó siglos de inercia y sacó a la mujer de una minoría de edad permanente.    

En el Primer Mundo esa generación que luchaba contra la guerra de Vietnam, soñaba con la revolución, consumía marihuana y escuchaba y bailaba rock, reggae y salsa hasta el amanecer, quedó fascinada por el exotismo y las luchas sociales del Tercer Mundo encarnadas en la figura y la obra de Gabriel García Márquez, un atípico e irereverente escritor malhablado de bigote, pelo encrespado, camisas floridas y pantalones de colores chillones, muy diferente a los pomposos autores latinoamericanos de antes que usaban traje y corbata y ejercían de diplomáticos o políticos profesionales como Rómulo Gallegos, Miguel Angel Asturias y Pablo Neruda.

 
El colombiano le sacó el cuerpo a todas esas formalidades y convertido en rock star dejó atrás el modelo de autor exquisito y aristocrático que representaban hasta entonces Jorge Luis Borges, el barroco José Lezama Lima y otros prohombres engolados y pomposos existentes desde el Río Bravo hasta la Patagonia, y se asoció con la revolución cubana, que entonces se encontraba en su apogeo en medio de la Guerra fría. 
 
Unido como emblema revolucionario a sus líderes Fidel Castro y al mártir Ernesto Che Guevara, que murió en Bolivia el mismo año de la aparición de Cien años de soledad, García Márquez se convirtió en otro ídolo y ascendió hacia la estratosfera como los poderosos cohetes Saturno V que llevaron al hombre a la Luna en 1969. García Márquez fue la otra cara de la moneda del Ché Guevara como mito crístico de la juventud rebelde latinoamericana y mundial hasta su paulatina difuminación en el siglo XXI. 
 

A diferencia de sus antecesores, el costeño reivindicó sus orígenes populares, la música vallenata y utilizó su fama y poder para promover el periodismo y cine latinoamericanos y desempeñarse como diplomático de facto de la Revolución cubana y mediador en complicados conflictos sociopolíticos latinoamericanos, al ser interlocutor escuchado y admirado de muchos presidentes de la región o incluso mandatarios de Estados Unidos o Europa.

   

En cierta forma García Márquez fue nuestro Victor Hugo y como él tuvo que huir al exilio cuando estuvo a punto de ser detenido en Colombia por su activismo político y periodístico y sus lazos ocultos y no ocultos con la insurgencia. Poco después obtendría el codiciado Nobel a los 54 años de edad y viviría el resto de su próspera vida en México en medio de la gloria, adorado como un patriarca o un semidiós hasta que fue alcanzado trágicamente por la terrible peste del olvido que aquejó también a los protagonistas de su obra mayor.

 
En un país y un continente que han vivido tantas guerras y desgracias, la figura patriarcal de García Márquez era un bálsamo que aliviaba los dolores y conjuraba la tradición del fracaso. Hasta su advenimiento todos los poetas, narradores y ensayistas del país habían muerto en la depresión, la pobreza y el olvido. 
 

Pero, oh paradoja, su éxito literario carbonizó como una deflagración meteórica la obra de varias generaciones de autores colombianos cuyos libros aparecieron y aparecen sin pena ni gloria desde hace décadas aunque sean notables y aun hoy todo gira alrededor de él. Sus contemporáneos vagan como fantasmas en un limbo de olvido y los autores posteriores nacen como estrellas muertas en un firmamento agotado, al mismo tiempo que se acaba la era de Gutenberg. 

Casi se podría decir que existe una religión en torno a su nombre y su imaginario. Y que un día habrá papa de Macondo, cardenales, obispos y sacerdotes que divulgarán los evangelios y ratificarán sus milagros. Sus personajes, sus gestos, sus mariposas amarillas y las imágenes creadas por su talento siguen tan vivas que inundan nuestros sueños y planean sobre el país como un gran fresco fundacional que nos detiene en un eterno presente sin tiempo. Y cuarenta años no es nada para el bolero fenomenal que fue su destino. Por eso desde el más allá, protégenos Gabriel, y ten piedad de nosotros, pues eres omnipotente, omnisciente, omnívoro, omniamoroso y omnipresente.   

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 22 de octubre de 2022.

samedi 1 octobre 2022

MUJERES OCULTAS EN LA LITERATURA LATINOAMERICANA


Por Eduardo García Aguilar

Las escritoras fueron desdeñadas durante el auge del llamado "boom" de la literatura latinoamericana y solo ahora en diversos países comienza a recuperarse del ocultamiento las obras de muchas de ellas. Cuando el club ultramachista de la literatura latinoamericana reinaba desde Barcelona, comandado por la gran matriarca Carmen Balcells, casi todas las mujeres que escribían y publicaban entonces alrededor de la corte de los poderosos patriarcas eran toleradas solo como personajes folclóricos.

A la gran novelista colombiana Alba Lucía Ángel (1939), autora de Estaba la pájara pinta estaba sentada en un verde limón, se le consideraba más como una cantante que amenizaba los ágapes de sus amigos del boom, entre ellos el argentino Julio Cortázar, quien acuñó el término de lector "hembra", o sea al que le gustan las lecturas fáciles. Ángel, que después de vivir décadas en Europa, regresó a Colombia, ha sido recuperada por varias universidades y mujeres de las nuevas generaciones que encuentran en ella un modelo a seguir. Como ella, también la indomable Fanny Buitrago (1943) es otra de las más notables autores latinoamericanas que comienza a ser publicada de nuevo y seguida por un atento público lector que saludó desde su juventud su talento precoz. Entre sus obras figuran El hostigante verano de los dioses y Los pañamanes.

Otra escritora destacable fue Helena Araújo (1934-2015), autora de Fiesta en Teusaquillo y Las cuitas de Carlota, donde cuestionaba el tradicional mundo bogotano y las costumbres sociales de la élite, cuando el divorcio era casi considerado un delito. Araújo se exilió en Suiza y a lo largo de su vida desempeñó un gran papel como profesora y ensayista y lúcida y a veces excéntrica participante en coloquios.
 
Para seguir en el campo de la narrativa colombiana habría que destacar a la barranquillera Marvel Moreno (1939-1995), autora de En diciembre llegaban las brisas y Algo feo en la vida de una señora bien, quien estuvo cerca al círculo del boom, pero nunca fue tomada en serio. Incluso décadas después de muerta  tuvo que organizarse un movimiento de mujeres que exigió la publicación de su última novela, El tiempo de las amazonas, considerada por su familia y su ex primer marido como una obra menor impublicable.

Otra narradora, periodista, activista literaria y política fue la liberal Flor Romero de Nohra (1933-2018), autora de Los triquitraques del trópico, quien pese a publicar en importantes editoriales españolas fue desdeñada hasta el final. En pleno auge del boom, fui testigo de ese desdén y ella, como muchas otras autoras contemporáneas de los grandes patriarcas, parecía invisible.

Elisa Mújica (1918-2003,) autora de las novelas Catalina y Bogotá en las nubes, fue una escritora de gran inteligencia, talento y seriedad como ensayista e investigadora, y su obra comienza a ser de nuevo rescatada y estudiada por las nuevas generaciones. Igual destino tuvieron en cierta forma poetas que como Meira del Mar (1922-2009) y Maruja Vieira (1923) tuvieron que cruzar el siglo XXI para que suscitaran de nuevo la atención de los lectores. En ese mundo dominado por los piedracielistas, otro club supermasculino, ellas solo fueron toleradas y tal vez tratadas con cortesía, pero en medio del desdén.

