lundi 9 mai 2022

El FANTÁSTICO UNIVERSO MUSICAL DE PABLO MONTOYA

Por Eduardo García Aguilar

Antes de terminar el siglo XX y cuando se hacía la cuenta regresiva de las semanas, días, horas y minutos que nos separaban del siglo XXI, Pablo Montoya (1963) deambulaba por las calles del barrio existencialista de Saint Gernain des Prés, donde reinaron Miles Davis, Boris Vian y Juliette Gréco, cubierto por un gabán azul oscuro y una bufanda escocesa que lo protegían de las fuertes ráfagas del frío otoñal.

En ese entonces, antes de los atentados de las Torres Gemelas en Nueva York, las guerras posteriores, los vertiginosos cambios culturales que sacudieron al mundo e imprimen a la existencia una velocidad desbocada y angustiante, la vida literaria era trepidante en ese barrio donde estaban las sedes de las grandes editoriales y las principales librerías, universidades e institutos de élite. Nos encontrábamos felices en las presentaciones de nuestros libros y de los amigos en la Casa de América Latina y aun estaba vivo Miguel de Francisco, el último barroco colombiano, literario hasta el sacrificio. Después desaparecieron una tras otra las tradicionales librerías hispánicas y América Latina y sus escritores pasamos de moda.   

Montoya ya había estudiado música en Tunja, fría ciudad colombiana donde vivió intensos años de aprendizaje estético y desde hacía cierto tiempo proseguía sus estudios literarios en la Universidad de la Sorbona Nueva, donde trabajaba con ahínco la obra de Alejo Carpentier y revisaba con notables maestros la historia de la literatura latinoamericana desde el modernismo de Rubén Darío, hasta la explosión del boom, pasando por las vanguardias y el realismo social de la primera mitad del siglo XX, marcada por las obras de Jose Eustasio Rivera, Horacio Quiroga, Vicente Huidobro, César Moro y José Vasconcelos.

Si Rubén Darío hubiese sido su contemporáneo, hubiera incluido a Pablo Montoya en su colección de raros literarios, esos personajes que al final del siglo XIX se rebelaron contra la industrialización y la terrenalidad imperantes para refugiarse en lejanos mundos desparecidos, continentes perdidos y épocas extrañas que como Grecia, Roma y Bizancio o el Renacimiento, vibraban con locura en los arcanos de la perfección estética, el pensamiento cósmico, teológico y alquímico, las imágenes pictóricas de los grandes maestros italianos o la música que se interpretaba en los palacios de la nobleza.

Raro es Pablo Montoya, pues como Baudelaire, Joris Karl Huysmans, Georges Rodenbach, Marcel Schowb y Barney D'Aurevilly y otros decadentes, recorrió con pasos rápidos las húmedas callejuelas del Barrio Latino, enfundado en su gabán y proyectando una luz de láser a su alrededor con una mirada de iluminado, poseído por la irrefrenable sed del ojo. Montoya es y ha sido un estudiante esencial y como tal en esos años crepusculares seguía escribiendo en secreto los textos y relatos que ya creaba en Colombia, nutriéndose de sus lecturas, los profundos estudios musicales y pictóricos, y de la amada París que compartíamos todos.

Él siempre ha escrito desde la música y para la música. Su obra vibra en los escenarios donde suenan todos los instrumentos, incluso los fabulosos y quiméricos que inventa su imaginación. En el magnífico libro la Sinfónica y otros cuentos (1993), que incluye varios de sus más logrados relatos, Montoya nos introduce de lleno en el fantástico universo musical que irriga toda su obra, presentándonos personajes poseídos por el ansia del arte y devorados por una fuerza creativa que los lleva a construir instrumentos quiméricos que sacuden el cosmos.

Uno a uno empezó a publicar sus primeros libros en diversas editoriales independientes en medio de la soledad de quienes salen de su tierra para desandar en la diáspora lejanos países desconocidos y grandes ciudades donde en cada cuadra viven como anónimos muchas glorias de la literatura, el arte y el pensamiento y donde se rinde memoria en placas y estatuas a figuras inolvidables del pasado que como él fueron habitantes anónimos de París, la ciudad de las universidades medievales a donde vino una vez Gargantúa de la mano de su inventor Rabelais.

Montoya tiene un lugar en ese mundo de los raros iluminados por la literatura, hijos y hermanos de Gérard de Nerval que van siempre cargados de libros en sus bolsillos y se detienen junto a un farol a contemplar con intensidad los visos de la luz sobre las aguas del entrañable río Sena, o se sientan a contemplar desde el parque que rodea a la antigua iglesia Saint Julien Le Pauvre, presente ahí desde el siglo XII, las estructuras igualmente antiguas de Notre Dame de París, iluminada por los haces intermitentes de luz de los barcos modernos que cruzan bajo los puentes.

Cuando uno lee los cuentos y relatos de Pablo Montoya vuelve a visitar las callejuelas y los rincones de la ciudad que se bebió muy joven de un solo sorbo como si fuera un elíxir sagrado, por lo que a veces sus personajes jóvenes y errantes del mundo moderno se ven atrapados por un pasado desconocido que los devora como en ese escalofriante relato El agua es fuego mojado, de su libro Razia (2001).

En estos cuentos y relatos de iniciación escritos con el alma altiva del estudiante de literatura, Montoya vive la realidad contemporánea con sus luces de neón, pero a su vez se ancla en los lejanos mundos del desterrado Ovidio o el maldito Baudelaire, en las imágenes de los grandes maestros de la pintura que lo inspiran para explorar otros siglos y visitar las cabañas bucólicas de los románticos alemanes o los mundos nuevos recién descubiertos por aventureros en el Nuevo mundo, cuando no las tabernas de paso que visitaron Propercio, Petronio o Apuleyo.

En sus textos se alterna la presencia de su tierra de origen con los mundos antiguos sumidos en las atroces guerras territoriales o de religión. Sus personajes son marginales de hoy que deambulan por la explanada del Centro Pompidou bebiendo cerveza Heineken y en la ebriedad renacen en medio de una guerra de sectas entre hienas que los llevan al suplicio. Viven en la miseria y hacen el amor en las buhardillas del séptimo piso, pero sueñan en palacios renacentistas.

En Habitantes (1999), Montoya explora los misterios de las urbes donde los individuos son triturados o cargan penas o tragedias innombrables, como el misterioso conductor de un bus que viaja por el tiempo y acoge en el periplo soldados en plena lujuria o ancianos recién fallecidos, o el aseador desamparado errante que deambula por túneles herrumbrosos poblados de detritus y alimañas invencibles, o el músico solitario que inventa instrumentos y obras imposibles y después de darlo todo en busca de la perfección rompe las partituras y las lanza al viento.

El pintor acosado, la muchacha desnuda, el transeúnte, el cartógrafo, el arquitecto, el cerrajero, el lector, el mimo triste, la prostituta, el escritor, la mecanógrafa abandonada, son algunos de esos personajes que pinta Montoya a medida que son atrapados por la urbanización devoradora de la metrópoli.
Todos estos relatos de primera juventud son un homenaje al estudiante que se devora el mundo con la mirada y el corazón y escribe para nada y para nadie en la más absoluta soledad.

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