dimanche 23 octobre 2022

CUARENTA AÑOS NO ES NADA

Por Eduardo García Aguilar

El 21 de octubre se cumplieron cuatro décadas del anuncio del Premio Nobel otorgado al autor de Cien años de soledad, quien ya era desde 1967 una estrella mundial de la literatura luego del éxito de su obra maestra, donde no solo se reconocieron todos los latinoamericanos ansiosos de afirmarse tras siglos de guerras, dependencia y miseria, sino también las poblaciones de varios continentes del llamado Tercer Mundo, aquejados por los mismos problemas de la colonización y el dominio imperial. 
 

La obra máxima del nativo de Aracataca salió en un coyuntura especial, un año antes de las revueltas juveniles de 1968 y las explosiones culturales que empezaron a derrumbar las inercias de un pasado patriarcal y autoritario en Estados Unidos y Europa. Empezaron entonces las súbitas reivindicaciones de los afrodescendientes liderados por Martin Luther King y Angela Davis en Estados Unidos y se inició el movimiento de liberación femenina que derrumbó siglos de inercia y sacó a la mujer de una minoría de edad permanente.    

En el Primer Mundo esa generación que luchaba contra la guerra de Vietnam, soñaba con la revolución, consumía marihuana y escuchaba y bailaba rock, reggae y salsa hasta el amanecer, quedó fascinada por el exotismo y las luchas sociales del Tercer Mundo encarnadas en la figura y la obra de Gabriel García Márquez, un atípico e irereverente escritor malhablado de bigote, pelo encrespado, camisas floridas y pantalones de colores chillones, muy diferente a los pomposos autores latinoamericanos de antes que usaban traje y corbata y ejercían de diplomáticos o políticos profesionales como Rómulo Gallegos, Miguel Angel Asturias y Pablo Neruda.

 
El colombiano le sacó el cuerpo a todas esas formalidades y convertido en rock star dejó atrás el modelo de autor exquisito y aristocrático que representaban hasta entonces Jorge Luis Borges, el barroco José Lezama Lima y otros prohombres engolados y pomposos existentes desde el Río Bravo hasta la Patagonia, y se asoció con la revolución cubana, que entonces se encontraba en su apogeo en medio de la Guerra fría. 
 
Unido como emblema revolucionario a sus líderes Fidel Castro y al mártir Ernesto Che Guevara, que murió en Bolivia el mismo año de la aparición de Cien años de soledad, García Márquez se convirtió en otro ídolo y ascendió hacia la estratosfera como los poderosos cohetes Saturno V que llevaron al hombre a la Luna en 1969. García Márquez fue la otra cara de la moneda del Ché Guevara como mito crístico de la juventud rebelde latinoamericana y mundial hasta su paulatina difuminación en el siglo XXI. 
 

A diferencia de sus antecesores, el costeño reivindicó sus orígenes populares, la música vallenata y utilizó su fama y poder para promover el periodismo y cine latinoamericanos y desempeñarse como diplomático de facto de la Revolución cubana y mediador en complicados conflictos sociopolíticos latinoamericanos, al ser interlocutor escuchado y admirado de muchos presidentes de la región o incluso mandatarios de Estados Unidos o Europa.

   

En cierta forma García Márquez fue nuestro Victor Hugo y como él tuvo que huir al exilio cuando estuvo a punto de ser detenido en Colombia por su activismo político y periodístico y sus lazos ocultos y no ocultos con la insurgencia. Poco después obtendría el codiciado Nobel a los 54 años de edad y viviría el resto de su próspera vida en México en medio de la gloria, adorado como un patriarca o un semidiós hasta que fue alcanzado trágicamente por la terrible peste del olvido que aquejó también a los protagonistas de su obra mayor.

 
En un país y un continente que han vivido tantas guerras y desgracias, la figura patriarcal de García Márquez era un bálsamo que aliviaba los dolores y conjuraba la tradición del fracaso. Hasta su advenimiento todos los poetas, narradores y ensayistas del país habían muerto en la depresión, la pobreza y el olvido. 
 

Pero, oh paradoja, su éxito literario carbonizó como una deflagración meteórica la obra de varias generaciones de autores colombianos cuyos libros aparecieron y aparecen sin pena ni gloria desde hace décadas aunque sean notables y aun hoy todo gira alrededor de él. Sus contemporáneos vagan como fantasmas en un limbo de olvido y los autores posteriores nacen como estrellas muertas en un firmamento agotado, al mismo tiempo que se acaba la era de Gutenberg. 

Casi se podría decir que existe una religión en torno a su nombre y su imaginario. Y que un día habrá papa de Macondo, cardenales, obispos y sacerdotes que divulgarán los evangelios y ratificarán sus milagros. Sus personajes, sus gestos, sus mariposas amarillas y las imágenes creadas por su talento siguen tan vivas que inundan nuestros sueños y planean sobre el país como un gran fresco fundacional que nos detiene en un eterno presente sin tiempo. Y cuarenta años no es nada para el bolero fenomenal que fue su destino. Por eso desde el más allá, protégenos Gabriel, y ten piedad de nosotros, pues eres omnipotente, omnisciente, omnívoro, omniamoroso y omnipresente.   