Me he referido solo a algunas autoras colombianas ocultas del siglo XX. Lo mismo ocurrió en otros países del continente, donde como en México el reino de los grandes patriarcas fue total, con figuras como Octavio Paz, Carlos Fuentes y otros que vívían la literatura como una competencia implacable. En ese país se ha venido revalorizando la obra de la gran narradora Elena Garro (1916-1998), ex esposa de Paz, que fue condenada al olvido y murió en el ostracismo y la pobreza meses después del fallecimiento del Premio Nobel autor del Laberinto de la soledad.

La gran novela de Garro, los Recuerdos del porvenir, publicada en 1963 y ganadora del Premio Villaurrutia, es una obra notable del realismo mágico de antes de la aparición de Cien años de soledad, pero no tuvo sitio en ese estricto canon patriarcal. Junto a la de Garro, se rescatan ahora las obras de Rosario Castellanos (1925-1974), Inés Arrendondo (1928-1989)  y Amparo Dávila (1929-2020), entre otras.

Muchas sorpresas saldrían si se hiciera el mismo rastreo de la literatura escrita por mujeres en otros países latinoamericanos en el siglo pasado y ojalá esa tarea sea apoyada por las universidades, instituciones culturales y editoriales para que por fin podamos decir adiós a la era dominada por el universo de Macondo, comandado por Aureliano y Jose Arcadio Buendía y los personajes emblemáticos de El coronel no tiene quien le escriba, Crónica de una muerte anunciada y Memoria de mis putras tristes.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 18 de septiembre de 2022.


  


 


LA LITERATURA COLOMBIANA EN EL SIGLO XX

Por Eduardo García Aguilar

Las importantísimas colecciones de literatura colombiana que dirigió el recién fallecido Juan Gustavo Cobo Borda (1948-2022), apoyadas primero por Colcultura y después por el ministerio del ramo, fueron claves para tener presente y viva la literatura del siglo XX, una fascinante aventura no solo reducida a la novela, sino llena de sorpresas en el campo de la poesía, el ensayo, la crónica, el aforismo, la historia y la filosofía, entre otras ramas del saber expresado en palabras a través de la escritura.

Ya antes Cobo Borda había desempeñado un papel importante en la promoción de escritores de su generación y posteriores cuando trabajaba en la revista Eco, publicada por la librería Buchoolz, que no solo abrió sus páginas al pensamiento moderno y a la literatura mundiales, sino a los nuevos autores de su generación, que aparecían intercalados con obras maestras de todos los géneros provenientes de Europa y América Latina. Allí publicaron también Fernando Charry Lara, Ernesto Volkening y Danilo Cruz Vélez.

Antes, otras generaciones habían promocionado con entusiasmo la literatura colombiana en todo el territorio, a través de generosas colecciones publicadas con el apoyo de algunos gobiernos en la primera mitad del siglo durante la República liberal, sin olvidar la tarea valiosa paralela de muchas instituciones que como el Instituto Caro y Cuervo o el Banco de la República rescataron después en bellas y cuidadas ediciones las obras olvidadas, perdidas o inéditas de grandes autores de todas las épocas, como Joan de Castellanos, la Madre Josefa del Castillo, Soledad Acosta de Samper, José Asunción Silva, Julio Flórez, Miguel Antonio Caro, Rufino J. Cuervo o Rafael Pombo.

Con ellos, debería destacarse el papel de la gran Editorial Arturo Zapata, de carácter privado, que existió en Manizales de 1926 a 1954, donde publicaron sus obras grandes escritores como Fernando González, César Uribe Piedrahíta, León de Greiff y muchos más. También debería subrayarse la tarea de la revista Mito, dirigida en los años 50 por el poeta y ensayista Jorge Gaitán Durán, que abrió puertas en sus páginas a la literatura hispanoamericana y publicó obras claves de autores colombianos como los entonces jóvenes Gabriel García Márquez, Darío Mesa y Alvaro Mutis, entre otros.

También debe destacarse la generosa labor de Manuel Zapata Olivella en su revista Letras Nacionales y su activismo permanente para abrir puertas a los autores contemporáneos y a los nuevos que como Óscar Collazos despuntaban en los años 60. Gracias a la pasión literaria de tantos hombres y mujeres de letras del siglo XX, se pudo conservar de esa manera el acervo literario del país, que debería de nuevo ponerse a circular en el siglo XXI con el apoyo de las instituciones y el Estado, para no dejar el rumbo de las letras nacionales solo en manos de las editoriales multinacionales privadas.

Todas las instituciones mencionadas realizaron a lo largo del siglo XX una tarea fundamental para elaborar el mapa de las letras colombianas, registrándolas con excelentes notas introductorias de grandes especialistas. Gracias a a ellas se rescató la obra de José Antonio Osorio Lizarazo, un escritor colombiano que vivió mucho tiempo fuera del país y realizó una activa obra narrativa y periodística dispersa en el continente, en la que se destaca su trilogía de novelas bogotanas, que fueron uno de los primeros atisbos de la novelística urbana, una descripción magistral de personajes que luchaban en la capital por sobrevivir al frío, la burocracia y las dificultades económicas.

También gracias a esa labor de los recopiladores y editores redescubrimos la obra narrativa del genial Tomás Carrasquilla, la poesía y la narrativa de José Eustasio Rivera, la escritura aforística de Nicolás Gómez Dávila, la tarea crítica cosmopolita de Baldomero Sanín Cano, los versos malditos de Porfirio Barba Jacob, la literatura del gran Jorge Zalamea, la vasta summa poética de León de Greiff, los versos escasos pero claves de Aurelio Arturo, y se exhumó la obra irreverente de Fernando González, nuestro Nietzsche antioqueño.

Sin esa labor apoyada por las instituciones, bancos, universidades, ministerios, editoriales independientes no conoceríamos obras que como las de Meira del Mar, Elisa Mujica y Helena Araújo fueron acogidas en las diversas colecciones creadas con pasión y sin ánimo de lucro por quijotes colombianos amantes de la literatura y los libros. Porque la gran tragedia de los países que no conservan y cuidan la obra de sus autores nacionales y regionales, es que muchos manuscritos y archivos desparecen con la muerte, lo que significa la pérdida definitiva de un invaluable patrimonio cultural.

Que el impulso de las diversas generaciones de críticos y editores del siglo XX sea ejemplo para que en el siglo XXI realicemos una nueva cartografía de los autores de ambos sexos secretos, olvidados, perdidos e ignorados en ciudades, pueblos o regiones del país. Todos sus materiales deben ser buscados y rescatados con amor y editados con cuidado para que la literatura colombiana siga viva. 
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Publicadao en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo
2 de octubre de 2022. 

    

samedi 9 juillet 2022

LOS SUEÑOS DE PATRICIA ARIZA


Por Eduardo García Aguilar

Cuando terminaba el bachillerato en el Colegio Gemelli de Manizales, en el bus de ida o de regreso al bello mirador de La Francia, especialmente en las tardes soleadas, solíamos cantar todos en coro la canción Una flor para mascar del nadaísta Pablus Gallinazus, que estaba entonces de moda y se escuchaba en las radios. Frente a la inmensidad de los valles del Cauca y las altas montañas de la Cordillera occidental, uno de los paisajes más hermosos del mundo, resonaban las palabras de esa bella canción.

Por esas fechas el artista y poeta también nadaísta Mario Escobar Ortiz, quien abría con generosidad las puertas a esa juventud que soñaba, me invitó a La Patria el día que Gallinazus vino a visitar el periódico y me dio mucha alegría ver al cantante y poeta con su boina, acompañado de una muchacha, recorriendo las instalaciones y viendo las máquinas offset recién importadas que producían milagros editoriales y hacían posible todo tipo de sueños como en una película magistral de Orson Wells.

Nunca imaginé que mucho tiempo después otra nadaísta amiga de Pablus Gallinazus llegaría también por milagro al ministerio de Cultura de Colombia en medio de una magnífica y bienvenida ola de cambio de época que hasta hace poco parecía impensable y solo parecía utopía.

En el excelente documental Patricia Ariza: una vida polifónica, producido por la Plataforma solidaria Confiar, podemos acercarnos a la trayectoria increíble de esta fuerte mujer que ha dado la vida al arte y a los demás. Con ella recorremos los escenarios y las turbulencias de la historia contemporánea de Colombia, así como las calles históricas del centro de Bogotá, donde contra viento y marea ha generado arte y sueños para varias generaciones por amor a la vida.

Ariza es una mujer de temple que desde muy temprano hizo parte del movimiento nadaísta al lado de mujeres y hombres jóvenes que irrigaron en aquellos años el país con refrescantes vientos culturales. Después, al lado del gran dramaturgo Santiago García y tras concluir sus estudios de arte en la Universidad Nacional, emprendió una larguísima carrera en los escenarios que la llevó a ser cofundadora del famoso teatro La Candelaria, orgullo para el país a nivel internacional y que ha montado algunas de las obras teatrales más emblemáticas de la historia del país y América Latina.

Contra viento y marea, luchando por sobrevivir, trabajando sin recursos y con las uñas, enfrentando las amenazas del exterminio, actuando muchas veces con chalecos antibala en el escenario, cuando artistas, pensadores y poetas eran exterminados uno tras otro por las fuerzas oscuras de Colombia, la poeta Patricia Ariza ha llevado en alto la antorcha de la libertad con un trabajo colectivo que ha reivindicado sin cesar los derechos de mujeres, minorías, artistas, marginados, fantasmas, nadies, excluidos por un Apartheid tan atroz como el que reinó en Sudáfrica y Estados Unidos.

Patricia Ariza es una sobreviviente que después de tantas décadas asume con alegría una misión que nunca buscó ni esperaba, porque de hecho ellla la ha practicado desde siempre en su vida. Ya antes era la ministra real del escenario, la fiesta, la música, la poesía, la palabra, la alegría, el carnaval, la danza, el color, el calor incandescente del corazón que da abrazos a quienes sufren en silencio la marginación y el olvido y buscan florecer desde la oscuridad y el fango.

En una de las primeras entrevistas televisivas que ofreció a Yamid Amat tras su designación, esta poeta elocuente, clara, serena, mientras deletreaba las palabras de esa bella canción Una flor para mascar, dejó en claro que el suyo será un trabajo colectivo para que hasta en los más alejados pueblos, rincones y regiones, allí donde están los campesinos que siembran, los afrodescendientes que pescan, los indígenas que danzan, los llaneros que cabalgan, los pobres que se regocijan con el sol y la lluvia, las madres coraje del país, se reconozca al fin la fiesta y el arte de los autóctonos y reine el color y la poesía allí donde antes se enseñorearon la muerte, el olvido, la guerra y el odio.

Será un trabajo muy difícil, con muchos escollos, pero vale la pena emprenderlo. Las nuevas generaciones que votaron por el cambio pueden continuar esa tarea en las futuras décadas. No hay en el proyecto cultural de Ariza ningún rencor sino un deseo de mirar al futuro y hacer que quienes aun estén lastrados por el deseo de la guerra descubran los vientos de un cambio que venía fraguándose desde abajo y que ahora despunta en el horizonte como una ola gigante y amorosa.

La cultura es fiesta, mito, leyenda y Colombia, país de mil facetas y paisajes, debe empezar a bailar y tocar la flauta, a disfrazarse y a reir sobre las cenizas del pasado. La utopía se ha hecho realidad y está ahora al alcance de las manos, los ojos y los corazones mientras suenan las palabras de Una flor para mascar.   







 
 

samedi 2 juillet 2022

LA PASIÓN POÉTICA DE HERMANN LEMA


Por Eduardo García Aguilar

Con obra breve, ceñida y cincelada con sangre y palpitaciones a través de las décadas, el poeta Hermann Lema (1936-2011) es una de las voces más notables de su generación en Colombia y poco a poco sus poemas adquieren el rango secreto que merecen, combatiendo con ellos el tiempo y el olvido. Con siete poemarios y una antología publicada en 2002, bajo el título de Poema del instante final y otros poemas, el poeta nacido en Anserma y fallecido en Bogotá, deja un rastro sólido de su paso por el mundo como un testimonio de pasión por la vida, la existencia en medio del milagro del cosmos y el deseo desbordado de la carne.

Abogado de la Universidad Nacional y graduado en estudios diplomáticos en Montevideo, Lema se desempeñó como funcionario internacional en la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) en Uruguay y del pacto Andino en Lima, antes de regresar a trabajar en Bogotá instituciones y ministerios, como el del Interior, de cuya biblioteca fue encargado. Como todo bibliófilo y hombre de letras auténtico, Lema transcurrió a lo largo del convulso siglo de su país y el continente y alcanzó a llegar a la primera década del siglo XXI, indagando sobre el destino del ser humano en tiempos de guerra y violencia, también caracterizados por cambios tecnológicos que ratifican la inmensa soledad del individuo, una de sus principales preocupaciones.

Los poetas colombianos de su generación ejercieron con pasión la poesía contra viento y marea en un país oscuro, a sabiendas de que es una actividad de catacumbas, tal y como ocurrió con sus mayores Aurelio Arturo, Fernando Charry Lara, Héctor Rojas Herazo, Meira del Mar, y más recientes como Mario Rivero, Raúl Gómez Jattin y tantos otros, y entre sus paisanos caldenses figuras como Maruja Vieira, Dominga Palacios, Fernando Mejía Mejía, Javier Arias Ramírez, Beatriz Zuluaga y Rodrigo Acevedo González.   

A falta de biografías o largos estudios sobre su obra, podemos acercarnos a su vida a través de testimonios parciales de amigos cercanos como Augusto León Restrepo y Octavio Hernández, gracias a los cuales sabemos de sus últimos días en su apartamento y biblioteca de Bogotá, su enfermedad crepuscular, los cuidados de su hermana y más tarde la despedida final hacia el hospital, lejos de su biblioteca, de donde no regresaría. Sabemos que sus cenizas reposan en su pueblo natal, uno de los más antiguos de Colombia en las montañas andinas de Caldas.

Al leer su obra recibimos el impacto de su verdad existencial. Cada una de su piezas sacude al lector porque están escritas desde el fondo con una delicadeza humana que nos lleva a vibrar con él la furia del deseo y la posesión de los cuerpos, así como el milagro del encuentro y el dolor de la ausencia. Cada uno de sus poemas es una huella digital y está escrito como si fuera el último. Todos sus poemas son de gran calidad formal, gracias a sus lecturas de clásicos castellanos y de poetas modernos como el griego Constantin Cavafis y el italiano Cesare Pavese, entre otros. Una parte de su obra está anclada en la poesía clásica castellana y otra cruza hacia la modernidad, con atmósferas que nos recuerdan la pintura del norteamericano Edward Hopper, testimonio de la soledad urbana contemporánea.