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 22 de octubre de 2022.

samedi 1 octobre 2022

MUJERES OCULTAS EN LA LITERATURA LATINOAMERICANA


Por Eduardo García Aguilar

Las escritoras fueron desdeñadas durante el auge del llamado "boom" de la literatura latinoamericana y solo ahora en diversos países comienza a recuperarse del ocultamiento las obras de muchas de ellas. Cuando el club ultramachista de la literatura latinoamericana reinaba desde Barcelona, comandado por la gran matriarca Carmen Balcells, casi todas las mujeres que escribían y publicaban entonces alrededor de la corte de los poderosos patriarcas eran toleradas solo como personajes folclóricos.

A la gran novelista colombiana Alba Lucía Ángel (1939), autora de Estaba la pájara pinta estaba sentada en un verde limón, se le consideraba más como una cantante que amenizaba los ágapes de sus amigos del boom, entre ellos el argentino Julio Cortázar, quien acuñó el término de lector "hembra", o sea al que le gustan las lecturas fáciles. Ángel, que después de vivir décadas en Europa, regresó a Colombia, ha sido recuperada por varias universidades y mujeres de las nuevas generaciones que encuentran en ella un modelo a seguir. Como ella, también la indomable Fanny Buitrago (1943) es otra de las más notables autores latinoamericanas que comienza a ser publicada de nuevo y seguida por un atento público lector que saludó desde su juventud su talento precoz. Entre sus obras figuran El hostigante verano de los dioses y Los pañamanes.

Otra escritora destacable fue Helena Araújo (1934-2015), autora de Fiesta en Teusaquillo y Las cuitas de Carlota, donde cuestionaba el tradicional mundo bogotano y las costumbres sociales de la élite, cuando el divorcio era casi considerado un delito. Araújo se exilió en Suiza y a lo largo de su vida desempeñó un gran papel como profesora y ensayista y lúcida y a veces excéntrica participante en coloquios.
 
Para seguir en el campo de la narrativa colombiana habría que destacar a la barranquillera Marvel Moreno (1939-1995), autora de En diciembre llegaban las brisas y Algo feo en la vida de una señora bien, quien estuvo cerca al círculo del boom, pero nunca fue tomada en serio. Incluso décadas después de muerta  tuvo que organizarse un movimiento de mujeres que exigió la publicación de su última novela, El tiempo de las amazonas, considerada por su familia y su ex primer marido como una obra menor impublicable.

Otra narradora, periodista, activista literaria y política fue la liberal Flor Romero de Nohra (1933-2018), autora de Los triquitraques del trópico, quien pese a publicar en importantes editoriales españolas fue desdeñada hasta el final. En pleno auge del boom, fui testigo de ese desdén y ella, como muchas otras autoras contemporáneas de los grandes patriarcas, parecía invisible.

Elisa Mújica (1918-2003,) autora de las novelas Catalina y Bogotá en las nubes, fue una escritora de gran inteligencia, talento y seriedad como ensayista e investigadora, y su obra comienza a ser de nuevo rescatada y estudiada por las nuevas generaciones. Igual destino tuvieron en cierta forma poetas que como Meira del Mar (1922-2009) y Maruja Vieira (1923) tuvieron que cruzar el siglo XXI para que suscitaran de nuevo la atención de los lectores. En ese mundo dominado por los piedracielistas, otro club supermasculino, ellas solo fueron toleradas y tal vez tratadas con cortesía, pero en medio del desdén.

Me he referido solo a algunas autoras colombianas ocultas del siglo XX. Lo mismo ocurrió en otros países del continente, donde como en México el reino de los grandes patriarcas fue total, con figuras como Octavio Paz, Carlos Fuentes y otros que vívían la literatura como una competencia implacable. En ese país se ha venido revalorizando la obra de la gran narradora Elena Garro (1916-1998), ex esposa de Paz, que fue condenada al olvido y murió en el ostracismo y la pobreza meses después del fallecimiento del Premio Nobel autor del Laberinto de la soledad.

La gran novela de Garro, los Recuerdos del porvenir, publicada en 1963 y ganadora del Premio Villaurrutia, es una obra notable del realismo mágico de antes de la aparición de Cien años de soledad, pero no tuvo sitio en ese estricto canon patriarcal. Junto a la de Garro, se rescatan ahora las obras de Rosario Castellanos (1925-1974), Inés Arrendondo (1928-1989)  y Amparo Dávila (1929-2020), entre otras.

Muchas sorpresas saldrían si se hiciera el mismo rastreo de la literatura escrita por mujeres en otros países latinoamericanos en el siglo pasado y ojalá esa tarea sea apoyada por las universidades, instituciones culturales y editoriales para que por fin podamos decir adiós a la era dominada por el universo de Macondo, comandado por Aureliano y Jose Arcadio Buendía y los personajes emblemáticos de El coronel no tiene quien le escriba, Crónica de una muerte anunciada y Memoria de mis putras tristes.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 18 de septiembre de 2022.