En esa parte contemporánea, urbana, erótica, ingresamos a los espacios del encuentro corporal, habitaciones de hoteles, cuartos de apartamentos, lechos, el calor de las sábanas, objetos como sillas o vasos de agua colocados sobre la superficie escueta de una mesa o incluso un saco, una camisa o un zapato. En un restaurante, Esta tarde, Un día nos encontraremos, Gracias hasta siempre corazón, Enigma para tu recuerdo, son algunos de esos notables poemas cotidianos. León Zuleta destaca en su obra "la espera interior, el amor imposible pero urgido, la unción sacrificial, la angustia del hombre cotidiano" y Jaime Mejía Duque piensa que su poesía maldita de "pátina cuasibaudeleriana" no se despeña en el "anacronismo" gracias a su "ironía muy actual".

Y aunque tuvo muchos amigos y lectores, poco sabemos de la juventud y la vida de Lema en aquellas capitales latinoamericanas, por lo que sería enriquecedor rescatar fotografías familiares y cartas escritas para la elaboración de un hipotético número monográfico que otorgue más densidad a su periplo vital, del cual solo conocemos algunas escasas imágenes crepusculares y un dibujo al carboncillo de Pedro Vargas. Su poesía es tan humana que a través de ella lo conocemos de manera abstracta, pero sería marvilloso poder acercarnos más a él a través de su periplo vital, laboral y viajero. Cada día que pasa Hermann Lema está más vivo que nunca. 
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 3 de julio de 2022.

 

jeudi 23 juin 2022

EL HOMBRE QUE CORRÍA EN EL PARQUE

Por Eduardo García Aguilar

Cualquier cosa es posible en una novela tanto a nivel temático como formal. Es un género que puede ser histórico, fantástico, realista, autobiográfico, soez, pomposo, barroco, erótico, cósmico o vampírico y el autor, cuando emprende la tarea ardua de armar una historia, tiene toda la libertad posible para hacerlo.

Eso lo ha entendido Antonio María Florez (1959), escritor extremeño y caldense, en su novela El hombre que corría en el parque (2021), que relata la historia de un médico español con raíces colombianas que trabaja en Cataluña desde hace algún tiempo y vive una apasionada historia amorosa y sexual con una joven mujer casada que solo lo considera el "tinieblo" y rechaza o evade los avances para establecer una relación más sólida.

El protagonista es un hombre responsable, buen profesional, ordenado en sus asuntos económicos y domésticos, pero inestable en sus relaciones múltiples con las mujeres que se cruzan en su camino. Durante el transcurso de la novela vive la vida de un divorciado solitario y ansioso de amor, por lo que experimenta una especie de adolescencia retardada o "empedernida", como la que Antonio María  Florez evoca en su poemario Sueños eróticos de un adolescente empedernido, publicado en 2016.

Para contar la historia usa la forma simple del diario y la reproducción de mensajes electrónicos intercambiados con la amante y poco a poco va construyendo un mundo en el que nos enteramos de los problemas que se viven en la región catalana, los conflictos provocados por el nacionalismo y el uso político del idioma por los independentistas, así como los problemas del sistema de salud, las luchas de los migrantes de diversas nacionalidades, negros, chinos, paquistaníes, moros, rumanos, latinos y la vida cotidiana en una España que vive la crisis financiera mundial que sacudió al mundo en 2008.

El médico, que es además lector y amante del cine y las actividades culturales, va desgranado poco a poco en su diario sus lecturas y las visualizaciones de películas en los cines de la región y reproduce citas de diferentes autores, especialmente aquellas relacionadas con el asunto de escribir novelas autobiográficas a través del uso de diarios o correspondencia electrónica o en papel. Cita en una de sus entradas diarísticas a Philip Roth, cuando en su Autobiografía de un novelista señala que "para mi, como para la mayor parte de los novelistas, todo suceso auténticamente imaginario empieza por abajo, en los hechos, en lo específico, no en lo filosófico, ni en lo ideológico, ni en lo abstracto".

Es pues una novela que a la vez reflexiona sobre sus propias opciones formales, desde la distancia con el texto, hallado por un conocido latinoamericano del médico, Jorge Menacho, en una memoria USB extraviada en el parque que solía frecuentar para correr y jugar fútbol y básquet.

Después de la misteriosa desaparición del médico protagonista, quien tiene hermanas en España y un hijo, así como varias mujeres con las que ha tenido relaciones en el pasado, según se colige de la lectura del documento, el inmigrante boliviano lo busca infructuosamente y al final deposita el documento en una biblioteca, cuyo director la pasa a un editor y así accedemos a él.

Publicada por la Editorial Regional de Extremadura en una bella y cuidada edición, la novela de Flórez funciona con toda libertad, pero además es una narración que podría incluirse también en el género erótico, ya que a lo largo de las 329 páginas presenciamos con detalle los retozos del protagonista con su amada Carolina y otras de sus novias, descritos de manera notable.

Las novelas son documentos de vida, bitácoras de época, miradas a la realidad o a lo oculto. Necesitan unidad de espacio, de tiempo, geografías, lugares cotidianos, parques, ramblas, estacionamientos, gasolinerías, carnicerías, supermercados, estadios, restaurantes, bares, oficinas. También en ellas vibran los conflictos políticos, familiares, empresariales, escolares y sociales, y figuran presidentes, monarcas, ministros, delincuentes, estrellas deportivas, musicales o cinematográficas.

El artefacto novelístico de Flórez es en ese sentido logrado porque fue escrito con la soltura de quien experimenta y busca relatar por caminos nuevos, no trillados, lejos de los corsés que a veces malogran muchas novelas en el ámbito hispanoamericano. Se inscribe en una larga tradición de los manuscritos hallados en la historia de la novela. En todos los siglos los escritores hemos recurrido a ese artilugio para abrir ventanas al mundo. Y Flórez, poeta, ensayista, narrador, nos abre una época vital de la España contemporánea a inicios del siglo XXI con sus vasos comunicantes de la lejana ultramar.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 19 de junio de 2022. 

samedi 28 mai 2022

BOGOTÁ TRISTE, SOLITARIA Y FINAL

 



Por Eduardo García Aguilar

En su nueva obra Cada oscura tumba, publicada por Planeta, Octavio Escobar Giraldo amplía los espacios y ámbitos de sus novelas, al dirigir ahora el espejo stendhaliano a Bogotá y la vida de los provincianos inmigrantes que luchan por la vida en la caótica capital colombiana. La mayor parte de sus novelas han tenido como escenario su ciudad natal, Manizales, a la que ha tratado de captar desde diferentes ángulos con ayuda de sus diversos instrumentos quirúrgicos, ya que es un narrador que se inscribe en la rica tradición de escritores médicos como François Rabelais, Anton Chejov, Arthur Conan Doyle, Mijail Bulgákov, Joao Guimaraes Rosa, Louis Ferdinand Céline o su coterráneo Tulio Bayer.

Aunque el narrador médico deje de ejercer la profesión y se dedique de lleno a la escritura, quedará para siempre marcado por ese contacto directo con la miseria humana a través del desciframiento de los males que aquejan a sus pacientes o del estudio minucioso en la universidad del funcionamiento de los cuerpos en relación directa con las complejidades psíquicas del individuo. Tiene por lo tanto una gran libertad para desentrañar los humores, traiciones y patrañas de los personajes.

En su anterior y premiada novela negra Después y antes de Dios (2014), el autor había desplegado todos sus recursos al contar una historia terrible que sucede en una ciudad conservadora y taimada. Y a través de esos acontecimientos abre el vientre la urbe con sus tumores impronunciables, pero a la vez abre carreteras para la fuga. Igual hace ahora con la infernal Bogotá de las clases bajas, en esos barrios polvorientos y decadentes donde entre el bullicio apocalíptico y el peligro pululan millones de ajetreados habitantes agobiados por deudas, crímenes inconfesos, angustias económicas, deudas, deseos, traiciones, delitos, turbios pasados. Siempre a punto de ser atropellados o atracados.

Bogotá alberga en su seno un fresco del país, y en cada ser, antro o habitáculo vibran esas fuerzas del pasado y de las regiones abandonadas en pos de una mejoría vital o económica que nunca llega o si llega puede desplomarse de un momento a otro. Escobar Girarlo logra con maestría hacernos visitar esa Bogotá contemporánea a través de personajes diseñados con ironía y sarcasmo y sin piedad. Y no olvida el paladar, al describirnos las arepas de huevo con chicaharrón crujiente de la seño Amalia o las albóndigas y empanadas de Donde Heidi, propiedad de Hildebrando Ramírez.

Melva Lucy, que vivió en Buenaventura, donde dejó a un novio al que aun ama, trabaja en el descuidado restaurante Donde Heidi, frecuentado por mecánicos, comerciantes, obreros, maleantes y hasta discretos asesinos, varios de los cuales conquetean con la joven. Entre ellos figuran Ignacio, apodado El Suave, un maniático pulcro y solitario que vive solo y guarda secretos, así como el traqueto y machista Edgar Garay, próspero administrador de tres discotecas en la calle 53.

A ella le han matado a su hermano menor Anderson en el marco de los crímenes de los falsos positivos y lucha para que sea castigado el responsable del crimen, un militar que logra con argucias jurídicas aplazar y alejar los pasos de la justicia, pese al trabajo de idealistas y benévolos abogados defensores de derechos humanos, entre ellos Gabriel Álvarez Cuadrado.

Cuadrado trabaja con colegas para esclarecer los crímenes que afectaron a miles de jóvenes inocentes asesinados por el ejército. Se ha separado de la abogada Consuelo, su novia costeña que no aguantó la presión y ahora sale con la editora ibaguereña Paula Cristina. Además tiene afecto por el viejo abogado anacrónico, erudito y pobre Rosales, al que suele obsequiarle corbatas y trajes. Todos ellos son seguidos y corren peligro a causa de sus averiguaciones.

La acción transcurre cuando avanzan las polémicas negociaciones de paz del gobierno con la guerrilla de las FARC, que suscitan acaloradas discusiones en el país, descritas por el novelista a través de muy cincelados y abundantes diálogos, uno de los méritos más logrados de la novela. Varios espacios de la Bogotá céntrica, como las inmediaciones de la Universidad Nacional, Parkway, Chapinero Alto, Quinta Paredes y otros lugares son descritos con acierto, creando un fresco de una ciudad implacable que también guarda remansos.

Novela negra ágil, veloz, con un lenguaje preciso, Cada oscura tumba hace parte de la lista de esas novelas bogotanas que tratan de desentrañar el alma capitalina desde los tiempos de la gran trilogía de Osorio Lizarazo hasta Fiesta en Teusaquillo de Helena Araújo, Los parientes de Esther de Luis Fayad, Opio en las nubes de Rafael Chaparro o Todo pasa pronto de Juan David Correa, entre otras. Pero como en casi todas las novelas de Escobar, hay un viaje sorpresa que nos saca de allí y nos lleva esta vez a Honda y sus alrededores, bajo la canícula del río Magdalena.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 28 de mayo de 2022.







lundi 9 mai 2022

EL NADAÍSTA X-504

Por Eduardo García Aguilar


El nadaísta Jaime Jaramillo Escobar (1932-2021), conocido en sus inicios como X-504, estaba ahí entre nosotros pero pocos, solo los más entendidos, se daban cuenta porque en Colombia se cree en estos tiempos de narcos y arribistas que la gran literatura del país es la que más vende y produce best sellers o algarabía de lagartos y aspavientos comerciales de egos hinchados de machos alfa. Él, fiel a los pueblos donde nació y creció como hijo de maestro de escuela, y a su pasión por la naturaleza y la vida, no estaba buscando homenajes ni invitaciones ni reconocimientos porque su obra estaba ahí, viva, luminosa y palpitante.

El gran poeta Alvaro Mutis era uno de sus principales admiradores y recomendaba siempre libros suyos como Los poemas de la ofensa (1968) y Sombrero de ahogado (1991), porque la poesía suya era libre y un gran océano de palabras ciertas. Mutis había recibido antes de que se volviera famoso en México y en el mundo el premio Cassius Clay que otorgaban los nadaístas, porque ellos a su vez detectaron en la poesía del creador de Maqroll el Gaviero a otro de los suyos, en cuya obra circulaba la vida y el oxígeno del universo en conexión con el deseo, la podredumbre y la muerte.

Por eso Mutis no perdía oportunidad de recomendarnos en los años 80 a los poetas jóvenes que agotábamos las calles de la Ciudad de México la poesía de este libertario que como él había sido publicista, vendedor viajero, empleado puntual y amante de la tierra caliente, los ríos, la vegetación y el ambiente de los pueblos y las carreteras del país donde se encuentran nómadas, marginados, locos, expresidiarios, maleantes o iluminados de ambos sexos.

Ya en los 70, los adolescentes de los colegios conocimos su poesía o queríamos escribir como él. Como un Matuselén este gran líder de los nadaístas al lado de Gonzalo Arango y Jotamario, entre otros, que nunca renegó del nadaísmo, nos soprprendía cada año con nuevos libros o declaraciones irreverentes que diferían del mundo pomposo y melifluo donde siempre ha preferido estar presa la literatura oficial. Su obra estaba caracterizada por poemas río que fluían caudalosamente por los paisajes de la cordillera, las habitaciones de modestos hoteles o las calles locas de las urbes o los pueblos.

A diferencia de una tradición muy apegada a los cánones decimonónicos y al buen decir del maloliente casticismo de las Academias, o sea el escribir bonito y respetar de manera juiciosa y servil reglas y modelos, la obra de Jaramillo Escobar era rebelde y se salía del cauce para conectarse con las mejores poéticas latinoamericanas libres, que por lo regular se han ejercido en Brasil, Chile, Perú y Centroamerica, abriéndole ventanas al poema para liberarlo de los cinturones de castidad, los corsés, las cadenas de espinas de la tradición. 

Cada poema de Jaramillo Escobar nos invitaba a seguir con él por el camino practicado por los viajeros que de pueblo en pueblo son vigías errantes que todo lo ven y lo captan, el llanto y la alegría, el deseo y la podredumbre, la voz de los de abajo y los sacolevas infectos de los de arriba, las catástrofes y los carnavales. Al leerlo nos invitaba a convertirnos en ermitaños risueños como Diógenes. 