  


 


LA LITERATURA COLOMBIANA EN EL SIGLO XX

Por Eduardo García Aguilar

Las importantísimas colecciones de literatura colombiana que dirigió el recién fallecido Juan Gustavo Cobo Borda (1948-2022), apoyadas primero por Colcultura y después por el ministerio del ramo, fueron claves para tener presente y viva la literatura del siglo XX, una fascinante aventura no solo reducida a la novela, sino llena de sorpresas en el campo de la poesía, el ensayo, la crónica, el aforismo, la historia y la filosofía, entre otras ramas del saber expresado en palabras a través de la escritura.

Ya antes Cobo Borda había desempeñado un papel importante en la promoción de escritores de su generación y posteriores cuando trabajaba en la revista Eco, publicada por la librería Buchoolz, que no solo abrió sus páginas al pensamiento moderno y a la literatura mundiales, sino a los nuevos autores de su generación, que aparecían intercalados con obras maestras de todos los géneros provenientes de Europa y América Latina. Allí publicaron también Fernando Charry Lara, Ernesto Volkening y Danilo Cruz Vélez.

Antes, otras generaciones habían promocionado con entusiasmo la literatura colombiana en todo el territorio, a través de generosas colecciones publicadas con el apoyo de algunos gobiernos en la primera mitad del siglo durante la República liberal, sin olvidar la tarea valiosa paralela de muchas instituciones que como el Instituto Caro y Cuervo o el Banco de la República rescataron después en bellas y cuidadas ediciones las obras olvidadas, perdidas o inéditas de grandes autores de todas las épocas, como Joan de Castellanos, la Madre Josefa del Castillo, Soledad Acosta de Samper, José Asunción Silva, Julio Flórez, Miguel Antonio Caro, Rufino J. Cuervo o Rafael Pombo.

Con ellos, debería destacarse el papel de la gran Editorial Arturo Zapata, de carácter privado, que existió en Manizales de 1926 a 1954, donde publicaron sus obras grandes escritores como Fernando González, César Uribe Piedrahíta, León de Greiff y muchos más. También debería subrayarse la tarea de la revista Mito, dirigida en los años 50 por el poeta y ensayista Jorge Gaitán Durán, que abrió puertas en sus páginas a la literatura hispanoamericana y publicó obras claves de autores colombianos como los entonces jóvenes Gabriel García Márquez, Darío Mesa y Alvaro Mutis, entre otros.

También debe destacarse la generosa labor de Manuel Zapata Olivella en su revista Letras Nacionales y su activismo permanente para abrir puertas a los autores contemporáneos y a los nuevos que como Óscar Collazos despuntaban en los años 60. Gracias a la pasión literaria de tantos hombres y mujeres de letras del siglo XX, se pudo conservar de esa manera el acervo literario del país, que debería de nuevo ponerse a circular en el siglo XXI con el apoyo de las instituciones y el Estado, para no dejar el rumbo de las letras nacionales solo en manos de las editoriales multinacionales privadas.

Todas las instituciones mencionadas realizaron a lo largo del siglo XX una tarea fundamental para elaborar el mapa de las letras colombianas, registrándolas con excelentes notas introductorias de grandes especialistas. Gracias a a ellas se rescató la obra de José Antonio Osorio Lizarazo, un escritor colombiano que vivió mucho tiempo fuera del país y realizó una activa obra narrativa y periodística dispersa en el continente, en la que se destaca su trilogía de novelas bogotanas, que fueron uno de los primeros atisbos de la novelística urbana, una descripción magistral de personajes que luchaban en la capital por sobrevivir al frío, la burocracia y las dificultades económicas.

También gracias a esa labor de los recopiladores y editores redescubrimos la obra narrativa del genial Tomás Carrasquilla, la poesía y la narrativa de José Eustasio Rivera, la escritura aforística de Nicolás Gómez Dávila, la tarea crítica cosmopolita de Baldomero Sanín Cano, los versos malditos de Porfirio Barba Jacob, la literatura del gran Jorge Zalamea, la vasta summa poética de León de Greiff, los versos escasos pero claves de Aurelio Arturo, y se exhumó la obra irreverente de Fernando González, nuestro Nietzsche antioqueño.

Sin esa labor apoyada por las instituciones, bancos, universidades, ministerios, editoriales independientes no conoceríamos obras que como las de Meira del Mar, Elisa Mujica y Helena Araújo fueron acogidas en las diversas colecciones creadas con pasión y sin ánimo de lucro por quijotes colombianos amantes de la literatura y los libros. Porque la gran tragedia de los países que no conservan y cuidan la obra de sus autores nacionales y regionales, es que muchos manuscritos y archivos desparecen con la muerte, lo que significa la pérdida definitiva de un invaluable patrimonio cultural.

Que el impulso de las diversas generaciones de críticos y editores del siglo XX sea ejemplo para que en el siglo XXI realicemos una nueva cartografía de los autores de ambos sexos secretos, olvidados, perdidos e ignorados en ciudades, pueblos o regiones del país. Todos sus materiales deben ser buscados y rescatados con amor y editados con cuidado para que la literatura colombiana siga viva. 
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Publicadao en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo
2 de octubre de 2022.