Gonzalo Arango dijo:  “de X-504 se dice que es el mejor poeta de nuestra tradición nadaísta (con perdón de los otros mejores). Es silencioso como un secreto; misterioso como una cita de amor; solitario y profundo como un río profundo. Su seudónimo de placa de carro se debe a su deprecio por la popularidad, y también para que su patrón no lo echara del puesto al enterarse de que era poeta, y además nadaísta”. (*)

Así era el poeta, lejos de la codicia de la fama y de la gloria, lejos de las intrigas literarias, la competencia, gestor durante tres décadas de un taller poético de la Biblioteca Piloto de Medellín, un "raro" que era una de las voces vivas más grandes de la literatura colombiana, al lado de tantos autores de su generación y de otras posteriores que nadie ve porque están ahí firmes viviendo la literatura sin aspavientos ni amarguras, con una sonrisa generosa al aire frente al paisaje y el misterio y la maravilla de vivir. Por eso decía que "la errancia es la única forma de despistar al tiempo. Meter al tiempo en el laberinto de nuestra errancia". 
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 12 de septiembre de 2021. Y en La Otra revista. México. 1 de octubre de 2021.
* El poeta X-504 nunca renegó del nadaísmo y la frase definitoria es del profeta Gonzalo Arango (Jotamario dixit).
- Foto tomada de El Espectador.

LAS MIL BATALLAS DE GARDEAZÁBAL

Por Eduardo García Aguilar

Siendo muy joven y rebelde, Gustavo Álvarez Gardeazábal (1945) publicó en el lapso de unos cuatro años varias novelas que se convirtieron en clásicos de la narrativa colombiana y latinoamericana como Cóndores no entierran todos los días, Dabeiba, La boba y el buda, El bazar de los idiotas, entre otras. Su irrupción en la literatura colombiana fue vertiginosa en los primeros años de la década del 70 del siglo pasado, que también vio emerger a otros autores de su generación como Óscar Collazos, Fernando Cruz Kronfly, Héctor Sánchez, Umberto Valverde, Fanny Buitrago, Alba Lucía Ángel, Roberto Burgos y R.H. Moreno Durán, entre una veintena de autores magníficos que constituyen una poderosa generación que aún se debe estudiar y valorar.
Pero Gardeazábal surgió casi como una explosión volcánica contra viento y marea, dispuesto a contar con un lenguaje propio y local las historias ocurridas en su terruño, Tuluá, en tiempos de la horrorosa violencia entre liberales y conservadores en medio de la cual vio la luz del mundo hace 75 años. Su objetivo era hacer clásico e internacional el lenguaje de la chismografía de su pueblo natal Tuluá, pues considera que hay un rico y específico modo del castellano, que él denomina el “tulueño”. Así como Proust tenía su jerga de frases interminables en un estilo exquisito donde sonaba el habla de los salones aristocráticos de París a fines de siglo XIX y comienzos del XX, Gardeazábal hilaba, tejía, serpenteaba, entrelazaba las historias a través de palabras que como pólvora se regaban y explotaban en todos los sentidos, en un endemoniado fuego pirotécnico, galáctico, generalizado y en espiral.
Cóndores no entierran todos los días se convirtió en el emblema de esa narrativa de la violencia a través de la historia de un temible pájaro contada desde todos los ángulos con su prosa musical, barroca y churrigueresca, poderosa y fértil enredadera florecida y venenosa que se reproducía a toda velocidad, impulsada por una savia devoradora sobre muros, techos, aceras, zaguanes, cementerios, patios e iglesias del pueblo natal. El gran Francisco Norden la llevaría después al cine, en la que tal vez sea la película colombiana más importante del siglo XX.
Uno tras otro iban saliendo sus novelas y libros de cuentos que ganaron premios internacionales en España, se convirtieron en best sellers y fueron traducidos a varias lenguas, entre ellas el polaco, el inglés, el alemán, el italiano y el húngaro. Como siempre ambicionó a lo grande, se dio cuenta de que para figurar en Colombia tenía antes que publicar y sonar primero en el extranjero, pues la literatura colombiana de su tiempo, como la de hoy, siempre ha estado centralizada en la hegemonía bogotana que mira de reojo a las creaciones de autores nacidos o activos en otras regiones. El costeño Gabriel García Márquez lo había precedido en esa reivindicación de lo local, y como él, tuvo que publicar lejos de su patria para que lo tuvieran en cuenta los capataces literarios de la Atenas suramericana.
Gardeazábal no se sentó en los laureles conquistados como un guerrero griego antes de cumplir los 30 años. Siempre ha sido un autor incómodo, polémico, odiado y admirado, ya que nunca ha tenido pelos en la lengua para expresar sus opiniones que desde el principio fueron contra todas las corrientes políticas y sexuales. Cuando la izquierda dogmática dominaba el pensamiento en las universidades, él era el único tribuno estudiantil opositor que enfrentaba a las divas revolucionarias, muchas de las cuales, comunistas, maoístas, guevaristas, camilistas, trotskistas, fueron exterminados o se apaciguaron después y entraron al redil.
Y fue un verdadero precursor, pues muchas décadas antes del auge del movimiento LGTB, él ya exponía al viento sin complejos su homosexualidad con un orgullo en un país que es y ha sido fundamentalmente machista, camandulero y conservador. Varios de sus libros tienen héroes homosexuales como El Divino y la Misa ha terminado y vestido él también como diva sesentayochera con pantalones de rayas blancas y rojas y camisas floreadas, expresaba su elocuencia desde todas las tribunas y púlpitos asustando monjas, horrorizando obispos, alcaldes, presidentes y desestabilizando a los pontífices con sus báculos de hoz y martillo. Tal vez, como destaca Isaías Peña Gutiérrez, esa hidra de varias cabezas, a la vez conservador y volteriano, convencional e irreverente, mojigato y lúbrico, se nutre del contradictorio imaginario familiar, pues su padre fue godo y su madre liberal.
Esa inasibilidad permanente de Gardeazábal, la indómita fuerza para evitar ser etiquetado, el carácter impulsivo y quijotesco le ha causado al autor tulueño múltiples problemas y también lo condujeron a vivir aventuras que lo convierten a su vez en personaje de novela. Con más de diez novelas publicadas y un reconocimiento literario sólido se aventuró como otros autores latinoamericanos en las aguas turbias de la política. En una carrera política vertiginosa como su vida literaria, fue alcalde de su pueblo y llegó a gobernador del Valle con una votación gigantesca que en algún momento lo hizo sonar como probable candidato a la presidencia, igual que su amigo Vargas Llosa en Perú, pero se le atravesaron las arañas de la intriga y terminó experimentando la cárcel, experiencia que ha enriquecido a grandes autores como Miguel de Cervantes Saavedra y Álvaro Mutis, entre otros.
Ahora que ya es un sabio sereno que mira el paisaje planeando desde las altas cumbres como los cóndores de los Andes, más allá del bien y del mal, dotado de la poderosa inteligencia que siempre lo ha caracterizado, sus coterráneos le hacen un homenaje por su llegada a edad tan venerable. Convocados de manera virtual a causa de la pandemia de coronavirus por su amigo el poeta Ómar Ortiz, muchos críticos y escritores fueron convocados para debatir esta semana de agosto, previa a su cumpleaños el 31 de agosto, en torno a su vida y obra.
Sentado en su estudio, ataviado con sus inconfundibles, amplias y elegantes camisas, con dicción pausada y mirada de águila, respondió a las preguntas de Isaías Peña Gutiérrez, quien lo conoce y lo ha seguido y estudiado desde el principio. Con Johnattan Tittler, que acaba de traducir al inglés después de arduo trabajo Cóndores no entierran todos los días, habló de las dificultades de trasladar el lenguaje suyo a la lengua de Faulkner y Capote y con Darío Henao abordó sus primeras tareas como profesor de literatura en Cali y Pasto y su rebelión contra las modas semióticas e ideológicas que venían de Europa. Verlo en plena forma y activo después de tantas peripecias extraliterarias ha sido una alegría para quienes sabemos que su obra es rica e imprescindible.

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 20 de agosto de 2020.

El FANTÁSTICO UNIVERSO MUSICAL DE PABLO MONTOYA

Por Eduardo García Aguilar

Antes de terminar el siglo XX y cuando se hacía la cuenta regresiva de las semanas, días, horas y minutos que nos separaban del siglo XXI, Pablo Montoya (1963) deambulaba por las calles del barrio existencialista de Saint Gernain des Prés, donde reinaron Miles Davis, Boris Vian y Juliette Gréco, cubierto por un gabán azul oscuro y una bufanda escocesa que lo protegían de las fuertes ráfagas del frío otoñal.

En ese entonces, antes de los atentados de las Torres Gemelas en Nueva York, las guerras posteriores, los vertiginosos cambios culturales que sacudieron al mundo e imprimen a la existencia una velocidad desbocada y angustiante, la vida literaria era trepidante en ese barrio donde estaban las sedes de las grandes editoriales y las principales librerías, universidades e institutos de élite. Nos encontrábamos felices en las presentaciones de nuestros libros y de los amigos en la Casa de América Latina y aun estaba vivo Miguel de Francisco, el último barroco colombiano, literario hasta el sacrificio. Después desaparecieron una tras otra las tradicionales librerías hispánicas y América Latina y sus escritores pasamos de moda.   

Montoya ya había estudiado música en Tunja, fría ciudad colombiana donde vivió intensos años de aprendizaje estético y desde hacía cierto tiempo proseguía sus estudios literarios en la Universidad de la Sorbona Nueva, donde trabajaba con ahínco la obra de Alejo Carpentier y revisaba con notables maestros la historia de la literatura latinoamericana desde el modernismo de Rubén Darío, hasta la explosión del boom, pasando por las vanguardias y el realismo social de la primera mitad del siglo XX, marcada por las obras de Jose Eustasio Rivera, Horacio Quiroga, Vicente Huidobro, César Moro y José Vasconcelos.

Si Rubén Darío hubiese sido su contemporáneo, hubiera incluido a Pablo Montoya en su colección de raros literarios, esos personajes que al final del siglo XIX se rebelaron contra la industrialización y la terrenalidad imperantes para refugiarse en lejanos mundos desparecidos, continentes perdidos y épocas extrañas que como Grecia, Roma y Bizancio o el Renacimiento, vibraban con locura en los arcanos de la perfección estética, el pensamiento cósmico, teológico y alquímico, las imágenes pictóricas de los grandes maestros italianos o la música que se interpretaba en los palacios de la nobleza.

Raro es Pablo Montoya, pues como Baudelaire, Joris Karl Huysmans, Georges Rodenbach, Marcel Schowb y Barney D'Aurevilly y otros decadentes, recorrió con pasos rápidos las húmedas callejuelas del Barrio Latino, enfundado en su gabán y proyectando una luz de láser a su alrededor con una mirada de iluminado, poseído por la irrefrenable sed del ojo. Montoya es y ha sido un estudiante esencial y como tal en esos años crepusculares seguía escribiendo en secreto los textos y relatos que ya creaba en Colombia, nutriéndose de sus lecturas, los profundos estudios musicales y pictóricos, y de la amada París que compartíamos todos.

Él siempre ha escrito desde la música y para la música. Su obra vibra en los escenarios donde suenan todos los instrumentos, incluso los fabulosos y quiméricos que inventa su imaginación. En el magnífico libro la Sinfónica y otros cuentos (1993), que incluye varios de sus más logrados relatos, Montoya nos introduce de lleno en el fantástico universo musical que irriga toda su obra, presentándonos personajes poseídos por el ansia del arte y devorados por una fuerza creativa que los lleva a construir instrumentos quiméricos que sacuden el cosmos.

Uno a uno empezó a publicar sus primeros libros en diversas editoriales independientes en medio de la soledad de quienes salen de su tierra para desandar en la diáspora lejanos países desconocidos y grandes ciudades donde en cada cuadra viven como anónimos muchas glorias de la literatura, el arte y el pensamiento y donde se rinde memoria en placas y estatuas a figuras inolvidables del pasado que como él fueron habitantes anónimos de París, la ciudad de las universidades medievales a donde vino una vez Gargantúa de la mano de su inventor Rabelais.

Montoya tiene un lugar en ese mundo de los raros iluminados por la literatura, hijos y hermanos de Gérard de Nerval que van siempre cargados de libros en sus bolsillos y se detienen junto a un farol a contemplar con intensidad los visos de la luz sobre las aguas del entrañable río Sena, o se sientan a contemplar desde el parque que rodea a la antigua iglesia Saint Julien Le Pauvre, presente ahí desde el siglo XII, las estructuras igualmente antiguas de Notre Dame de París, iluminada por los haces intermitentes de luz de los barcos modernos que cruzan bajo los puentes.

Cuando uno lee los cuentos y relatos de Pablo Montoya vuelve a visitar las callejuelas y los rincones de la ciudad que se bebió muy joven de un solo sorbo como si fuera un elíxir sagrado, por lo que a veces sus personajes jóvenes y errantes del mundo moderno se ven atrapados por un pasado desconocido que los devora como en ese escalofriante relato El agua es fuego mojado, de su libro Razia (2001).

En estos cuentos y relatos de iniciación escritos con el alma altiva del estudiante de literatura, Montoya vive la realidad contemporánea con sus luces de neón, pero a su vez se ancla en los lejanos mundos del desterrado Ovidio o el maldito Baudelaire, en las imágenes de los grandes maestros de la pintura que lo inspiran para explorar otros siglos y visitar las cabañas bucólicas de los románticos alemanes o los mundos nuevos recién descubiertos por aventureros en el Nuevo mundo, cuando no las tabernas de paso que visitaron Propercio, Petronio o Apuleyo.

En sus textos se alterna la presencia de su tierra de origen con los mundos antiguos sumidos en las atroces guerras territoriales o de religión. Sus personajes son marginales de hoy que deambulan por la explanada del Centro Pompidou bebiendo cerveza Heineken y en la ebriedad renacen en medio de una guerra de sectas entre hienas que los llevan al suplicio. Viven en la miseria y hacen el amor en las buhardillas del séptimo piso, pero sueñan en palacios renacentistas.

En Habitantes (1999), Montoya explora los misterios de las urbes donde los individuos son triturados o cargan penas o tragedias innombrables, como el misterioso conductor de un bus que viaja por el tiempo y acoge en el periplo soldados en plena lujuria o ancianos recién fallecidos, o el aseador desamparado errante que deambula por túneles herrumbrosos poblados de detritus y alimañas invencibles, o el músico solitario que inventa instrumentos y obras imposibles y después de darlo todo en busca de la perfección rompe las partituras y las lanza al viento.

El pintor acosado, la muchacha desnuda, el transeúnte, el cartógrafo, el arquitecto, el cerrajero, el lector, el mimo triste, la prostituta, el escritor, la mecanógrafa abandonada, son algunos de esos personajes que pinta Montoya a medida que son atrapados por la urbanización devoradora de la metrópoli.
Todos estos relatos de primera juventud son un homenaje al estudiante que se devora el mundo con la mirada y el corazón y escribe para nada y para nadie en la más absoluta soledad.

HACIA UNA NUEVA LITERATURA COLOMBIANA

 Por Eduardo García Aguilar

Uno de los efectos más nefastos que provocó el unanimismo ideológico colombiano de ultraderecha vivido en la primera década del siglo XXI, fue el posicionamiento hegemónico del sermón paisa como centro de la literatura colombiana, retrocediéndonos de súbito a los tiempos de antes de Tomás Carrasquilla y Baldomero Sanín Cano. Así como el realismo mágico cortó de tajo las experiencias modernas de las generaciones de las revistas Mito y Eco y sus discípulos, decapitando dos generaciones de autores modernos, podría decirse que el neo-costumbrismo paisa de carriel y poncho se impuso en esta década a la par que la cantaleta presidencial, junto a otras literaturas soeces de tetas y paraísos, nutridas por el hampa nacional.

El éxito desmesurado de las confesiones autobiográficas o los relatos costumbristas de algunos escritores antioqueños y de otras partes del país, son una muestra de esa extraña seducción ejercida entre los lectores por el discurso arcaico, moralista y autoritario, mezcla de los viejos chistes de Cosiaca y Montecristo, con la energía incendiaria de Monseñor Builes, la charlatanería deschavetada y sin ton ni son del maestro Fernando González y el habla criminal de los malevos y "pirobos" de barriada.

Al público le atrae las lecturas fáciles, o sea obras que se leen de un tirón y seducen porque nos afirman en las taras culturales de las que venimos y que en el caso colombiano son el discurso violento y soez, la injuria gratuita de connotación sexual y cierto aire de moralismo misógino de sacristía. Ese discurso narrativo y oratorio, a veces homicida y fascistoide, se caracteriza asimismo por un autismo ignorantón y autodidacta que niega todo debate y se basa en anatemas y chistes de mal gusto en torno a los cuales no puede haber discusión alguna.

Los libros más vendidos en esta década en Colombia para alegría de las editoriales españolas que se impusieron aquí, fueron en general representantes de ese discurso, obras que rápidamente pasaron al cine o a la telenovela, que a su vez es un género reproductor de las taras culturales, una forma espléndida para mantener el statu quo entre la población alienada por la violencia, como ha ocurrido desde México hasta la Patagonia.

Ese auge de la literatura coloquial autobiográfica basada en la injuria y lo soez, así como sus variantes imaginativas sicarescas o burdelescas, fue un fenómeno que ya comienza a ser analizado por críticos lúcidos como la contraparte de la hegemonía política reinante en esta era atroz de miedo que ha vivido el país en las últimas décadas y que llegó a su culmen en la primera década del siglo XXI con el experimento caudillista que estuvo a punto de quedarse.

Esos best-sellers coloquiales o autobiográficos paisas, costeños o bogotanos que tanto se vendieron en los últimos dos lustros en Colombia circularon sin límite a lo largo del país, invadieron las bibliotecas oficiales y se impusieron como lecturas obligadas en las escuelas y universidades, haciendo desaparecer de librerías y bibliotecas a dos generaciones muy importantes de escritores e intelectuales post-macondianos.

Me refiero a las generaciones de autores que se iniciaron bajo la influencia de la gran revista Mito, dirigida por Jorge Gaitán Durán, y publicaron desde los años 60 y 70 del siglo pasado en revistas como Letras Nacionales y Eco y en muchos suplementos literarios de diarios nacionales y de provincia que desaparecieron para siempre en esta última década, dando paso a secciones vacuas de entretenimiento y ocio. En esas generaciones figuran autores tan importantes como Nicolás Suescún, Germán Espinosa, Fernando Cruz Kronfly, Darío Ruiz Gómez, Óscar Collazos, R. H. Moreno-Durán, Ricardo Cano Gaviria y Roberto Burgos Cantor, entre otros muchos, cuya obra debería ser rescatada y estudiada y vuelta revisar como muestra de una era en que la literatura y el pensamiento modernos reinaron en Colombia sin saber que pronto el desierto de la mediocridad terminaría por imponerse en la prosa.

Esas generaciones fracasadas se conectaron con la modernidad, tendieron puentes en Colombia con el pensamiento mundial, y ejercieron la literatura como una actividad polígrafa donde no sólo brillaba la narrativa, sino también el ensayo, la poesía y la reflexión ponderada y profunda sobre los problemas de la época. Ellos dieron su vida por la literatura, pero se equivocaron y fracasaron todos porque el país quedó en manos de las mafias del narcotráfico, los paramilitares, el dinero fácil, el arribismo y los políticos corruptos de cuello blanco que manejaban sus intereses y cooptaron el palacio presidencial y el Congreso, dominándolo todo con su ominosa sombra de frívola mediocridad anti intelectual a través de medios de comunicación hechos a su imagen y semejanza.

La confusión, en la que cayeron los departamentos de literatura de las universidades o las oficinas oficiales de cultura, surgió de creer que por el sólo hecho de que un libro es éxito de ventas adquiere ya para siempre el carácter de obra significativa y canónica. Eso está claro en otras regiones del mundo, pero en un país como Colombia, con espacios culturales tan reducidos por el miedo y la mediocridad ambiente y la falta de crítica y de editoriales universitarias o privadas que no tengan como único objetivo el lucro fácil y rápido, los best sellers se volvieron la referencia obligada fuera de lo cual no había nada.

En esta última década esa literatura fácil nos retrocedió a los tiempos de antes de José Asunción Silva, José María Vargas Vila, Tomás Carrasquilla y Baldomero Sanín Cano. La novela De Sobremesa de Silva sería una obra moderna hoy en Colombia en la era de la sicaresca, el genial Tomás Carrasquilla fue un gran autor que estuvo al tanto de las corrientes de la literatura moderna europea y su lenguaje era creativo, contemporáneo de James Joyce, así como lo era el de su coterráneo el ensayista antioqueño y cosmopolita Baldomero Sanín Cano, que debe estar retorciéndose en su tumba al leer a sus descendientes del siglo XXI. Y en lo que respecta al pobre Vargas Vila, sus anatemas para asuntar monjitas fueron atrevidos y peligrosos en su época, pero aplicados hoy por la literatura paisa dominante son realmente patéticos.

La literatura antioqueña que triunfó en la larga era del caudillo como contraparte de su cantaleta diaria, siguió sentada en sus laureles fáciles, repitiendo y rindiendo culto no sólo a la traquetocracia sino al maestro Fernando González, convertido ahora en una especie de deidad, pero cuyo discurso caótico de sabelotodo a veces exasperante ya no resiste lecturas contemporáneas. Pero al menos él fue original.  Superar por fin ese discurso arcaico y sacristanesco de la conservadora sociedad antioqueña, camandulera, violenta y machista, es una tarea fundamental de la literatura colombiana de hoy en esta nueva era que se inicia en 2010, después de una década de oscurantismos políticos y literarios de todo pelambre. 

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Publicado en La Patria, 2-V-10

* En la foto el humorista Cosiaca.